Durante la celebración en Chicago por el nuevo Papa León XIV, el cardenal Blase Cupich se llevó la ovación más entusiasta no por una defensa de la fe, de la liturgia o del Evangelio… sino por un argumento digno de un terrateniente sureño del siglo XIX: que los inmigrantes indocumentados están aquí “no por invasión, sino por invitación”, para cosechar nuestros alimentos, limpiar nuestras casas, podar nuestros jardines y cuidar de nuestros niños y ancianos.
Sí, así, con esa claridad. Como quien agradece al mayordomo y a la niñera filipina por mantener la mansión en orden mientras él escribe encíclicas sobre la dignidad humana.
Cupich no se contenta con señalar —correctamente— que la legislación migratoria está rota y necesita reforma. Va más allá: utiliza esa ruptura como excusa para exigir que los cristianos acojan la inmigración ilegal no por caridad, sino por utilidad doméstica. Que recojan nuestra fruta, limpien nuestros hoteles y cuiden a nuestros mayores, como en la mejor tradición colonial con sotana.
Todo envuelto en una retórica pseudoespiritual sobre “vivir como auténticas personas a imagen de Dios”, que es justo lo que no se permite a los inmigrantes si se los reduce a servidumbre funcional. Porque si uno está aquí para hacer los trabajos que los ciudadanos no quieren hacer, entonces no está aquí como hermano, sino como criado.
Este tipo de discurso es especialmente siniestro porque reviste con lenguaje evangélico una forma encubierta de neoesclavismo blando: “están conectados a nosotros desde hace décadas”, dice Cupich, como si hablar de conexión justificara la explotación callada. Michelle Boorstein, periodista del Washington Post, celebra este tipo de frases como si fueran epifanías morales. Tal vez lo son… para quien nunca ha tenido que cambiar pañales ajenos por menos del salario mínimo.
El problema de fondo no es que se defienda a los inmigrantes. Es que se los instrumentaliza, se los moraliza y se los justifica en tanto sirvan a las necesidades del sistema. Ni una palabra sobre su derecho a una vida digna en su tierra, ni sobre las causas estructurales de la migración. Solo una apología sentimental del utilitarismo humanitario.
Y luego nos preguntamos por qué el discurso social de la Iglesia ya no convence ni a los católicos.
