Misa de clausura del curso de ISSEP en El Escorial: Müller denuncia el nihilismo y proclama a Cristo como única salvación

Celebración de la misa de clausura del curso del ISSEP en El Escorial

San Lorenzo de El Escorial, 20 de julio – En la homilía de la Misa de clausura del curso de verano del ISSEP, celebrada en la Basílica del Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial, el cardenal Gerhard Ludwig Müller, prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigió un mensaje profundamente teológico y pastoral, centrado en la centralidad de Cristo como único Salvador y en la misión de la Iglesia como sacramento de salvación en medio de una cultura secularizada.

La Eucaristía, celebrada con solemne recogimiento, reunió a los asistentes del curso y a numerosos fieles. En su homilía, el cardenal Müller planteó con claridad el drama espiritual de la sociedad actual: Una civilización que niega sus raíces y rechaza al Verbo encarnado está abocada al sinsentido, la violencia y la deshumanización. Frente a este panorama, proclamó la esperanza cristiana: La fe es la única fuerza verdaderamente transformadora de la realidad.

Müller advirtió contra el nihilismo contemporáneo, una conciencia encerrada en sus límites, incapaz de abrirse a la trascendencia, atrapada en eslóganes ideológicos. Denunció el avance de ideologías totalitarias, el humanismo sin Dios y el transhumanismo, que pretenden redefinir al hombre al margen de su Creador.

Frente a estos peligros, el cardenal proclamó la grandeza de la Iglesia como camino universal de salvación, recordando a san León Magno: Lo que era visible en Cristo ha pasado a los sacramentos de la Iglesia. La vida sacramental –señaló– no es un mero rito, sino una experiencia viva de la Gracia que transforma al hombre desde dentro, lo reconcilia con Dios y le da sentido:

La Eucaristía, presencia real de Cristo, no es una representación simbólica subjetiva, sino el espacio donde encontramos nuestra identidad y misión: gastarnos y dar la vida por los demás.

El cardenal subrayó que vivir como cristiano es lo contrario a la pasividad y el consumismo: es ser verdaderamente libre, capaz de amar, trabajar con sentido, formar una familia, y aspirar a la excelencia en la vida ordinaria. Estamos llamados a la santidad y a la plenitud en Cristo, afirmó.

En su mensaje final, Müller exhortó a los fieles a vivir en comunión con Cristo y entre ellos, y a proclamar sin temor el Evangelio:

El mundo ha sido, es y será siempre una trama compleja. Pero Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Él nos revela quién es Dios para nosotros, y quiénes somos nosotros para Dios. Solo en Él hallamos la respuesta a nuestras búsquedas.

Que nuestras patrias europeas reconozcan al cristianismo como su única salvación, su única vida, pidió finalmente.

Conferencia posterior

Tras la celebración litúrgica, el cardenal Müller impartió una conferencia a los alumnos del ISSEP en la que desarrolló, con rigor teológico y filosófico, algunas de las ideas expresadas en su homilía, abordando los desafíos que enfrenta hoy la Iglesia ante el relativismo, el poder tecnocrático y la crisis antropológica del mundo contemporáneo.


Homilía completa:

¿Qué plantea esta sociedad nuestra de hoy, globalizada y secularizada?

Una civilización que niega sus raíces y sus fuentes, rechazando descifrar el Verbo que se encarna para salvar al mundo, cual único mediador entre Dios y los hombres. Esta civilización está abocada al sinsentido, a la violencia y a la deshumanización. ¿De dónde proviene este nihilismo de la conciencia actual? Encerrada en sus estrechos límites, prisionera de sus esquemas y eslóganes, incapaz de abrirse a la novedad inalcanzable de Dios.

Se la ha conocido unas veces como corazón que animaba la entera sociedad, y otras como bandera contestada hasta en la piel del mártir sangriento: la Iglesia, como casa y pueblo de Dios, ha sido siempre el signo de la esperanza y el sacramento universal de salvación en Cristo. Como diría San León Magno: lo que era visible en Cristo ha pasado a los sacramentos de la Iglesia, de la Iglesia de los Sacramentos.

La lógica interna sacramental de la Iglesia, inscrita en la revelación trinitaria, ha construido un pueblo de hijos libres de Dios. De hecho, la Palabra y la Gracia divinas han sido el gran antídoto contra cualquier intento de manipulación, de reducción de la persona a un individuo aleatorio o a una especie ideológica, o de absorción en el juego del poder; contra cualquier ideología totalitaria.

Los sacramentos, celebrados en la liturgia de la Iglesia, no sólo remiten al Señor Dios, al Señor Jesucristo, que habla y actúa a través de ellos, que se deja tocar y amar, sino que transforman a toda persona, con su historia, sus relaciones, sus proyectos, sus deseos. La liturgia habla con nosotros hasta lo eterno.

Al participar en la vida sacramental de la Iglesia, descubrimos con gozo que somos criaturas a imagen y semejanza del Creador, llamados a saber vivir lo divino en nuestra carne.

La misma Eucaristía, presencia real de Cristo, el sacramento de su Sacrificio, nos introduce continuamente en una experiencia nueva de gratitud y de Gracia. No es una simple representación simbólica subjetiva, sino el espacio en el que encontramos nuestra identidad y misión: gastarnos y dar la vida por los otros para nuestra felicidad, alegría y paz. Reconociendo en ella la presencia misteriosa que, sabemos, responderá a nuestras inquietudes más íntimas.

Nos descubrimos lanzados a amar y acoger el amor. Vivir como cristiano es todo lo opuesto al inmovilismo, a la banalidad y a la parálisis que provoca la continua oferta de nuevos estímulos, particularmente en este gran mercado de hoy, que sólo nos reconoce como potenciales consumidores.

Vivir cristianamente es todo lo contrario: es ser tratados como personas que, libremente, se sumergen desde el bautismo en la experiencia sacramental, descubriendo con sorpresa, en la Iglesia, todo lo que es verdaderamente lo justo y bueno. Esta experiencia sostendrá para siempre su destino. Un cristiano admira una relación matrimonial verdadera, el matrimonio, la familia, unas relaciones de auténtica amistad, un trabajo que llena, un tiempo de gozo que construya un ideal que recuerda: ¡Estamos llamados a la excelencia!

La fe es la única fuerza realmente transformadora de la realidad. Cuando el Resucitado anuncia la conversión de los pecadores y el perdón de los pecados, la buena noticia, anunciada por los caminos de Galilea, recibe un nuevo enfoque de comprensión: es una oferta de perdón misericordioso sin límites. Los apóstoles proclamaban, a tiempo y a destiempo, que hay una Verdad que subyace a toda la realidad, llamada a realizar el plan primigenio del Señor, que quedó oscurecido por el pecado. Sin embargo, la fe nos respalda a causa de los méritos y de las cualidades cardinales de los llamados a participar de la intimidad del Señor. Esta se testimonia sólo en el nombre y con la autoridad del Señor.

El anuncio del Evangelio —con victorias sobre el mal y el pecado, al estilo de las victorias militares sobre el enemigo, con las grandes reformas que han renovado la savia fresca del entero pueblo— nunca ha sido el resultado de largas negociaciones políticas, juegos diplomáticos o de cálculos interesados de cobardes. Ha sido el fruto del testimonio valiente y decidido de gente consciente de sus límites humanos y de que el Señor había estado orando por ellos hasta apiadarse de sus pecados.

Cristo, por la comunión de amor con el Padre en el Espíritu, ha testimoniado su comunión con el Padre, su experiencia de Dios. Por ello profesaba la fe demostrada, espacio que era la vida eterna para nosotros. Y como consecuencia natural de esto, testimoniamos también nosotros, en medio del mundo, que Dios nos ha amado incondicionalmente y que nos ha reconciliado con Él y entre nosotros.

Profesar la fe cristiana es vivir la comunión en el seno de un pueblo de auténticos hermanos. Creer es convertirnos necesariamente en misioneros y testigos de Cristo. No cuentan más las limitaciones ideológicas ni la oposición hostil por la incredulidad que nos asedia: contamos con el pueblo de las obras potentes que cumple hoy la Iglesia. Sólo cuenta el ser fieles a la confianza depositada en nosotros y estar dispuestos a librar una batalla contra el Mal, contra el pecado, contra el humanismo sin Dios y contra el transhumanismo que lucha contra la dignidad humana.

No somos ingenuos. Sabemos que el mundo ha sido, es y será siempre una trama compleja de intereses, de pasiones a veces inconfesables, de experiencias que oscilan entre el triunfo y el fracaso humanos. En cambio, la razón se descubre gracias a la fe como una dirección, como un asentimiento libre a lo visto y vivido, sin censura alguna. Más allá de ser mero cálculo, medida o instrumento, la razón, iluminada por Cristo con su doctrina anudada a la fe, se potencia.

Yo soy el camino, la verdad y la vida, dice el Señor. Él no sólo nos anuncia y proclama la Verdad: Él es la revelación definitiva, la verdad y la vida en su persona divina. Él nos dice quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para Él. Él, descubriendo definitivamente el velo, nos revela la realidad más íntima de Dios. Invitándonos a la confianza y al abandono, para introducirnos en su persona y descubrir así la única Verdad.

Otra parte de Él es también la Vida, es decir, nuestra plenitud, nuestro bienestar, nuestra paz, la respuesta a nuestras búsquedas. La unión de aquellos opuestos que nos negaban y nos desunían. Por todo ello, Él está abriendo nuestro camino para llegar a Dios, nuestro punto de orientación. Nuestra llegada, nuestra seguridad de que nunca estamos abandonados a la merced de las circunstancias de la vida, o incluso, abandonados a nosotros mismos.

Que nuestras patrias europeas y toda la humanidad reconozcan al cristianismo, por fin, como su única salvación, su única vida. Jesús sabe que sus discípulos amados deberán afrontar nuevas condiciones y el continuo ataque del Maligno. Sabe también que la división será siempre la táctica del Demonio. Por ello, el Señor invita a los cristianos, a sus discípulos, a formar un solo cuerpo con Él. Porque Él es la cabeza de la Iglesia.

Como testigos de Cristo y conocedores de Dios, anunciamos una comunión justa, una fraternidad real, un amor que llena los corazones. Estamos, queridos hermanos y hermanas, llamados a asumir nuestra responsabilidad ante la sociedad humana y, más allá de los intereses políticos o ideológicos prevalentes, a ponernos al servicio de nuestros hermanos conciudadanos, para que todos tengan la vida eterna.

Con la fe de Jesucristo, el Hijo de Dios y el único Salvador del mundo. Amén.