El peligro de la falsa misericordia

El peligro de la falsa misericordia: el Buen Samaritano ayuda a un herido.

En ciertos ambientes eclesiásticos se ha extendido una noción profundamente errónea e interesada del perdón: la idea de que, una vez alguien ha sido perdonado, debe ser automáticamente restituido a sus funciones institucionales, como si el perdón cristiano conllevase necesariamente el regreso al cargo eclesial previo. Esta confusión ha causado enormes daños a la Iglesia como institución y como cuerpo espiritual. Porque el perdón cristiano, siendo un acto central de la fe, no anula la justicia, ni convierte en prudente lo que es peligroso, ni transforma en ejemplar lo que fue una traición a la confianza depositada.

El perdón, en su raíz más profunda, es un acto del corazón: es el rechazo al odio, al deseo de venganza, al rencor paralizante. Es desear el bien para quien ha hecho el mal, aun cuando ese bien se deba expresar en una vida de penitencia, en el retiro, en la humildad de una existencia que repara en el silencio. El perdón no es olvido ni impunidad, y menos aún restitución automática en cargos de representación. La justicia —especialmente en el ámbito del gobierno eclesial— tiene sus propias exigencias, que no se suspenden por un acto personal de perdón.

El Evangelio de hoy nos ofrece una imagen clara y luminosa: la parábola del Buen Samaritano. Aquel que no pasa de largo, que se acerca al herido, que cura sus heridas, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a un lugar seguro y se hace cargo de su cuidado. Esa es la caridad evangélica: ver el mal, reconocer a la víctima, hacerse responsable. Lo contrario es la actitud de los que pasaron de largo: indiferencia, clericalismo, falsa piedad. No es caritativo perdonar al agresor ignorando al herido. No es misericordioso mirar al violador, al abusador, al manipulador y decir: ya está, ya pasó, borrón y cuenta nueva, mientras las víctimas quedan abandonadas en la cuneta.

Casos como el de Zanchetta o Capella, y tantos otros que Infovaticana ha denunciado, muestran con crudeza cómo se ha pervertido esta noción de perdón dentro de algunos sectores de la Iglesia. No son errores de juicio aislados; son síntomas de una patología institucional: la confusión entre misericordia y encubrimiento, entre caridad y negligencia. Y cuando se denuncia esta dinámica, no faltan voces que nos acusan de falta de caridad, como si señalar el mal, pedir justicia, y exigir responsabilidades fuese incompatible con el Evangelio.

Pero es precisamente lo contrario. La auténtica caridad, la que brota del Corazón de Cristo, no es una sonrisa pusilánime ni una palmadita en la espalda del criminal. Es la que cura, protege y repara. Y eso requiere verdad. Perdonar no es callar. Perdonar no es reintegrar al abusador en lugares y cargos de responsabilidad. Perdonar no es esconder la basura bajo la alfombra. Perdonar es, ante todo, desear el bien eterno del otro, y eso muchas veces significa retirarle del gobierno, reducirle al estado laical, apartarlo del contacto con los fieles y que tras cumplir condenas penales el criminal lleve una vida penitencial lejos del escándalo público.

La Iglesia necesita recuperar el sentido profundo del perdón y dejar atrás esa versión clericalizada y sentimental (cuando no omertosa y deliberadamente protectora) que confunde caridad con complicidad. El Buen Samaritano no cubrió la sangre con un paño y siguió su camino; se detuvo, actuó, curó y cuidó. Así debe actuar también la Iglesia: detenerse ante las víctimas, actuar con firmeza, curar con verdad y cuidar con justicia. Cuidado, porque todo lo demás no es misericordia, es abandono disfrazado de bondad.