Hoy estarás conmigo en el paraíso

Hoy estarás conmigo en el paraíso

(Cortesía de la revista Magnificat)

Teresa Martínez Espejo

Lucrecio Serrano Pedroche

Este matrimonio pertenece a la Familia Eucarística Reparadora, que integra los distintos movimientos fundados por san Manuel González, el Obispo de los Sagrarios Abandonados, el Obispo de la Eucaristía, y colabora de la revista El Granito de Arena.

Cuando José de Arimatea ayudaba a bajar de la cruz el cuerpo de Jesús para ponerlo en los brazos de María, pensó que poco o nada podría haber hecho para evitar la condena a muerte que había dictado el Sanedrín, del que formaba parte. La noche había sido espantosa, larga, oscura como la boca de un lobo. Porque todos eran lobos encarnizados, torturadores. Él se calló una vez más, era seguidor de Jesús en secreto por miedo a los judíos. El miedo paraliza, inhibe, ofusca, anula la fe. Siguió pensando que ahora no tenía miedo, que la verdad le hacía libre. Y que iba a contar la verdad.

Y la verdad es que todo había sido una pantomima. Para empezar, el apresamiento de Jesús en el monte de Olivos había sido pactado por los judíos y los romanos. Todo lo demás eran mentiras. La muerte por crucifixión —la muerte más cruel reservada para rebeldes, delincuentes y malhechores sin ciudadanía romana— se había aplicado a un hombre pacífico, que pasó por la vida haciendo siempre el bien. Qué teatrero Caifás rasgándose las vestiduras porque Jesús ha blasfemado. Pero si acaba de decir la verdad: Jesús es el Hijo de Dios, es el enviado por el Padre Dios. Sigue el teatro, Pilato lavándose las manos y al tiempo condenándolo a la crucifixión, solo él puede hacerlo, porque, según reza la tablilla que cuelga del cuello de Jesús, su condena es por declararse rey de los judíos. Pero si acaba de decir la verdad, que es rey, pero no de este mundo.

Qué espectáculo más bochornoso, tan delirante, tan absurdo. Jesús mostrado burlescamente con un trapo como manto, una caña como cetro y una corona de espinas, los tres atributos de un rey. «He aquí vuestro rey». Y los mismos que el domingo pasado clamaban «Hosanna» gritan enfurecidos en este viernes «Crucifícale». El ser humano, suma de contradicciones, luz y sombra, ángel con alas de cadenas. La verdad disfrazada, es decir, la mentira disfrazada de verdad propagada y publicitada por el poder con el único fin de permanecer en sí mismo, y encima envuelto todo bajo el señuelo de la libertad, siendo así que se trata de voluntades manipuladas cuando no chantajeadas o sometidas.

Desde el Pretorio hasta el Gólgota acompañamos a Jesús en su vía crucis. Siempre lo hacemos así, y más aún en este Viernes Santo, unas veces dentro del reciento de la iglesia, otras en las afueras por las calles de la ciudad. El aire queda traspasado por el canto gregoriano y el sonido de la campanilla que anuncia las estaciones. Solo se escucha la palabra de Dios. Escuchamos su palabra en los Oficios religiosos que trasladan la muerte del viernes al nacimiento del domingo. Del Pretorio hasta el Gólgota, apenas quinientos metros que José de Arimatea ha tenido que volver a recorrer para pedirle a Pilato el cuerpo de Jesús. Acaba de decirle a María, la madre, que no se preocupe, que tiene ahí al lado un sepulcro nuevo de su propiedad.

Afortunadamente, el tiempo de la agonía en la cruz no ha sido muy largo, desde la hora sexta (12 de la mañana) a la nona (3 de la tarde), apenas tres horas, por lo que a Jesús no han llegado a quebrarle las piernas. Sigue pensando José de Arimatea que en este corto espacio de tiempo su Maestro le ha confirmado que el hombre no ha nacido para la nada, que la muerte no es el final. Lo que no puede imaginar es que, después de más de dos mil años, los mejores escultores del mundo pasean las imágenes del Cristo, el crucificado y el resucitado, alumbrando con sus cirios las calles y las plazas de las ciudades. Con nuestros hijos, con nuestros nietos, contemplamos las tres procesiones de este Viernes Santo, en las que también participamos: «Camino del Calvario» con su atronadora voz de tambores de la madrugada; «En el Calvario» con su luminosidad del mediodía; «El Entierro» con su silencio cegador de noche.

Junto con Juan y Nicodemo, deposita al fin José de Arimatea el cuerpo de Jesús en el regazo de María. La inmensidad del Hijo de Dios, su hijo, acariciado por sus manos fatigadas, contemplado por sus ojos acuosos y a la vez serenos. Esta noche, por los años que Dios quiera, te haremos compañía en tu soledad de Madre de Jesús y Madre nuestra. Sigue pensando José de Arimatea que solo han estado al pie de la cruz tres hombres y cuatro mujeres, que todos han huido por miedo, ese miedo enervante que de sobra él personalmente conoce. Pero sobre todo piensa en el sublime mensaje de amor que acaba de escuchar de los labios de Jesús, su Maestro, perdonando a sus asesinos; piensa sobre todo en la promesa que lo hace feliz, que da sentido a la vida, su vida: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

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