“Para la mayor gloria de Dios”. Esta máxima propuesta por San Ignacio de Loyola inspiró grandes hazañas y heroicas virtudes en muchísimos miembros de la ínclita Compañía. Fueron intrépidos y eruditos en muchísimos casos que hicieron avanzar la evangelización hacia latitudes peligros y desconocidas a riesgo de sus vidas. Una de sus características más notables ha sido su especialísimo voto de obediencia al Sumo Pontífice. Todo esto para la mayor gloria de Dios.
Pero esa historia gloriosa tuvo un viraje radical, el 22 de mayo de 1965, otro vasco, Pedro Arrupe fue elegido prepósito general. Su éxodo hacia las causas sociales y soslayo de las espirituales marcó otro derrotero. Esto se consumó en la trigésimo segunda congregación general especialmente en el decreto 12. Este proyecta una nueva semántica y una peor propuesta teológica. Se percibe con claridad un fuerte influjo sociológico y da por supuesto que la Iglesia nunca se había preocupado por los pobres y marginados. Ignora la doctrina patrística y se arroja en manos del socialismo, cuando no del claro marxismo. Todo esto para menor gloria de Dios.
Nunca la Compañía había tenido a uno de sus hijos como Obispo de Roma. Hoy vemos en su ocaso la primera experiencia de este tipo en la historia de la Iglesia. En este “pontificado”-Francisco siempre ha evitado los títulos de Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, etc.- se ha proyectado sobre la Iglesia la decadencia de la otrora boyante orden religiosa y sobre todo se ha absolutizado, so pretexto de sinodalidad, el ejercicio del poder, tal vez mal inspirado en la máxima jesuita de la obediencia “perinde ac cadáver”. También para menor gloria de Dios.
He aquí algunos aspectos más notorios de este pontificado:
- Demolición doctrinal. Lejos ha quedado la claridad conceptual del teólogo Joseph Ratzinger, el agudo pensamiento, pese a su fenomenología, del filósofo Karol Wojtyla; pero mucho más lejos y censurada la precisión escolástica. En su lugar, tenemos una enseñanza con falta de coherencia y estructura. Su afán por parecer moderno y su pretensión de estar al alcance del “pueblo” ha producido una semántica incomprensible y el uso de un lenguaje absolutamente vulgar. Esto ha favorecido el caos pastoral de los ministros sagrados, la confusión del pueblo y la reducción de la vida cristiana a un grotesco sentimentalismo. En la práctica, e incluso de modo expreso en textos “magisteriales”, la inteligibilidad del contenido de la fe está Lo importante es el olor a oveja, pero no el sólido alimento espiritual del rebaño de Cristo, y menos aún su santificación. ¿Será que esto da mayor gloria a Dios?
- Demolición del sistema judicial de la Iglesia. En la mayoría abrumadora de los casos se ha abandonado el proceso ordinario judicial diseñado en el código de derecho canónico. Este proceso exige una acusación formal, exhibición de los cargos y acusadores al procesado, uso de acciones y excepciones, defensa y representación por parte de un letrado, posibilidad de ambas partes para apelar, etc. Es decir, la observancia de todos los derechos propios de un sistema jurídico civilizado. En su lugar, se abusa de los procesos administrativos, en los cuales con frecuencia los ordinarios obstaculizan a los procesados contar con un canonista, y con más frecuencia aún el acusado no sabe con certeza los cargos, se usa la analogía en los procesos penales, no se permite que el procesado conozca las actas de su proceso, y en muchos casos, especialmente si algún protegido está en juego, se pide al Papa su aprobación específica para que el decreto, que no usa ninguna jurisprudencia, sea inapelable. Con frecuencia se hallan casos idénticos con decretos (no sentencias judiciales) contradictorios. A unos con idénticas conductas se les condena con penas máximas y a otros se les absuelve. Si no cuenta con la simpatía de los que ostentan poder, no vale que el reo pida juicio. Se le condena por decreto. Condenar inocentes, punir en exceso y encubrir a culpables no da gloria a Dios.
- Demolición del sistema diplomático. Anteriormente los nuncios cumplían con un rol de suma importancia. Si bien es cierto no tenían ni tienen jurisdicción en los territorios de su misión, su tarea informativa, y sus buenos oficios era muy valiosos. No digamos el papel que cumplían con la selección de los candidatos al episcopado, a la provisión de los diversos oficios y su interacción con el Estado ante el cual estaban acreditados. Hoy han sido informalmente sustituidos en estas funciones por sagaces individuos de confianza del papa que hacen un trabajo paralelo e incluso suplantan al nuncio. En España tenemos al ya tristemente famoso P. Arana y en el Perú al también infelizmente célebre “Calín” Cardó. Ellos son los que escogen a los obispos, los trasladan -siempre favoreciendo a la Compañía y el aumento de su poder-, transmiten o elaboran consignas y ejecutan la muerte eclesial de unos o de otros según convenga o no a los favoritos del Papa. Voces como las hay que “blindar a su eminencia x”, o “hay que destruir a tal denunciante”, o “hundir al cardenal z”, son consignas maquiavélicamente orquestadas en coordinación con los correspondientes dicasterios. Aún más, respecto a los candidatos al episcopado se prefiere a aquellos que no exhiban títulos académicos- no vaya a ser que tengan criterio propio- mejor si tienen algo que esconder, y profesan una obediencia “perinde ac cadaver” a todo mandato, gesto o insinuación que venga de Roma. A este servilismo sistemático se le asigna la denominación de “estar comunión con el papa”. Ya nadie usa la expresión “sede apostólica” porque recuerda a la Tradición, la cual prácticamente se ha eliminado como fuente de la Revelación. Este culto a la persona y menor culto a la verdad obviamente ha producido una dependencia obsecuente de un programa. Sabemos que en ninguna invención humana hay salvación, sino que sólo y únicamente es de iniciativa divina. Lo contrario no da gloria a Dios.
- La sinodalidad. Se ha querido imponer este neologismo con rasgos pseudoteológicos como si fuera una característica o nota de la Iglesia: Una, Santa Católica y Apostólica. Este absurdo obligatorio en todas las jornadas y reuniones diocesanas y de las congregaciones religiosas es una estafa para deslizar el más burdo modernismo y marxismo en la Iglesia. Se presenta como un esfuerzo de democratización; pero las conclusiones heterodoxas están determinadas de antemano por la jerarquía empeñada en la alteración sustancial de la Iglesia, al punto de convertirla en agente de una nueva religión muy distinta a la Iglesia Católica de dos milenios regida por primigenio designio de Cristo. Todo católico debe rechazar con vehemencia esta arbitrara innovación, oponerse a su absurdo “caminar juntos”, como si la Iglesia en su evangelización milenaria de los pueblos hubiera caminado con seres de otros planetas. Lo que intenta esta estafa es socavar la doctrina católica. Presentan el ardid de llevar adelante la auténtica doctrina del Vaticano II, como si la Iglesia hubiera nacido en 1965 y los concilios y doctrina pontificia anteriores fueran dañinos. Esta falsa idea es una blasfemia contra la gloria de Dios.
En conclusión, hemos llegado a la sima del abismo modernista que condenaron los papas anteriores, hemos padecido el clímax del uso obsesivo del poder como fin en sí mismo y como sustituto de la verdad, especialmente de la verdad teológica. Para sostener este andamiaje absurdo, que no tiene interés por el propio destino eterno ni por el de los demás, se ha oficializado un despiadado juego político sectario. Su poder judicial no busca la justicia sino la sumisión y persecución de quien se considera enemigo y la protección del culpable si se le considera amigo del régimen. Esto recuerda las épocas oscuras de las dictaduras más infames de la historia reciente.
Regímenes como el de Cuba o Venezuela -que serían inofensivos si no tuviesen el poder militar del que el Vaticano carece- son, sin embargo, menos dañinos para la civilización que la nueva “iglesia en salida”, porque esta ya no enseña verdades que iluminan a todos los tiempos y a todos los pueblos, sino que se ha vuelto agente de una abyecta ideología opresiva que para nada da gloria a Dios.
Miles clericorum
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