Magíster Yousef Altaji Narbón
Oscar Wilde enuncia la siguiente frase, por la cual ejemplifica el lugubre pensamiento de hoy en breves palabras: “Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti.” Pauperrima, nefasta y terrible manera de concebir nuestra aspiración en esta vida. Protagonismo: este concepto propagado por todas partes sin que uno se dé cuenta es un mal actual que ataca en particular, dentro del seno de la Santa Iglesia, a los laicos zarandeados con los afanes del mundo. Wilde evoca la falaz necesidad del protagonismo como meta general de vida, plantea que si no eres protagonista ante la sociedad, significa que es el castigo supremo que puede vivir una persona. Es agobiante la necedad del mundo que insiste con esta temática que solo provoca angustia en el católico piadoso de tener que ser alguien importante para poder significar algo ante las masas impias. El enfoque que se ha de contemplar a continuación no es particularmente del protagonismo en los diversos entornos de la vida cotidiana, sino de conocer la gravedad de este vicio cuando ingresa a nuestra alma y cómo termina destruyendo el apostolado en conjunto con las convicciones necesarias para dar el verdadero combate cristiano.
Ante el protagonismo, lo primero que se puede observar es la rapidez con la que se transforma en un vicio. El Catecismo Mayor de Papa San Pío X define el vicio como: “una mala disposición del ánimo a huir el bien y hacer el mal, causada por la frecuente repetición de los actos malos.” El momento que uno saborea el protagonismo, por nuestra concupiscencia y facilidad de optar por el mal, se convierte en algo que uno no quiere soltar; ergo, se convierte en un vicio. Esto empata bien con la soberbia que yace en nuestra alma por el pecado original, la alimenta para que siga creciendo. La dopamina que engendra es gasolina que nos hace ciegos a los consejos de los santos de apartarnos por completo de aquellas cosas que provocan en nosotros el incendio de nuestras pasiones y malas inclinaciones. Es como una droga que, una vez que se obtiene el aplauso de la gente o, inclusive, solo el buen comentario de una o dos personas, es suficiente para empezar a provocar la adicción al reconocimiento y de ser alguien. En suma, no es algo de una sola vez, sino actos repetidos fomentados por el respectivo entorno eclesial donde nos desarrollamos con el fin de vendernos una ilusión de nuestra importancia indispensable para la labor que ejercemos.
Lo otro que se puede señalar sobre este vicio funesto es su utilidad terrible como artificio del demonio para seducirnos hacia un camino que corroe hasta el fondo de nuestra alma. Con gran facilidad entra el engaño del maligno por medio del protagonismo por la sencilla razón de que nos hace creer que somos más de lo que en realidad somos. Las calamidades y desolación que plagan la cotidianidad secular pueden hacernos sentir solos, sin algún rumbo en específico. Cada vez hay menos personas que llegan a la grandeza en el mundo, así que hay varios que tornan a la Iglesia porque la ven como un escenario fértil para cultivar el culto a la personalidad. Viendo esto, seduce la serpiente perversa al alma piadosa con delirios de grandeza en su entorno eclesial, hacerle pensar que puede crear su nombre ante las personas que estima en la jerarquía de la Iglesia, ponderar la posibilidad de ser tomado como una referencia para la edificación de todos. ¡Oh! ¡Engaños y más engaños! Se puede disfrazar con sutileza esta tentación del protagonismo por medio de las buenas intenciones que simulan las personas que proponen posibilidades magníficas ante nuestros ojos con apostolados gigantes, empresas loables o trabajos apostólicos que -como ellos dicen- “no tienen nada de malo ya que es con un fin bueno”.
Las consecuencias brutales de este vicio son tantas que se pueden resumir en la autodestrucción del apostolado y del buen combate que tenemos la obligación de llevar. Este protagonismo evita que uno pueda salir de un ambiente eclesial contaminado por la desviación doctrinal y espiritual, ya que se hacen disponibles muchas formas de poder sobresalir dentro de la comunidad; hace que la persona se encasille en una función que aparenta enorme potencial para que de esa forma quede encerrada en la celda de su orgullo, menoscabando la causa de Dios. Si no hay un espacio disponible, pues se le crea uno, inventando espacios para que cada persona conforme a sus gustos pueda ostentar el título no oficial de hacer X o Y dentro de la parroquia. De esta manera se ata a la persona a su responsabilidad u oficio, obviando los problemas de fondo que se manifiestan por doquier y que pululan su entorno, poco a poco carcomiendo la vida espiritual del afectado hasta el fin ruinoso de convertirlo en partidario del error. El afán de querer mostrar los talentos, habilidades o destrezas de uno dentro de su parroquia (para seguir con la misma figura) es propio del protagonismo. No se puede no ser alguien o no hacer algo dentro de la estructura eclesial, esto no es compatible con lo que se vende. El momento en que uno queda atado a estos ambientes, uno es influenciado por la contaminación doctrinal avasallante; hacerse el inmune a esto es solamente una ilusión temporal; cae en el ejemplo directo del sindrome de la rana hirviendo, aceptando o haciendo caso omiso del mal crítico para evitar perder su lugar en todo.
En vez de clamar con la verdad por de frente, lo que ocasiona el protagonismo es el silencio cómplice a cambio de un puestito en medio de las actividades o ministerios disponibles. Devasta el deber de luchar contra el mal porque en el momento en que uno decide abrir la boca para si acaso cuestionar lo que sucede, de inmediato toma acción el Sanedrín Parroquial que termina misericordiando a quien evocó su duda o disconformidad. Vuelve a ser un nadie, pero justo eso es algo que el hombre moderno no soporta. Siente la necesidad de formar parte del grupo de personas que arreglan las flores, organizan el consejo parroquial, cantan en el coro, son los encargados de la sacristía, entre otra amplitud de encargos que otorgan el sello de buen feligrés a quien participa en esto. Lo único que pide como pago este protagonismo es el silencio ante un mar de elementos que componen la parroquia moderna que atentan contra el magisterio perenne de la Iglesia, y si no te gusta, pues por lo menos guarda tus comentarios para ti mismo, provocando el torbellino de argumentos internos y el debate moral, que devora la conciencia paulatinamente.
Es aterrador contar el número de personas bien intencionadas que han caído presa de este protagonismo que se ofrece tácitamente por todas partes. Lo peor del caso es el hecho de que las personas no se dan cuenta de que han caído en dicho vicio, sino que lo ven como normal o como una oportunidad que Dios ha puesto en su camino. Les cuesta rendir su lugar adquirido como miembros del coro, consejero del sacerdote, o laico de referencia, por lo bien que se siente estar en el escenario como un personaje principal en una obra de teatro. En resumen, el protagonismo desarma a las personas, las seda con un opio de complacencia en su ambiente contaminado, provoca ser cómplice de la debacle moderna, y conlleva al triste final de abandonar las pretensiones de luchar por la verdad cueste lo que cueste.
La contraposición católica:
Para saltarnos las trampas y seducciones plantadas por nuestro enemigo mortal, hay una solución simple que se puede aplicar en cualquier circunstancia. Un beato fraile de la orden capuchina llamado Fray Innocenzo da Berzo nos reveló la clave en una sola frase compuesta por el mismo que dice: “Haz el bien y desaparece” . No hay nada más que agregar a una premisa inspiradora como la del Beato Innocenzo. Justo a eso estamos llamados, a desaparecer para que Cristo con su verdad pueda brillar. El acto de intercambiar el ánimo de lucha con los principios que sabemos que son ciertos para ser suplantados por los aplausos o felicitaciones de un grupo reducido es ser víctima de un engaño atroz que sólo busca neutralizar a la mayor cantidad de personas posible.
Puede salir a relucir una objeción que acusa este artículo de disuadir de hacer apostolado, lo cual sería rotundamente falso y una falacia grave. Aquí no se está disuadiendo de hacer e iniciar apostolado, aquí se está advirtiendo de una desviación gravísima proliferada en todas partes como una trampa mortal para el desarrollo del apostolado. Cuando el protagonismo entra a nuestra alma, los apostolados que llevamos se vuelven sobre nosotros, nuestra ganancia, nuestro desempeño, nuestras metas, nuestra imagen y todo lo que tenga que ver con el yo. Uno puede empezar o participar de un apostolado sin ningún problema; es más, hay que hacer apostolado para salvar a las almas. El problema radica cuando el hombre se cree superior y antepone sus gustos a la verdad pura; el momento que uno dice sí a una ritmo de vida cristiana pacifista y blando dentro de un ambiente construido para favorecer al hombre revolucionario, uno ha caido en la artimaña mortifera que en escasas ocasiones hay marcha atrás.
Las enseñanzas de San Bernardo de Claraval sobre la humildad son iluminadoras para poder comprender la amenaza patente del protagonismo. En una sección vemos que el gran santo dice:
La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, ya no podrás verte ni sentir de ti tal como eres o puedes ser; sino tal como te quieres, tal como piensas que eres o tal como esperas llegar a ser. ¿Qué otra cosa es la soberbia sino, como la define un santo, el amor del propio prestigio? Moviéndonos en el polo opuesto, podemos afirmar que la humildad es el desprecio del propio prestigio.”
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Palabras atinadas que muestran la necesidad de dejar de lado la imagen que tenemos de nosotros mismos y evitar los caminos que nos pueden hacer sentirnos indispensables en perjuicio de la verdad. Por todo lo que nos pueda ofrecer el mundo, debemos despreciar esto para mantener la integridad de la fe y la doctrina que compone el Depósito de la Fe. Ser uno más, cumplir con los deberes de estado, aprender sobre la fe, ejercer las virtudes, y vivir la vida espiritual es lo esencial para llegar a la santidad. Vivir la vida que Dios nos muestra que es la que Él quiere para nosotros es justo lo que somos llamados a hacer. Para concluir, tomemos el ejemplo de San Conrado de Parzham, este santo fue portero de un santuario mariano por años. No buscó prestigio, ni protagonismo, ni sobresalir; solo hizo lo que tenía que hacer y hoy en día es un santo. Quizo ser una pieza más dentro del engranaje de la mayor gloria de Dios. Si Dios nos quiere utilizar con el fin de hacer algo espectacular o que la gente conozca, tengamos la seguridad de que no va a ser por un camino donde abandonemos la verdad y el espíritu de lucha, sino que ha de hacer su obra a la perfección mientras que nosotros solo seremos instrumentos.
