Dos cartas de dos santos: flores del jardín de Dios

Dos cartas de dos santos: flores del jardín de Dios

Cada santo constituye un mundo en sí mismo. Dios ha querido esta sana diversidad para demostrar la riqueza de su amor manifestado en una variedad innumerable de personas que alcanzaron asemejarse a Cristo. ¿

Acaso no es una persona acaudalada la que posee en su casa un jardín lleno de tantos tipos de flores, árboles, y plantas bellas? Nuestro Padre Celestial tiene en una floresta magnífica de todo tipo de estos santos deslumbrantes que adoran las glorias del Creador en su reino sin fin. En la Santa Misa Tradicional, se puede apreciar perfectamente como Dios ha predispuesto que los santos se asemejen a increíbles flores y plantas; si se examina los textos del Misal de siempre, nos topamos con figuras literarias de ver a los Confesores no Obispos de la Fe como palmas firmes y como fuertes “Cedros del Líbano”. Otro ejemplo es examinar la oración de la Poscomunión -la Poscommunio- de la Misa en honor a San Antonio de Padua dice: “…para que, como planta fructífera, demos frutos de buenas obras”; en la Misa dedicada a Santa Margarita de Cortona, se pide a Dios: “Acepta, Señor, las ofrendas que tu Iglesia te presenta en honor de santa Margarita, la cual, imitando la penitencia de la Magdalena, se tornó como una flor de belleza en tu huerto”. No podemos olvidar que en la Misa dedicada a San Francisco de Asís las primeras palabras de esta -el Introito- se alegran diciendo: “Como el lirio entre espinos, así es mi amada entre las doncellas…”. 

¡Cuánto detalle, cuánta alegría, cuánto decoro tiene la Santa Madre Iglesia con sus amados hijos que han alcanzado ser frutos augustos de la viña del Señor! Hay un santo para cada persona; no importa la forma de ser, la situación actual de uno, los deberes de estado, ni la edad, siempre va a haber uno que sea igual a nosotros, con el fin de asimilarnos a él en nuestro camino al cielo. A continuación veremos dos flores, dos rosas de pureza, que han sido perfume agradable ante los ojos de Dios, ellos son San Luis Gonzaga y la Reina María Antonieta, Mártir. La primera carta que veremos es la de San Luis Gonzaga, dedicada a su madre antes de morir por una enfermedad; veamos cómo se cumple el Cuarto Mandamiento a cabalidad por medio de sus dulces palabras que sacan las lágrimas incluso a los más duros de carácter. Con todo el ejemplo de pureza, castidad, y sacralidad de este dignísimo noble, -San Luis era hijo de un Marqués-

ahora nos viene a enseñar la lealtad que todo Católico debe tener hacia su familia, aun acercándose a la muerte. 

La segunda carta es la Reina María Antonieta de Habsburgo-Lorena, que se le considera como mártir de la fe. Sí, ella es una mártir, a pesar de toda la propaganda revolucionaria que se ha hecho en contra de la Francia Imperial, fervorosamente Católica desde su concepción y edificación, para destruir la imagen que se tiene de la piadosa reina. Su carta demuestra su porte gentil, en conjunto con una imagen perfecta de feminidad sin igual, que tanto se desea en esta época de apostasía religiosa y moral; como madre se plasma su orgullo de haber criado ordenadamente a sus hijitos que lamenta dejar huérfanos, dando sus últimos consejos antes de ser ejecutada. Cada año en diferentes partes de la Cristiandad se celebra una Misa de Requiem en el Rito Tradicional por su descanso eterno, reconociéndola como un ejemplo de resistencia firme y valiente ante la Revolución que ha vomitado sus horribles desechos luciferinos en toda esquina del plano temporal de lo creado. Leamos con atención a estas dos flores del campo fructífero del Señor: 

*** 

Carta de San Luis Gonzaga a su angustiada madre antes de morir 

«Pido para ti, ilustre señora, que goces siempre de la gracia y del consuelo del Espíritu Santo. Al llegar tu carta, me encuentro todavía en esta región de los muertos. Pero un día u otro ha de llegar el momento de volar al cielo, para alabar al Dios eterno en la tierra de los que viven. Yo esperaba poco ha que habría realizado ya este viaje antes de ahora. Si la caridad consiste, como dice san Pablo, en alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran, ha de ser inmensa tu alegría, madre ilustre, al pensar que Dios me llama a la verdadera alegría, que pronto poseeré con la seguridad de no perderla jamás. 

Te he de confesar, ilustre señora, que al sumergir mi pensamiento en la consideración de la divina bondad, que es como un mar sin fondo ni litoral, no me siento digno de su inmensidad, ya que él, a cambio de un trabajo tan breve y exiguo, me invita al descanso eterno y me llama desde el cielo a la suprema felicidad, que con tanta negligencia he buscado, y me promete el premio de unas lágrimas, que tan parcamente he derramado. Considéralo una y otra vez, ilustre señora, y guárdate de menospreciar esta infinita benignidad de Dios, que es lo

que harías si lloraras como muerto al que vive en la presencia de Dios y que con su intercesión puede ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo. 

Esta separación no será muy larga; volveremos a encontrarnos en el cielo, y todos juntos, unidos a nuestro Salvador, lo alabaremos con toda la fuerza de nuestro espíritu y cantaremos eternamente sus misericordias, gozando de una felicidad sin fin. Al morir, nos quita lo que antes nos había prestado, con el solo fin de guardarlo en un lugar más inmune y seguro, y para enriquecernos con unos bienes que superan nuestros deseos. 

Todo esto lo digo solamente para expresar mi deseo de que tú, ilustre señora, así como los demás miembros de mi familia, consideréis mi partida de este mundo como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas. Así te escribo, porque estoy convencido de que esta es la mejor manera de demostrarte el amor y respeto que te debo como hijo.» 

*** 

Carta de S.A.R. María Antonietta de Habsburgo-Lorena antes de ser ejecutada por los Revolucionarios 

«A usted, hermana mía, es a quien escribo por última vez. Acabo de ser condenada no a una muerte vergonzosa, sólo lo es para los criminales, sino a ir a reunirme con su hermano inocente como él, espero mostrar la misma firmeza que mostró él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no reprocha nada. Tengo la profunda pena de abandonar a mis pobres hijos; usted sabe que yo no existía más que para ellos y para usted, mi hermana buena y tierna. A usted, que lo había sacrificado todo por su afecto hacia nosotros y para acompañarnos, ¡en qué situación la dejo! He sabido, por el curso del mismo proceso, que mi hija está separada de usted. ¡Ay, mi pobre niña!, no me atrevo a escribirle, no recibiría mi carta; no sé siquiera si ésta llegará a sus manos. Reciba usted mi bendición para los dos; espero que un día, cuando sean mayores, podrán reunirse con usted y gozar por completo de sus tiernos cuidados. Que piensen los dos en lo que no he cesado yo de inspirarles: que los buenos principios y el cumplimiento exacto de los deberes son la primera base de la vida, que su amistad y confianza mutuas les traerán la dicha. Que comprenda mi hija que, en la edad que

tiene, debe ayudar siempre a su hermano con los consejos que su experiencia, mayor que la de él, y su cariño puedan inspirarle; que, a su vez, mi hijo preste a su hermana todos los cuidados y los servicios que su cariño pueda inspirarle; que sepan, en fin, los dos que en cualquier posición en que puedan encontrarse sólo por su unión será verdaderamente felices; que tomen el ejemplo de nosotros. 

¡Cuántos consuelos en nuestras desgracias no nos han dado nuestra amistad! Y de la dicha se goza doblemente cuando puede compartirse con un amigo; y ¿dónde encontrar uno más tierno y más unido que en su propia familia? Que no olvide jamás mi hijo las últimas palabras de su padre, que tantas veces le he repetido expresamente: ¡que no trate jamás de vengar nuestra muerte! Tengo que hablar a usted de una cosa bien dolorosa para mi corazón. Sé cuánta pena ha debido producirle ese niño. Perdónele usted, mi querida hermana; piense en la edad que tiene y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiera y hasta lo que no comprende. Llegará un día, así lo espero, en que tanto mejor sentirá él todo el aprecio de sus bondades y de su ternura hacia los dos. Me falta todavía confiar a usted mis últimos pensamientos. Habría querido escribirlos desde el comienzo del proceso; pero, aparte que no me dejaban escribir, su marcha ha sido tan rápida que, realmente, no habría tenido tiempo. 

Muero en la religión católica, apostólica y romana, en la de mis padres, en la que he sido educada y que he confesado siempre. No teniendo ningún consuelo espiritual que esperar, no sabiendo si existen todavía aquí sacerdotes de esta religión y ni siquiera si el lugar en que me encuentro los expondría a demasiado peligro si entraran aquí una vez, pido sinceramente perdón a Dios de todas las faltas que he podido cometer desde que existo; espero que, en su bondad, querrá aceptar mis últimos ruegos, lo mismo que los que hago desde hace tiempo para que quiera recibir mi alma en su misericordia y su bondad. Pido perdón a todos los que conozco, y en particular a usted, hermana mía, por todas las penas que sin quererlo haya podido causarle. Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho. Digo aquí adiós a mis tías y a todos mis hermanos y hermanas. He tenido amigos; la idea de estar para siempre separada de ellos y sus penas son uno de los mayores sentimientos que llevo conmigo al morir; que sepan, por lo menos, que hasta mi último momento he pensado en ellos. 

Adiós, mi buena y tierna hermana; ¡ojalá esta carta pueda llegar a usted! Piense siempre en mí; la abrazo de todo corazón, lo mismo que a esos pobres y queridos niños. ¡Dios mío, cómo desgarra

el alma dejarlos para siempre! Adiós, adiós: no voy a ocuparme más que de mis deberes espirituales. Como no soy libre en mis acciones, acaso me traigan un sacerdote; pero protesto aquí de que no le diré ni una palabra y de que lo trataré como a un ser absolutamente extraño.»

Ayuda a Infovaticana a seguir informando