Es un hecho: en España, las vocaciones sacerdotales están en caída libre. Las estadísticas son desoladoras. Cada año hay menos curas y más parroquias sin atender, y mientras tanto, las diócesis intentan maquillar la situación con iniciativas que, en muchos casos, solo empeoran el problema.
El discurso de moda, repetido hasta el cansancio por cierta progresía católica, es que los laicos deben asumir más funciones en la Iglesia. ¿El resultado? En vez de ayudar a solucionar la crisis, lo único que hacen es clericalizar a los laicos, haciéndoles creer que su participación pasa por ocupar roles que no les corresponden, mientras el sacerdote se convierte en el chico para todo, menos para lo que debería: cuidar de las almas.
El cura que no tiene tiempo para confesar porque está llevando el sistema de sonido al taller
Hace poco, en una parroquia de un barrio madrileño, un sacerdote me confesaba (en la pausa que logró sacar entre gestiones) que no había tenido tiempo para confesar a sus fieles en semanas. ¿El motivo? Estaba hasta el cuello con las tareas administrativas de la parroquia: primero tenía que actualizar el archivo parroquial, luego negociar con el banco un crédito para la reforma de las instalaciones, después ocuparse de llevar el sistema de sonido de la iglesia al taller y, por si fuera poco, ponerse al día con las cuentas. Y ahí está, un sacerdote ordenado para consagrar y confesar, que no tiene tiempo para cumplir con su vocación porque está gestionando más como un gerente que como un pastor.
Mientras tanto, en la sacristía, un grupo de laicos se turna para leer, llevar las ofrendas y repartir la comunión. Están tan clericalizados que parecen competir por ver quién es el más «sacerdotal». Y todo mientras las almas de la parroquia siguen sin pastor, esperando que, algún día, su cura tenga un hueco entre papeles y trámites para ocuparse de lo que realmente importa.
Clericalizar al laico: la gran mentira de la participación
La realidad es que este empeño en que los laicos «participen más» en la vida de la Iglesia no es más que una estrategia para llenar los huecos que la falta de vocaciones está dejando. Pero lo hacen de la peor manera posible: quitando el verdadero sentido del laicado y haciendo que jueguen a ser sacerdotes. Lo que se ha logrado es un laicado que ya no es laico, sino que asume roles litúrgicos y pastorales que no le corresponden, mientras el sacerdote sigue perdiendo el tiempo con tareas mundanas. ¿Realmente ese es el futuro que queremos para la Iglesia?
Lo más irónico de todo esto es que la Iglesia está llena de laicos preparados, con carreras universitarias, experiencia en gestión, y habilidades de liderazgo. Pero en vez de confiarles tareas que de verdad requieren su preparación, los ponemos a hacer de pseudo-sacerdotes. Nos negamos a confiarles la administración parroquial, las cuentas, la organización de eventos o las relaciones con el banco. No, mejor que repartan la comunión o lean las lecturas, como si su valor dependiera de acercarse lo máximo posible a la figura del sacerdote.
Lo que deberíamos hacer es lo contrario: dejar de clericalizar al laico y darle responsabilidades de verdad. Que sean los laicos los que gestionen la administración y las tareas organizativas de la parroquia. Que se ocupen de los trámites con el banco, de la coordinación de los voluntarios y de los sistemas de sonido. Porque, sí, los laicos no son tontos. Pueden perfectamente gestionar una parroquia de manera eficaz, liberando así al sacerdote para que se concentre en lo que realmente es su tarea: los sacramentos y el acompañamiento espiritual.
Los sacerdotes, para los sacramentos; los laicos, para lo demás
Es urgente que la Iglesia en España cambie el rumbo. Necesitamos más sacerdotes, sí, pero también necesitamos que los que hay se dediquen a lo que solo ellos pueden hacer. Los sacerdotes no están para negociar con el banco o para decidir qué proveedor ofrece el mejor precio para el nuevo sistema de sonido. Están para confesar, consagrar, casar, bautizar y acompañar a las almas que, cada día más, se sienten abandonadas espiritualmente.
Los laicos, por su parte, tienen un rol fundamental que no tiene nada que ver con jugar a ser curas. Su misión está en el mundo, en sus trabajos, en sus familias, pero también pueden contribuir a la Iglesia desde una posición genuina de responsabilidad. El laicado puede y debe asumir funciones administrativas y organizativas, no como una imitación del clero, sino como una aportación real a la vida parroquial.
Si queremos resolver la crisis vocacional y parar esta deriva clericalizadora, hay que volver a lo esencial: los sacerdotes a los sacramentos, los laicos a la gestión. Solo así podremos tener una Iglesia más fuerte y enfocada en lo que realmente importa: la salvación de las almas.