Por el Rvdo. Peter M.J. Stravinskas
El dogma de la Asunción de María, celebrado el 15 de agosto, enseña que la Madre del Señor fue llevada al Cielo, en cuerpo y alma, puesto que ningún signo de corrupción debía tocar el cuerpo de quien llevó en su seno al Mesías. Los cristianos creemos en “la resurrección de la carne”. Y la doctrina de la Asunción no hace más que afirmar el reconocimiento de Dios a la dignidad de María, anticipando (desde nuestra perspectiva humana del tiempo) la plenitud de la salvación, como Madre de Cristo y Madre de la Iglesia.
Esto tiene una dimensión tanto cristológica como eclesiológica. La recompensa de María es fruto de su maternidad divina. Asimismo señala hacia la resurrección de los muertos, que es la esperanza de toda la Iglesia. Los privilegios de María son promesas. Lo que Dios ha hecho en ella, está dispuesto a hacerlo con todos los miembros de la Iglesia de su Hijo.
La experiencia de María es única solo desde el punto de vista temporal. La experiencia de la salvación (su Inmaculada Concepción) y la experiencia de la resurrección (su Asunción) son posibles para todos los creyentes. La diferencia es que en ella la posesión de estos dones es presente y real, mientras que en nosotros está todavía en el futuro.
En el Cristo resucitado y en la Virgen asunta, ambos presentes corporalmente en el Cielo, contemplamos la plenitud de la humanidad redimida. Varón y mujer, el Nuevo Adán y la Nueva Eva, se alzan como signos de esperanza para todos nosotros.
Aunque la doctrina de la Asunción corporal de María solo fue definida como dogma por el venerable Papa Pío XII en 1950, él no inventó una enseñanza nueva, sino que proclamó lo que había sido creído desde tiempo inmemorial.
La razón, inspirada por el Espíritu Santo, puede ser que el hombre moderno necesita de modo especial la esperanza, dados los trágicos conflictos del siglo XX, con sus indecibles atentados contra la vida y la dignidad humanas. Esta solemnidad es verdaderamente una fiesta de la esperanza que nos recuerda que Dios recompensa la fidelidad.
La vida de servicio gozoso de María ha sido asumida en la vida resucitada del Cielo. Como buena Madre, mientras espera a que lleguemos a la meta, ella intercede por nosotros. Como buenos hijos, tratamos de imitar su ejemplo, con la esperanza de ser hallados dignos de ese hogar eterno donde Dios es “todo en todos” (1 Corintios 15,28).
Para cualquiera que encuentre difícil aceptar este dogma, ofrezco dos respuestas.
Primero, si Elías pudo ser llevado al Cielo en un torbellino, sin morir (cf. 2 Reyes 2), ¿por qué no la Madre del Verbo Encarnado? De hecho, existe incluso una tradición piadosa entre algunos judíos de que Moisés también fue asumido al Cielo.
El cardenal san John Henry Newman, con gran humanidad y ternura, sugiere:
Una razón para creer en la Asunción de Nuestra Señora es que su Divino Hijo la amaba demasiado como para permitir que su cuerpo permaneciera en la tumba. Una segunda razón –la que tenemos ahora delante– es que no solo era querida para el Señor como una madre lo es para un hijo, sino que además era tan trascendentemente santa, tan llena, tan rebosante de gracia. Adán y Eva fueron creados rectos e inocentes, y recibieron una gran medida de gracia divina; y, en consecuencia, sus cuerpos no se habrían deshecho en polvo si no hubieran pecado; por lo cual se les dijo: “Polvo eres, y al polvo volverás.” Si Eva, la hermosa hija de Dios, jamás habría de convertirse en polvo y cenizas si no hubiera pecado, ¿no diremos que María, al no haber pecado nunca, conservó el don que Eva perdió al pecar? ¿Su hermosura iba a convertirse en corrupción, y su fino oro a oscurecerse, sin razón? Imposible. (Sancta Dei Genetrix).
Segundo, todo gran Reformador protestante aceptó este acontecimiento como evidente. Tan significativo era este dogma para Martín Lutero que su sepulcro en la iglesia de Wittenberg, en cuya puerta colocó sus 95 tesis, fue adornado con la escultura de 1521 de Peter Vischer representando la Coronación de la Virgen, con una inscripción latina para la fiesta de la Asunción: “La Reina, cuya fiesta celebramos, es llevada a su trono en lo alto, escoltada por los coros angélicos, y el mismo Hijo coloca a su Madre en los cielos supremos”.
Finalmente, el santo cardenal Newman recurre a una lógica simple:
Si su cuerpo no fue llevado al Cielo, ¿dónde está? ¿Por qué permanece oculto a nosotros? ¿Por qué no sabemos de su tumba aquí o allá? ¿Por qué no se hacen peregrinaciones a ella? ¿Por qué no se exhiben reliquias suyas, como sucede con los demás santos? ¿Acaso no es un instinto natural el que nos lleva a honrar los lugares donde reposan nuestros muertos? Enterramos a nuestros grandes hombres con honor. […] Cuando el cuerpo de Nuestro Señor fue bajado de la Cruz, fue colocado en un sepulcro digno. Así también fue honrado san Juan Bautista, cuya tumba san Marcos dice que era bien conocida. Desde los primeros tiempos, los cristianos viajaban desde otros países a Jerusalén para ver los lugares santos.
De todo esto, el futuro Doctor de la Iglesia extrajo la conclusión evidente:
Ahora bien, si alguien debía ser cuidado con más esmero que todos, esa era Nuestra Señora. ¿Por qué, entonces, no sabemos nada del cuerpo de la Virgen Santísima ni de reliquias suyas separadas? ¿Por qué es ella así la rosa escondida? ¿Es concebible que quienes fueron tan reverentes y cuidadosos con los cuerpos de los santos y mártires la descuidaran a ella –a ella, que era la Reina de los Mártires y la Reina de los Santos, que era la misma Madre de Nuestro Señor? Es imposible. ¿Por qué entonces es ella la rosa escondida? Sencillamente porque ese cuerpo sagrado está en el Cielo, no en la tierra. (Rosa Mystica).
Sobre el autor:
El padre Peter Stravinskas posee doctorados en administración escolar y teología. Es editor fundador de The Catholic Response y editor de Newman House Press. Más recientemente, lanzó un programa de posgrado en administración de escuelas católicas a través de Pontifex University.
