En los últimos momentos de la vida de Jesús se produce el enfrentamiento entre dos formas de poder. Por una parte, está el poder de las autoridades políticas y religiosas. Es un poder brutal y mudo. Es el poder de tomar a Jesucristo por la fuerza, de encerrarlo, de humillarlo, y de matarlo. Es el poder de Pilatos, quien le dice a Jesús: “¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? (Jn 19,10). Pero la historia de Jesús, particularmente en el Evangelio de san Juan, revela otra forma de poder: es el poder del signo y de la palabra. Jesús realiza signos, convierte el agua en vino, abre los ojos a los ciegos, hace hablar a los mudos y resucita a Lázaro. No se trata de un poder mágico. Es el poder del sentido y de la verdad. Por eso Jesús le dice a Pilatos: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.
La pasión de Jesús marca el enfrentamiento entre el poder de la fuerza bruta y el poder del signo. Está el poder de Pilatos por un lado, y el poder del hombre débil y vulnerable que toma el pan, lo parte y lo comparte ante la perspectiva de la muerte. En la Cruz de Jesús, el justo por excelencia, aparece nuestro pecado hacia él. Jesús no se defiende ni contraataca. Tampoco baja de la Cruz, por más que le inviten a realizar un acto de poder (Mt 27,40.42). Por eso la Cruz lleva al límite la fe en que Dios está al lado de las víctimas. Este poder es el de la Resurrección. Si Jesús no hubiera resucitado, hubiera dejado sólo el recuerdo de un escarnio y de la muerte injusta de un inocente más de la Historia. La humillación, el quebranto, la traición, la mentira, la tortura, todo aquello en lo que pueden degenerar los poderes humanos, hubiera sido una vez más lo último que se podría recordar de Jesús. Así se escribe la Historia. Las flores más hermosas siempre son segadas por manos caprichosas. Y mientras, aquí no ha pasado nada. Continúa la fiesta y la música, y los hombres se siguen devorando unos a otros, en un laberinto de muerte y pasión que no halla reposo.
Pero Cristo no era un justo más de la Historia. «Aquí hay más que Salomón» (Mt 12,42), «antes de que Abrahán existiera, Yo Soy» (Jn 8,58). Para Juan evangelista, Cristo es la compasión infinita encarnada hasta el extremo (Jn 13,1). Con el Cristo sufriente de la Semana Santa cae y es sepultado el sistema de pecado sobre el que asienta este mundo viejo. Ya no tiene vigencia el poder humano, sino que renace el poder de la gratuidad: «Por gracia habéis sido salvados…, y esto no viene de vosotros» (Ef 2,5.8).
De este modo, la debilidad de la Cruz revela el poder de la Resurrección. No se puede pasar a la nueva creación sin atravesar esta puerta y esta frontera. La Cruz realiza la pascua del mundo en la pascua de Cristo. Podemos pasar de la vida en la desgracia a la vida en la gracia por medio de Jesucristo, el Testigo fiel, Primogénito de los muertos y de la nueva creación (Ap 1,5; Col 1,15.18).
+Manuel Sánchez Monge,
Obispo emérito de Santander