Pascua: la alborada rediviva

Resurrección

Llevaban varios días sin dormir aquellos discípulos. A la tristeza de haber perdido al amigo y al maestro que había cambiado sus vidas, se unía el miedo inconfesado de tener que esconderse de miradas y redadas que por doquier veían desde su temor.

Habían transcurrido demasiado deprisa aquellos interminables instantes desde que, en el primer Viernes Santo a la hora de nona, bajó el telón de una historia. La oscuridad de aquella tarde era expresiva de otras tinieblas más densas en sus almas, en sus ojos, y en la incertidumbre cuando todo aparentemente tocaba a su fin de modo tan brusco e injusto.

Entre el miedo y el recuerdo

No había forma de comunicarse entre ellos. Nada sabían del desenlace de Judas, ni de los llantos de Pedro, ni de las palabras que al pie de la cruz pudo escuchar Juan junto a la Madre por antonomasia. Las mujeres discípulas de Jesús andaban tan nerviosas como desconsoladas, organizando quizás un último gesto para embalsamar al Señor con sus lágrimas y sus ungüentos. El ambiente era desolador como el que quien más o quien menos experimenta ante la muerte de esa persona querida que, por más que la miremos, no respira, no siente, no padece… pero tampoco nos miran sus ojos cerrados, ni nos besan sus labios inmóviles, ni cabe esperar caricia alguna de sus manos frías. 

Cada uno de aquellos discípulos, escondidos como pudieron en algún agujero aparte, remendaban sus recuerdos como si un roto los hubiera hecho trizas en trozos irreparables. Y vendrían a su memoria palabras que solo escucharon al Maestro mientras les abría horizontes inimaginados como nunca habrían sido ellos capaces de barruntar: palabras de ternura, de consuelo, de ensueños amables, palabras que traían verdad incómoda para las mentiras cobardes, pero que dichas por aquellos labios siempre se percibían bondadosas, como quien se reconoce en ellas descubriendo que eran correspondientes con lo que en el corazón latía. 

Les vendría también al recuerdo un sinfín de escenas en las que en todo tipo de momentos hubo siempre un gesto oportuno para anunciar la buena noticia o para denunciar los desmanes. No hubo llanto que no fuera enjugado, ni esperanza que resultara frustrante, ni dolor que no fuera abrazado con respeto ardiente, ni pecado que no fuera señalado para dar luego la ocasión de arrepentirse y volver a empezar. Eran las palabras volanderas que les venían a la mente, y eran los mil gestos que como milagros se les cruzaban en las encrucijadas ahora tan lejanas y tan dolientes.

La noticia jaleosa que les trajo Magdalena

Así estaban aquellos primeros discípulos, con esa guisa de extrañeza y de ansiedad, mezclada con la preocupación despiadada ante el miedo que les hervía la sangre. Juan nos acerca el caso de María la Magdalena. A pesar de que estaba ya amaneciendo, nos dice el evangelista que aún estaba muy oscuro, subrayando así la penumbra que embargaba el corazón de aquella mujer buena salvada de sus abismos y contradicciones unos meses antes. Se apercibe de que la losa estaba movida, y ni corta ni perezosa fue a buscar a Pedro y Juan para hacerles a ellos su propio relato: que se habían llevado al Señor, que no estaba ya dentro del sepulcro y que desconocía dónde ni quién lo tenía ahora. Los datos eran parcialmente verdaderos, pero también ella en su dolor partido y profundo echa a volar la imaginación sufrida y sufriente. 

Los dos discípulos corrieron, uno más que otro, casi sin esperarse en la carrera, ante la noticia jaleosa que les trajo Magdalena. Juan, el más joven, llegó antes; Pedro, con la lengua fuera, logró al fin alcanzarle. Y los dos pasmados comprobaron el dato que esa mujer les había dado: el sepulcro vacío y los lienzos que cubrieron cuerpo y cabeza. El cuerpo ya no estaba, y le venía estrecho aquel recinto de muerte y aquellos lienzos y sudarios para la mortaja, cuando la vida renacida desplazaba la tragedia y el drama. Aquel sepulcro no era una tumba cualquiera. Para unos, era el final de la pesadilla que para ellos tal vez fue Jesús. Para otros, como Pilato, tal vez el final de un susto que le puso contra las cuerdas haciendo peligrar su poltrona política. Para otros, como los discípulos, el sepulcro era su pena, su escándalo, su frustración.

El discípulo a quien Jesús quería vio y creyó. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor, luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida. Porque Cristo ha resucitado, y en él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. Es el sueño que él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas. 

Y se encendió la luz amanecida

Con la Pascua, se abre otra procesión que nunca termina en la que dar testimonio de que Jesús ha vencido la muerte y todas sus engañifas, sus chantajes y sus rincones de tristeza y melancolía. Con el gozo de María, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros, brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado, no es vana nuestra fe. La noche pasó con sus sombras, y se encendió la luz amanecida. La penúltima palabra de la censura de la verdad y el asesinato de la vida cedió inevitablemente la palabra final a quien, siendo Dios, se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo historia y se hizo Pascua rediviva. 

No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Como dice Charles Péguy, Cristo no luchó contra la tiniebla, sino que se puso en medio de ella para ser la Luz. Así, nosotros pusimos anoche en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos daba calor y luz. Lentamente, la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, y la vida tomaba un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color.

Al alba de pascua encendemos los cristianos el cirio de la luz amanecida. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección bendita, su muerte y la nuestra. Fue al alba, sí, sucedió al alba, cuando el amor no nos abandona. Dios nos ha abierto su casa, nos acoge y nos regala su vida. Por eso, cantamos un aleluya al alba de nuestra mejor alegría.

Cortesía de la revista mensual  Magnificat

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