Ser padre católico en el mundo actual es caminar por un desierto. Un desierto plagado de trampas, donde las instituciones que deberían sostener y guiar a las familias parecen haberse rendido al espíritu de los tiempos. Y en esa soledad, los padres católicos se enfrentan a una doble batalla: resistir la marea cultural y, a la vez, soportar la indiferencia —cuando no la complicidad— de muchos pastores de la Iglesia.
Primero están los colegios religiosos. Esos mismos que los padres escogen con la esperanza de que allí sus hijos crezcan en la fe, solo para descubrir que los principios cristianos han sido sustituidos por los mandamientos de la Agenda 2030. En lugar de enseñar el Evangelio, se dedica más tiempo a concienciar sobre temas de moda que contradicen frontalmente la fe que intentamos transmitir en casa. La educación en valores eternos cede ante eslóganes progresistas, y los padres, atónitos, se preguntan si acaso se han equivocado de colegio o, peor aún, de Iglesia.
Luego viene la experiencia parroquial. Acudir a Misa debería ser el consuelo del domingo, el alimento espiritual que da fuerza para afrontar la semana. Sin embargo, muchas veces los fieles se encuentran con celebraciones que parecen más un espectáculo improvisado que el Santo Sacrificio de la Misa. Curas que transforman la liturgia en un experimento personal, obviando las normas que la Iglesia misma ha establecido. Los laicos miran desconcertados, conscientes de que cualquier objeción será tachada de fariseísmo o falta de caridad. ¿Cómo explicar a tus hijos la sacralidad de la liturgia cuando el sacerdote parece olvidarla?
Pero el problema no termina ahí. En una sociedad podrida, donde los valores cristianos son ridiculizados y las familias destruidas por diseño, los padres católicos no tienen aliados visibles. La cultura exalta el individualismo, el hedonismo y la ruptura con las raíces, mientras los padres luchan para enseñar a sus hijos que la verdad no depende de modas ni consensos. Es una batalla diaria, agotadora y, a menudo, solitaria.
Y entonces miras hacia los obispos, buscando orientación, apoyo, liderazgo. Lo que encuentras es desconcertante. Los mismos que deberían alzar la voz para defender a las familias callan frente a las herejías en la liturgia, la corrupción de la educación y la decadencia de la sociedad. Pero eso sí, no dudan en felicitarse públicamente porque la recaudación por la X de la renta ha subido. O en lanzar airadas protestas cuando se plantea cobrar el IBI a pisos parroquiales. ¿Y las almas? ¿Y la misión de salvarlas? Silencio.
La soledad de los padres católicos no es solo cultural, sino también eclesial. Abandonados a su suerte, caminan por este desierto con la mirada puesta en Dios, porque saben que solo Él no falla. Pero la herida sigue ahí, dolorosa, porque los pastores, llamados a guiar y proteger, han preferido el aplauso del mundo al servicio de sus fieles. Y mientras tanto, los padres católicos siguen adelante, con el peso de una Iglesia que muchas veces parece haber olvidado su misión.