Liturgia de la cebolla: Francisco y el nerviosismo por la forma

liturgia creatividad personal

El discurso de Francisco sobre la liturgia revela un nerviosismo y una aversión a la forma litúrgica que se confunde con el formalismo: pero es el hombre quien debe dejarse formar de nuevo por las formas de la liturgia. ¿Por qué no aceptamos que en la liturgia la forma es el fondo? La liturgia actual ha seguido el camino de la cebolla: quitar una capa y luego otra. Ya no queda nada.

El discurso de Francisco, pronunciado el 7 de mayo y dirigido a los profesores y alumnos del Pontificio Instituto Litúrgico Anselmianum, revela cierto nerviosismo. Décadas de intervenciones litúrgicas improvisadas para borrar todo rastro de adoración, reverencia, temor sagrado, conexión con la Sagrada Tradición; sínodos y reuniones sin fin para mortificar lo que se tacha de «derecha» católica a fin de acabar con ella. Para luego tener que darse cuenta de que la misa antigua no solo resiste, sino que se difunde cada vez más; que las familias jóvenes -e incluso las vocaciones jóvenes- se sienten irresistiblemente atraídas por una liturgia llena de sacralidad, toda ella orientada hacia Dios. Por el contrario, el magnífico sueño progresista, la nueva Jerusalén hecha de reuniones, despachos y papel, da a luz su triste esterilidad, su incapacidad de atraer y la difusión por doquier del aburrimiento, la deserción y la apostasía.

Es un nerviosismo comprensible que un pastor de la Iglesia exterioriza en sus discursos públicos, arriesgándose a herir a la gente y, lo que es peor, a perder el objetivo de una sana reflexión sobre los problemas que realmente aquejan a la liturgia de la Iglesia. La verdadera llaga de ese discurso no son los errores actuales, a los que nos ha acostumbrado el actual pontificado, como se ha señalado puntualmente (ver aquí); ni tampoco las invectivas del pontífice que mortifican a sus «opositores» con calificativos cortantes, como llamar «mentes cerradas» a quienes simplemente plantean cuestiones sobre los cambios litúrgicos del siglo pasado.

Aparte de todo esto, el discurso del papa Francisco contiene un problema estructural que, a decir verdad, no es tan original, sino que simplemente «formaliza» un sentimiento erróneo muy extendido que está matando literalmente la liturgia y, por tanto, la vida cristiana: «[…] quisiera subrayar -dijo el papa- el peligro, la tentación del formalismo litúrgico: ir detrás de las formas, de las formalidades más que de la realidad, como vemos hoy en esos movimientos que intentan retroceder y negar el propio Concilio Vaticano II. Entonces la celebración es recitación, es algo sin vida, sin alegría».

Entonces, ¿qué es este formalismo tan estigmatizado por el papa? A decir verdad, Bergoglio no ofrece una definición clara. De hecho, ¿qué significa, en el contexto litúrgico, «ir detrás de las formas en lugar de la realidad»?

Partamos de la ejemplificación dada por el propio pontífice, a saber, que este formalismo tomaría la forma de «retroceder» y «negar el Concilio Vaticano II». Si se lee con atención la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del mismo Concilio, se observa que cada uno de sus seis capítulos consta de una primera parte que ofrece los principios litúrgicos y una segunda que indica la orientación concreta de la forma ritual. Lo que traduce una verdad muy sencilla: la liturgia no es una meditación sobre los misterios de la fe, ni un momento de oración común, ni una mera celebración. Es precisamente el Vaticano II el que «retrocede» cuando define la liturgia tal y como la Iglesia la ha entendido siempre, es decir, como actio sacra praecellenter (SC7; cf. también SC 9) de todo el cuerpo místico del Señor, es decir, de la Iglesia (SC 26), que tiene como finalidad principal el «culto a la majestad divina», además de tener, en consecuencia, también un valor pedagógico (SC 33). El sustantivo actio, convenientemente declinado, se repite un poco a lo largo de la Constitución, subrayando el hecho de que el Concilio da por sentado que la liturgia es ante todo una acción cultual: el culto a Dios que se realiza mediante elementos rituales, a través de gestos, signos, palabras, cantos. En resumen, las formas. Esto significa que «ir detrás de las formas», para usar el lenguaje del papa, es simplemente ir detrás de la liturgia, que nos hace servir al Dios Altísimo precisamente a través de la acción ritual. La liturgia es religión vivida, en el sentido propio del término religión y del adjetivo que lo acompaña.

No se quiere negar que en este cuidado de las formas pueda haber desviaciones, tal vez reconociendo que el problema más extendido y arraigado radica en que cada uno hace con estas formas lo que quiere, hasta llegar a lo que Mosebach llamó la «herejía de lo informe». Empezando por quienes han decidido no solo descartar, sino incluso perseguir hasta la extinción, dos formas absolutamente recomendadas por el propio Concilio, como son el latín y el canto gregoriano. Son ellos los que niegan el Concilio. Y nadie en Roma pestañea.  

Pasemos al otro extremo: ¿existe la posibilidad de que la forma se convierta en el objetivo último de la liturgia, que nos detengamos en ella y dejemos de dirigirnos a Aquel a quien servimos a través de la forma? Sí, existe; pero la solución no pasa por arremeter contra la forma, hasta la desformación, que ha llevado a liturgias -o supuestas- ahogadas en palabras, pero cada vez más empobrecidas de acciones propiamente litúrgicas.

¿No es la creación la primera estructura litúrgica, en la que todas las criaturas ofrecen culto a su Creador y se remiten a Él? ¿Y no es cierto que la mayoría de los hombres nos quedamos en ella y la convertimos en un ídolo, sin elevarnos hasta Dios? Sin embargo, no parece que Dios, para resolver el problema, haya decidido aniquilar la creación o desfigurarla. Tal vez podamos seguir el ejemplo. La verdadera reforma litúrgica no consiste en cambiar las formas de la liturgia, sino en reformar al hombre, para que aprenda de nuevo a ser litúrgico, precisamente dejándose reformar por las formas de la liturgia.

Así pues, la conservación de la forma en el rito es sencillamente lo que constituye la liturgia como tal, como acto de culto público ligado al concepto de religio, que no es algo que se conoce, es decir, una sabiduría, sino algo que se hace, una actio de hecho. Johannes Nebel ha publicado un artículo magistral en el que pretende reconducir la liturgia al trinomio actio-religio-pietas, tras el paso en falso, no del Vaticano II, sino de la reforma litúrgica.

Por supuesto, los ritos pueden modificarse -y de hecho se han modificado- a lo largo de los siglos. Pero lo que ocurrió con la reforma litúrgica, y después de la reforma, es algo diferente. Mosebach ha sabido captar uno de los problemas (en verdad, también denunciado años antes por Ratzinger): «Las transformaciones en el curso de un proceso muy antiguo, que se producen por la mano modeladora de la historia, no tienen autor, permanecen anónimas y son […] invisibles para sus contemporáneos, que solo toman conciencia de ellas después de generaciones. Estas transformaciones y cambios graduales nunca son ‘reformas’, ya que no hay intención de hacer algo mejor detrás de ellas». Un principio que ayuda a evaluar una reforma que se hizo con el afán de cambiar (léanse las Mémoirs de Louis Bouyer) y que provocó impugnaciones inmediatas que aún hoy laceran a la Iglesia. Lo menos que se puede decir es que muchos de los cambios que caracterizaron la reforma no pasaron en absoluto desapercibidos para los contemporáneos…

Así que, en lugar de lanzar flechas a los formalistas, habría que empezar a preguntarse seriamente si el formalismo, el que realmente está equivocado, no es una reacción adversa a la reforma. Y entender que en la liturgia la forma es el fondo. La liturgia actual ha seguido el camino de la cebolla: se quita una capa y luego otra y luego otra, según la concepción de que «la capa, de todas formas, no es la cebolla». Nos hemos quedado sin nada.

Publicado por Luisella Scrosati en la Nuova Bussola Quotidiana

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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