Monseñor Argüello y el infierno de las buenas intenciones

Monseñor Luis Argüello en una rueda de prensa sentado frente a un micrófono

Decía San Bernardo de Claraval queel camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Con la mejor de las voluntades —que no es poca cosa, aunque a veces no sea suficiente— Monseñor Luis Argüello viene pronunciándose sobre algunas de las cuestiones más complejas y espinosas de nuestra vida política. Y lo hace, precisamente, con esa mezcla de ingenuidad bienintencionada y superficialidad analítica que convierte el gesto noble en torpeza, y la caridad mal dirigida en combustible para la catástrofe.

Tomemos, para empezar, su constante respaldo entusiasta a la Iniciativa Legislativa Popular que pretende regularizar de forma masiva a más de medio millón de inmigrantes en situación irregular. Una medida que, desde una lógica superficial, puede parecer incluso caritativa. Pero que, desde la perspectiva de la realidad sociopolítica, exige un rigor mucho mayor que el que se ha exhibido por el presidente de la Conferencia Episcopal. En palabras del propio Monseñor:

Pedimos al Congreso que estudie esta propuesta no sólo como un acto de justicia y caridad, sino como una contribución al bien común

.

El problema es que ese bien común no puede definirse con una intención moral aislada. Este tipo de problemas se caracterizan por tener una doble dimensión: una urgente y concreta, que exige respuestas inmediatas, y otra estructural y compleja, que requiere una visión estratégica y de largo plazo. Ayudar a los sintecho, por ejemplo, implica cubrir necesidades básicas como alimento, abrigo y seguridad —una respuesta moralmente ineludible—, pero al mismo tiempo demanda una comprensión profunda de las causas que los llevaron a esa situación: trastornos de salud mental, adicciones, rupturas familiares o la precariedad del mercado laboral. Lo mismo ocurre con la inmigración irregular: ¿es imprescindible brindar asistencia humanitaria a quienes llegan en condiciones de vulnerabilidad?, por supuesto, pero sin perder de vista que una política migratoria eficaz debe integrar mecanismos de control, repatriación y cooperación con los países de origen para frenar flujos insostenibles que perjudican tanto a las sociedades receptoras como a los propios migrantes. En definitiva, se trata de abordar lo urgente sin descuidar lo importante, resolviendo el síntoma mientras se trabaja sobre las raíces del problema. Porque las regularizaciones masivas —como ha documentado la experiencia— generan incentivos peligrosos: refuerzan el efecto llamada, reactivan las rutas mortales de tráfico humano, legitiman redes mafiosas que operan desde el Sahel hasta los Balcanes, y proyectan hacia el exterior la idea de que basta con llegar para quedarse. Lo que empieza como gesto piadoso termina como detonante de una nueva tragedia: la del migrante que, alentado por una imagen distorsionada de Europa, arriesga su vida para descubrir, al llegar, que la esperanza también puede ser una trampa.

Desde luego, nadie niega el mandato cristiano de acoger al forastero. Pero si la Iglesia quiere participar con seriedad en el debate público, debe asumir la diferencia entre el acompañamiento pastoral y el diseño de políticas públicas. No es lo mismo ayudar a una persona concreta en situación de necesidad que legislar sobre la incorporación de medio millón de personas al sistema laboral, sanitario y social de un país. Y más aún cuando ese país presenta signos claros de fragilidad económica, fragmentación cultural y agotamiento institucional.

Algo similar ocurre con otra propuesta del arzobispo, acaso más doméstica pero no menos reveladora: el llamamiento a que los ciudadanos pongan sus viviendas en alquiler a precios por debajo del mercado, como forma de combatir la crisis habitacional. Es un verdadero ejercicio de solidaridad, decía en un vídeo reciente, animando a abrir las puertas de nuestras casas a quienes más lo necesitan.

La imagen es poderosa: los feligreses como pequeños samaritanos inmobiliarios, bajando el precio de sus alquileres por amor al prójimo. Pero resulta chocante por su ingenuidad. Como si el problema de la vivienda en España fuera una cuestión de generosidad individual y no el resultado de una arquitectura económica deliberadamente desigual. Hoy, los jóvenes deben reunir más del 30 % del valor de una vivienda para acceder a una hipoteca entre entrada e impuestos. La banca gana cifras milmillonarias mientras restringe el crédito a las familias. Pocos fondos de inversión controlan buena parte del parque inmobiliario de vivienda y son capaces de inflar los precios con la sola presión de sus carteras. El suelo es un elemento especulativo más de un sistema corrupto monopolizado por partidos políticos. Y a esto se suma un marco legal que deja al pequeño arrendador completamente indefenso frente a impagos y ocupaciones.

En ese contexto, pedir al ciudadano medio —al pensionista con un piso heredado, al funcionario que guarda una vivienda vacía por precaución— que ejerza de benefactor mientras las grandes estructuras financieras especulan a placer, resulta, por decirlo con suavidad, ingenuo. El problema de fondo no está en la falta de solidaridad del pequeño propietario, sino en la impunidad con que los grandes capitales —muchos de ellos extranjeros, muchos incentivados fiscalmente— acaparan, encarecen y distorsionan el mercado de la vivienda. Pretender resolverlo apelando a la caridad del feligrés es como querer apagar un incendio forestal con un vaso de agua.

A Monseñor Argüello nadie le discute la buena intención. Pero lo que se espera de un presidente de la Conferencia Episcopal no es sólo buenismo, sino altura. Altura intelectual, altura moral, y altura institucional. Porque la Iglesia no está para repetir eslóganes edulcorados ni para actuar como ONG sentimental. Está, entre otras cosas, para iluminar con sabiduría los dilemas de la polis. Y esa iluminación exige entrar en las entrañas del sistema: comprender su lógica, señalar sus estructuras injustas, y proponer caminos que sean viables, humanos y eficaces.

Ni la inmigración masiva se resuelve con compasión desinformada, ni el problema de la vivienda con invitaciones piadosas a los propietarios. Lo que se necesita es análisis riguroso, valentía profética y voluntad de reforma. Lo contrario —la superficialidad con buenas intenciones— sólo sirve para empedrar el camino hacia el infierno.

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