Ser nosotros mismos, como Dios quiere

Representación alegórica del alma humana eligiendo entre el bien y el mal, en un camino hacia ser nosotros mismos según Dios.

Por Stephen P. White

El ser humano, al tener una naturaleza racional, es libre para elegir entre el bien y el mal. Esta libertad constituye, en palabras del Papa León XIII, la más noble de las dotes naturales. No solo somos libres para elegir entre el bien y el mal, sino que además somos responsables de esas elecciones. Somos responsables de las intenciones con las que actuamos, de las acciones mismas y, en cierta medida, de las consecuencias que se derivan de ellas.

Nuestras leyes contemplan estas tres dimensiones de la acción moral, por eso distinguimos, por ejemplo, entre homicidio y asesinato en causas penales, y a veces se otorgan indemnizaciones por muerte injusta incluso si no se ha probado delito alguno.

Incluso fuera del ámbito legal, los cristianos solemos pensar en las acciones morales en términos de culpabilidad, es decir, en términos de inocencia o culpa. Y hay buenas razones para ello. Sabemos que seremos juzgados por nuestras acciones y que seremos juzgados por Aquel que conoce no solo nuestras obras externas sino también nuestro corazón:

Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pero yo os digo que todo el que mire a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.

Sin embargo, hay mucho más en nuestras acciones morales que la sola culpabilidad. Nuestra libre elección de hacer el bien o el mal no solo nos imputa responsabilidad ante un juicio, sino que también tiene un efecto profundo en nosotros mismos.

Nuestras elecciones morales, de un modo limitado pero crucial, nos configuran en lo que somos. El hombre no solo es capaz de elegir entre el bien y el mal, sino que es capaz de elegir hacerse bueno o malo.

Dios no cambia, pero nosotros sí. Nunca somos simplemente estáticos. Por supuesto, cambiamos físicamente con el tiempo. Nuestros cuerpos crecen, envejecen y mueren. Algunos cambios son irreversibles: el hecho de llegar a la existencia como una creación única e inmortal, por ejemplo, es irrevocable (aunque no lo hayamos elegido). La gracia también nos transforma. Algunos sacramentos producen un cambio permanente en la naturaleza misma del que los recibe, lo que la Iglesia llama un cambio ontológico. El Bautismo realiza esto. También el Orden Sagrado.

Pero también cambiamos en la mente y en el espíritu. Aprendemos (y olvidamos) cosas. Cambiamos en nuestros hábitos morales, creciendo en virtud o encadenándonos al vicio. Estos son cambios interiores que sí elegimos. La gracia nos asiste, sin duda, pero por medio de nuestras decisiones libres nos vamos convirtiendo más (o menos) en los hombres y mujeres que fuimos creados para ser.

Todo el drama de cada vida humana se desarrolla entre la persona que uno es y la que está llamado a ser. La libertad humana es precisamente ese don por el cual, mediante la obediencia a la verdad y con la ayuda de la gracia, el hombre puede actuar de modo que crezca en la excelencia para la cual fue creado.

Esta comprensión teleológica de la acción moral y de la libertad humana está en el centro de la enseñanza de la Iglesia sobre la persona humana y su vocación. Como escribió San Juan Pablo II en Veritatis splendor:

Los actos humanos son actos morales porque expresan y determinan la bondad o malicia del sujeto que los realiza. No producen solo un cambio en el estado de cosas externo al hombre, sino que, en cuanto elecciones deliberadas, dan una definición moral al mismo sujeto que los realiza, determinando sus rasgos espirituales profundos.

Esta visión de la acción moral no es nueva. Ya los antiguos griegos la comprendían. Los Padres de la Iglesia también. De hecho, para reforzar su argumento, el Papa Juan Pablo II cita al gran san Gregorio de Nisa, del siglo IV:

Todas las cosas sometidas al cambio y al devenir nunca permanecen constantes, sino que pasan continuamente de un estado a otro, para bien o para mal… La vida humana está siempre sujeta al cambio; necesita nacer de nuevo sin cesar… Pero este nacimiento no se produce por una intervención externa, como en los seres corporales… es fruto de una elección libre. Así, somos en cierto modo nuestros propios padres, creándonos a nosotros mismos como queremos, mediante nuestras decisiones.

Vivimos en una época en la que la elección moral, si es que se toma en serio, suele reducirse a la buena intención. Nuestra cultura promueve la autoaceptación, la autoayuda y el autocuidado. Pero sin una comprensión del fin trascendente para el cual fuimos creados, estas propuestas rara vez superan la complacencia, el pelagianismo o el hedonismo.

Al mismo tiempo, proliferan ideas confusas sobre la persona y la identidad (que, según a quién se le pregunte y en qué día, son o absolutamente inmutables o infinitamente moldeables). Se nos dice que debemos ser nosotros mismos, pero sin ningún sentido de cómo podemos crecer hacia la plenitud de lo que estamos llamados a ser. Sé tú mismo es, en realidad, una invitación a quedarte como estás.

Incluso la Iglesia, en ocasiones, ha mostrado la tendencia a tratar el tesoro de su enseñanza moral como una simple lista de pecados que se deben evitar —o, en su defecto, como un modo de atenuar la culpabilidad por los pecados cometidos. Pero la Iglesia posee una visión de la vida moral que va mucho más allá de un cálculo de culpa o inocencia. La Iglesia no solo nos enseña a hacer el bien y evitar el mal, sino que nos invita a alcanzar la grandeza.

No es sorprendente que esta visión de la libertad humana (aunque exigente) y el drama elevado de la vida moral resulten especialmente atractivos para los jóvenes. Juan Pablo II comprendía esto perfectamente, por eso animaba constantemente a los jóvenes (como parafrasea George Weigel):

No se conformen con menos que la grandeza espiritual y moral de la que son capaces, con la ayuda de la gracia de Dios.

La Iglesia no solo nos recuerda la grandeza para la que fuimos creados: también nos muestra el camino para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos.

Sobre el autor
Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en la Universidad Católica de América y miembro del Ethics and Public Policy Center en el área de Estudios Católicos.