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Hoy les ofrecemos este extracto del libro El Concilio Vaticano II de Roberto de Mattei. El Concilio Ecuménico Vaticano II fue el acontecimiento más importante vivido por la Iglesia Católica durante todo el siglo XX. Fue iniciado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 y clausurado por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965. A pesar de las expectativas y esperanzas de muchos, la época que siguió a ese gran acontecimiento no representó para la Iglesia una «primavera» sino, como el mismo Pablo VI y sus sucesores reconocieron, un periodo de crisis y dificultades sin precedentes, especialmente, en los ámbitos doctrinal y litúrgico.
Tras el Concilio Vaticano II, se abrió una viva discusión interpretativa en el seno de la Iglesia, en la que se enfrentaron dos escuelas: la que proponía una hermenéutica de la continuidad —una lectura del concilio a la luz de la tradición de la Iglesia— cuyo máximo exponente fue Joseph Ratzinger y, por otro lado, la conocida como «Escuela de Bolonia», que defiende que el concilio produce una ruptura de la Iglesia Católica con su historia y su tradición, dando paso a una «nueva Iglesia».
La Segunda Guerra Mundial había producido cuarenta millones de muertos y había dejado el mundo cubierto de luto y de ruinas, tanto materiales como morales. Mientras Europa se recuperaba fatigosamente de las heridas del tremendo conflicto, en el Año Santo de 1950, la Iglesia Católica, gobernada por Pío XII, se erguía en el esplendor de su liturgia, en la vitalidad de su doctrina y en su capacidad de reunir a multitudes del mundo entero.
El momento culminante del Jubileo fue la proclamación del dogma de la Asunción de la Santísima Virgen al Cielo, el 1º de noviembre de 1950, ante más de un millón y medio de peregrinos. Una testigo narra que, desde el amanecer de aquel día, la plaza de San Pedro, todavía sumergida en el silencio, «se transformó en un amplio mar desmesurado, en el que afluían corrientes de muchedumbre, imparables y sin interrupción». Precedido por la blanca procesión de Obispos, con capa pluvial y mitra, sobre la silla gestatoria, apareció el Papa; y, después de haber implorado la asistencia del Espíritu Santo, Pío XII definió solemnemente «ser dogma de fe revelado que la Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, terminado el curso de la vida terrena, fue asunta a la gloria celeste en alma y cuerpo». El mundo entero, conectado por radio con la inmensa plaza, exultó. «Parecía una visión, pero era una realidad: Pío XII daba la bendición hasta bien entrada la noche porque la multitud no cesaba de llamarlo. Después que la ventana se hubo cerrado, a cada riada de pueblo que abandonaba la plaza la sustituía otra. Todos deseaban ser bendecidos antes de que finalizase aquel día maravilloso».
El 30 de octubre de 1950, víspera del día de la definición del dogma, Pío XII había tenido la gracia extraordinaria de contemplar, en los jardines del Vaticano, el mismo espectáculo del sol dando vueltas en el cielo como un globo incandescente, al que habían asistido, hacía más de treinta años antes, el 13 de octubre de 1917, los 70.000 peregrinos en Fátima. La «danza del sol» se repetiría a los ojos del Papa Pacelli, el 31 de octubre y el 8 de noviembre. El prodigio apareció ante el Pontífice como el sello celestial del dogma recién proclamado y como un estímulo para desarrollar el gran movimiento mariano que, después de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, clamaba a voces la proclamación de la mediación de María y la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón.
Eugenio Pacelli había sido consagrado Obispo en Roma el 13 de mayo de 1917, el día que comenzaba el ciclo de las apariciones marianas a los tres pastorcitos de Fátima, Lucía, Jacinta y Francisco, y el 31 de octubre de 1942 había consagrado la Iglesia y el mundo al Inmaculado Corazón de María. Desde entonces, el nombre y el mensaje de Fátima habían comenzado a difundirse por todo el orbe católico. Por este motivo, muchos lo consideraban «el Papa de Fátima» y estaban convencidos de que durante su pontificado serían escuchadas las peticiones de la Virgen a los tres videntes de Cova de Iria: la difusión de la práctica reparadora de los primeros sábados de mes y la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, proclamada solemnemente por el Papa en unión con todos los Obispos del mundo.
La situación histórica era de las más favorables, por el prestigio sin precedentes del que gozaba la Sede Apostólica. En el discurso de clausura del Año Santo, el 23 de diciembre de 1950, Pío XII anunció que las excavaciones realizadas a petición suya bajo el altar de la Confesión de la basílica de San Pedro en el Vaticano, confirmaban que la tumba del Príncipe de los Apóstoles había sido redescubierta: «La gigantesca cúpula se enmarca exactamente sobre el sepulcro del primer Obispo de Roma, del primer Papa; sepulcro, en origen, humildísimo, pero sobre el cual la veneración de los siglos posteriores erigió, con una maravillosa sucesión de obras, el macizo templo de la Cristiandad».
Pero el pontificado de Pío XII no se presentaba, sin embargo, ausente de sombras y de preocupantes signos de crisis. El mismo Papa lo sabía, pues en el mismo año de 1950 dedicaba un importante documento a los errores que serpenteaban en la Iglesia.
En la encíclica Humani generis, de 12 de agosto, el Pontífice denunciaba los «frutos envenenados» producidos por «novedades en casi todos los campos de la teología», y condenaba, aunque sin nombrarlos, a aquellos que hacían propio el lenguaje y la mentalidad de la filosofía moderna y que sostenían «poder expresar los dogmas con las categorías de la filosofía actual, ya sea el inmanentismo, ya el idealismo, ya el existencialismo o cualquier otro sistema». El principal error condenado por la encíclica era el relativismo, según el cual el conocimiento humano no tiene nunca un valor real e inmutable, sino tan sólo un valor relativo. Este relativismo, que ya había caracterizado el modernismo condenado por San Pío X, estaba ahora refloreciendo bajo la vestidura de «una nueva teología».
Pío XII conocía bien el origen y la naturaleza de estos males, incluso porque, antes de partir como Nuncio a Baviera, había colaborado estrechamente con Mons. Umberto Benigni, promotor y organizador de una lucha sin cuartel contra el modernismo bajo el santo pontífice Pío X. Era a este pontificado al que Pío XII deseaba unir idealmente el suyo, con la beatificación del Papa Sarto, el 3 de junio de 1951.
Hablando a los peregrinos recibidos en San Pedro para la solemne ceremonia, Pío XII elevó «un himno de alabanza y gratitud al Omnipotente por habernos concedido el Señor el elevar al honor de los altares al Beato predecesor nuestro, Pío X […], ¡este Papa del siglo XX, que en el formidable huracán levantado por los negadores y los enemigos de Cristo, supo demostrar desde el principio una consumada experiencia en manejar el timón de la navecilla de Pedro, pero que Dios llamó a Sí, cuando más violenta se rugía la tempestad!». A las críticas que se elevaban contra Pío X, por parte de quienes sostenían que se había excedido en la «represión» contra el modernismo, Pío XII respondía: «Ahora que el más minucioso de los exámenes ha escrutado a fondo todos los actos y vicisitudes de su Pontificado, ahora que se conoce el curso de aquellos acontecimientos, ya no es posible reserva alguna y debe reconocerse que también en los períodos más difíciles, más ásperos, más graves de responsabilidad, Pío X, asistido por el gran ánimo de su fidelísimo Secretario de Estado, el Cardenal Merry del Val, dio prueba de aquella iluminada prudencia que nunca falta en los santos, ni siquiera cuando, en sus aplicaciones, se encuentra en contraste, doloroso, pero inevitable, con los engañosos postulados de la prudencia humana y puramente terrena».
La prudencia sobrenatural, tan diferente de la humana, es la primera virtud que necesita quien gobierna y, muy concretamente, quien tiene la altísima tarea de gobernar la Iglesia. No basta, para hacer frente a los acontecimientos, un Papa «bueno», se necesita un Papa «santo», y así se reveló San Pío X en su obra que, como afirmó Pío XII el día de la canonización, «en vicisitudes a veces dramáticas tuvo el aspecto de una lucha comprometida, realizada por un gigante en defensa de un tesoro inestimable, la unidad interior de la Iglesia en su fundamento último: la fe».
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Este fragmento ha sido extraído del libro El Concilio Vaticano II (2018) de Roberto de Mattei, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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