Contra la promoción de la mediocridad: por una aristocracia en el episcopado

Promoción de la mediocridad en la Iglesia: cardenales rezan ante el altar en una basílica

¿Recuerda usted la expresión clase dirigente? No se asuste: no vamos a hablar de política, sino de algo más grave todavía. Vamos a hablar de obispos. O más bien, de la preocupante carencia de una aristocracia intelectual, filosófica y teológica entre quienes ejercen el magisterio y el gobierno en la Iglesia. Lo que antes era exigencia básica para ser elevado al episcopado —criterio, claridad doctrinal, pensamiento sistemático— se ha visto sustituido por otras cualidades más blandas: diplomacia, capacidad de gestión, sonrisas fotogénicas y dominio de los PowerPoint pastorales.

Menos del 10% piensa con claridad. Y no son obispos.

Un análisis imparcial de los patrones de interacción con clérigos revela un dato tan demoledor como esperable: menos del 10% de los sacerdotes con los que se conversa regularmente muestran ideas verdaderamente claras, distintas y sistemáticas en filosofía y teología. El resto… bueno, se divide entre los que mezclan un poco de todo como en una paella postmoderna (nivel medio, 60–70%) y los que repiten frases hechas con aire beatífico y mirada perdida (nivel bajo, 20–30%).

¿Y los obispos? Pues en términos de rigor filosófico-teológico, están peor formados que los sacerdotes tradicionales. Mientras algunos presbíteros de la FSSP, el IBP, dominicos o benedictinos conservan una formación tomista respetable, muchos obispos se graduaron en el seminario posconciliar estándar durante el páramo intelectual de los años 70 a 90, entre pósters de Moltmann y resúmenes de Rahner escritos en espanglés pastoral. El resultado: una jerarquía ambigua, sentimental, incapaz de distinguir un principio doctrinal permanente de una ocurrencia de moda con globos.

Magisterio sin memoria, doctrina sin logos

La comprensión de la historia doctrinal y del magisterio es, en muchos casos, penosamente superficial. No porque falte acceso a los documentos, sino porque se desconoce la continuidad doctrinal. La dependencia casi exclusiva de documentos recientes (leídos en clave de proceso sinodal) lleva a interpretaciones descontextualizadas, con citas del Evangelio de Mateo al lado de frases de la ONU sobre migración, sin el menor esfuerzo por articular el conjunto.

Cuando se les pide una definición precisa, los resultados son… mejor no pedirla. El lenguaje episcopal medio es ambiguo, dulzón, eficaz en retórica pero indigente en contenido teológico. Mucho caminar juntos, escuchar el grito de la Tierra, pastoral de la ternura, pero escasa capacidad para enunciar verdades católicas con claridad y fundamento. ¿Un ejemplo? Pruebe a preguntar si el infierno existe y si está habitado. Le contestarán con un poema.

¿Dónde están los aristócratas del espíritu?

El episcopado debería ser una aristocracia. No en el sentido mundano de títulos o privilegios, sino en el sentido profundo: una élite de inteligencia teológica, de virtud doctrinal, de coraje para enseñar, corregir y gobernar con claridad y caridad. En lugar de eso, tenemos en muchos casos a buenos gestores, prudentes administradores, excelentes oradores para inauguraciones de centros diocesanos de sostenibilidad… y escasa preparación para el combate doctrinal que exige hoy la Iglesia.

Esta aristocracia no se improvisa. Requiere años de formación, familiaridad con el pensamiento clásico, una visión sistemática de la teología, conocimiento real del magisterio anterior al Vaticano II y, sobre todo, una fidelidad amorosa a la verdad que no se rinde ante las modas ni ante los lobbies eclesiales.

La mediocridad no es virtud

Lo más grave es que la mediocridad ha sido promovida como virtud. Aquel que no incomoda, que no habla claro, que maneja bien las relaciones diplomáticas, que no cita a santo Tomás para no parecer rígido, es percibido como maduro para el episcopado. Y así nos va.

La Iglesia necesita pastores que piensen, no gestores de consensos. Necesita hombres con espaldas doctrinales fuertes, no fabricantes de documentos sin alma.