Un espectáculo de orden sublime en un mundo en ruinas

Un espectáculo de orden sublime en un mundo en ruinas

(Diego Torre/Il Cammino dei Tre Sentieri) Hay una guerra, ya fea de por sí, que puede llegar a ser mundial y atómica. Hay una crisis económica galopante. El precio de la gasolina se dispara y con él la inflación. Pero hay momentos en que la gente, angustiada y temerosa, se olvida de sus preocupaciones y se sumerge… en los rituales funerarios de la monarquía británica.

Himnos y procesiones, uniformes antiguos y modernos, adornos, faldones y gaitas, estandartes multicolores con leones que se remontan al rey Enrique I (+1135), liturgias solemnes como la del coro de la Abadía de Westminster y la de la Capilla Real de Su Majestad, que entona el Salmo 139 al entrar el féretro en la iglesia. Todo ello con la compostura absolutamente británica que supera el dolor y la contrariedad por la pérdida del soberano, con una elegancia que consigue ser sobria y solemne al mismo tiempo. Este es el espectáculo que tantos en el mundo reciben de la vieja Inglaterra.

Todavía está por llegar la coronación de Carlos III, que será ungido con los santos óleos y sobre cuya cabeza se colocará la corona, entre armiños y el sonido de las trompetas, para luego recibir el juramento de los notables del reino y la aclamación del pueblo. También será un gran espectáculo con millones de espectadores; en Gran Bretaña y en todo el mundo.

Es la luz de la Edad Media, que reverbera sus orígenes sagrados y trascendentes y que golpea al hombre posmoderno, que a pesar de ignorar o despreciar esos orígenes, queda deslumbrado por este espectáculo de belleza. El espejismo de una autoridad superior, que deriva de la autoridad divina, aparece en las manifestaciones externas e infunde un sentido de estabilidad, seguridad y continuidad.

No hay muchas razones para apreciar a la monarquía británica, que ha producido un doloroso cisma en la Iglesia, persiguiendo a muerte a los fieles católicos, marginándolos en la vida pública hasta el siglo pasado, y que asiste, inerte si no cómplice, a la degradación moral y a la secularización de sus pueblos. E incluso como modelos de moralidad… desde Enrique VIII a Eduardo VIII hasta los últimos vástagos de la casa real, no es que haya mucho que sea ejemplar. Allí nació la masonería.

Pero la fascinación por ese antiguo ceremonial, su observancia por parte de la familia real, el pueblo y el Estado, son un espectáculo de belleza que sigue encantando al hombre posmoderno y le hace sentir nostalgia de un pasado que no ha vivido, pero del que encuentra ecos en lo más profundo de su corazón, por muy secularizado que esté.

¿Cómo es posible? Influye, sin duda, el comportamiento de la soberana fallecida, que a lo largo de su vida antepuso sus obligaciones no sólo a su persona, sino también a su familia, aunque con gracia y feminidad. Pero aún más fascinante es la imagen de un mundo elegante y ordenado, estable y seguro, disciplinado y austero, arraigado en una tradición incancelable y dirigido hacia un futuro próspero y digno, en continuidad con su pasado. Un mundo de ensueño que ha sido realidad durante siglos y que podría volver a serlo si se redescubrieran sus raíces espirituales y culturales.

El espectáculo que Gran Bretaña está dando al mundo es una visión exterior de aquellas raíces que hicieron grande a Europa. Tal vez Carlos III, el pueblo británico y los millones de espectadores no sean conscientes de ello; pero es así.

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