La alarma que genera el sínodo se centra, desgraciadamente, en cuestiones concretas, si la Iglesia debería cambiar la doctrina en esto (relaciones homosexuales) o en aquello (sacerdocio femenino). Pero lo verdaderamente alarmante es admitir que la doctrina perenne puede cambiar.
Las cuestiones concretas distraen de lo esencial en el debate sobre el sínodo. Porque el peligro no consiste principalmente en que se acepte una nueva doctrina sobre los pecados de la carne o sobre el sacerdocio exclusivamente masculino: el peligro consiste en que se acepte que la doctrina perenne es, en realidad, cambiante y cambiable.
No hace falta ser un lince para advertir que los asuntos cuya reforma amagan coinciden sospechosamente con las obsesiones ideológicas del pensamiento dominante en Occidente. Hoy el mundo no puede consentir que se ponga peros a la absoluta bondad de cualquier arreglo sexual, igual que no tolera la menor insinuación de que hombres y mujeres podamos tener naturalezas distintas. Con lo que parece evidente que, al subrayar estas discusiones, la Iglesia está permitiendo que sea el mundo (en sentido teológico) quien le imponga la agenda.
Pero, con ser terrorífico, ese tampoco es el punto. Para entender el núcleo del asunto, le pediría al lector que se olvide de los asuntos concretos de que se trata, que haga abstracción de lo que pueda pensar de la moral sexual católica o de la naturaleza del sacerdocio, y me acompañe en una alegoría.
Imagine que surge en el mundo un grupo de personas que aseguran conocer la Verdad, la esencial, la que determina el origen y el destino del universo y el ser humano. La base de su seguridad es que el mismo Dios les ha informado y se limitan a transmitir Su mensaje. Y este mensaje contiene una doctrina sobre lo que es y sobre lo que debemos hacer.
Digamos que uno de los elementos de ese mensaje divino es que los huevos deben cascarse por la parte más ancha. Sus teólogos se agotan en largos e intrincados argumentos para explicar este mandato con mayor o menor fortuna, pero en cualquier caso el mandamiento forma parte del mensaje y así se transmite.
Pasa el tiempo, el grupo tiene un éxito considerable y, al cabo, sus dirigentes observan que la moda en el mundo es cascar los huevos por su parte más delgada, así que, para ampliar su base, se convoca una asamblea para decidir si cambian o no una orden aparentemente tan absurda.
Ahora bien, he elegido una norma patentemente absurda que hace fácil comprender que el grupo de nuestro cuento quiera eliminarla. Las doctrinas católicas que se quieren modificar no son así, pero ignoremos ese dato por un momento. El caso es que si el grupo modifica el mandato y se suma a lo que parece la opinión más sensata de dejar a la gente partir los huevos por donde les dé la gana, puede darse por muerto. Porque lo que transmite con esa decisión no es que son gente razonable, misericordiosa y sensata, sino que la razón única para ser creídos -que el mensaje no es suyo, que es revelación del propio Dios- es falsa. Y, por tanto, no hay razón alguna para seguir creyendo en ellos.
Pese a todos los equívocos y sutilezas jesuíticas que se quieran emplear, algunas de las enseñanzas que se cuestionan en este sínodo han sido doctrina clara e ininterrumpida desde el principio. Si a algunos padres sinodales les parecen absurdas, significa que no creen que la doctrina católica sea fiel transmisión de la Revelación Divina, sino más bien el consenso cambiante de una especie de club de debate, de una enorme ONG, de un partido político, de una secta.
El resultado nunca sería una Iglesia de Cristo que ahora dice lo contrario de lo que dice ayer; el resultado sería la destrucción de la Iglesia (si eso fuera humanamente posible) y de toda razón para creer y continuar en ella.