Por el P. Paul D. Scalia
Despide a la multitud para que vayan a las aldeas y campos de alrededor en busca de alojamiento y alimentos, porque aquí estamos en un lugar desierto”.
Los Apóstoles tienen razón. Las multitudes habían seguido a Jesús al campo, lejos de las ciudades y pueblos. Irónicamente, fue el mismo Jesús quien había decidido ir con sus Apóstoles a un lugar desierto para alejarse de las multitudes y del ajetreo de las ciudades. Cf. Mc 6,31 Pero las multitudes lo siguieron y ahora se encontraban necesitadas de alimento.
Ese es el contexto de uno de los milagros más importantes de nuestro Señor, el único registrado por los cuatro evangelistas. Toda la escena es claramente eucarística, por supuesto. Pero el marco y el contexto del milagro —realizado para personas que lo habían seguido al desierto— indican una dimensión particular de la Eucaristía: es alimento para el camino. Y eso, a su vez, revela una conexión profunda entre la Eucaristía y la virtud de la esperanza, el foco de este Año Jubilar.
La carta a los Hebreos describe la esperanza como “una ancla segura y firme, que penetra hasta el interior del velo”. (Hb 6,19) Es una clase curiosa de ancla, que nos estabiliza no donde estamos, sino donde estaremos. Nos asegura donde Él está y nos eleva hacia lo alto. Esto corresponde a la descripción de la esperanza como “ya, pero todavía no”. Por medio de la esperanza en Cristo, ya estamos anclados en el cielo, donde Él está sentado a la derecha del Padre. Así, la esperanza es cierta y no defrauda. Pero al mismo tiempo, todavía no hemos alcanzado nuestra meta, y seguimos mirándola como fuente de inspiración.
La Eucaristía comparte estos mismos rasgos. Nuestra recepción de la Sagrada Comunión nos ancla, en efecto, en el cielo. En ese momento, ya estamos unidos a Jesús en su Cuerpo resucitado y glorificado. Por eso santo Tomás llama a la Eucaristía “prenda de la gloria futura”. Es un pedazo de cielo, por así decirlo, dado ya aquí en la tierra, que nos eleva hacia donde aún no estamos plenamente. No es todavía la plenitud de su gloria, sino su prenda. Asimismo, en la adoración eucarística, ya lo contemplamos bajo el velo del pan y del vino, pero todavía no lo vemos cara a cara.
La esperanza también se conoce como la virtud del caminante y del peregrino. Está diseñada, por así decirlo, para quienes han emprendido el camino. Por eso, nos fortalece en nuestra peregrinación por este mundo. Cuando sabemos con certeza su victoria y confiamos en sus promesas de gracia y gloria, entonces podemos avanzar con más coraje y alegría a través de los desafíos de este valle de lágrimas.
Esto también significa que la esperanza no tiene sentido fuera del camino, fuera del esfuerzo por alcanzar la gloria celestial. Una de las razones por las que el mundo carece de esperanza es porque ha renunciado al viaje. En una amarga ironía, cuanto más nos hemos confinado a este mundo, y nos hemos vuelto cómodos y complacientes aquí, más desesperanzados nos hemos vuelto. La virtud de la esperanza se atrofia si no se ejercita en el anhelo del cielo.
Así también, la Eucaristía está destinada solo a los viajeros. Cuando un sacerdote lleva la Sagrada Comunión a un moribundo, la llamamos viático —alimento para el camino. En esa circunstancia concreta, la Eucaristía es claramente el nutrimento que el alma necesita para pasar de este mundo al siguiente. Pero en un sentido más amplio, siempre es viático, siempre es alimento para el peregrino, alimento para el camino.
Esto es lo que los Apóstoles nos hacen notar en el Evangelio de hoy. Las multitudes eran, en cierto modo, caminantes y peregrinos. Habían seguido a Cristo a un lugar desierto. Habían viajado por su enseñanza y sanación —por Él. Necesitaban alimento precisamente porque habían elegido seguirlo a Él en lugar de quedarse donde estaban, porque prefirieron el desierto con Él que las ciudades con comida.
En la secuencia para esta fiesta, santo Tomás habla de la Eucaristía como cibus viatórum —alimento para los viajeros o “alimento de los peregrinos”. La traducción actual expresa esta línea como alimento “para el peregrino que ha luchado”. Lo cual no capta del todo el sentido. La Eucaristía no se da al que ha luchado como si fuera una recompensa. Se da al que está luchando, al que aún está en camino y necesita alimento. El camino que Jesús ha trazado para nosotros es difícil y fatigoso. Negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirlo requiere el alimento que solo Él puede dar: a Él mismo. Ningún otro alimento (y probamos muchos) es suficiente para esa tarea.
Esto siempre significa que, para apreciar la Eucaristía y recibir su alimento de manera eficaz, debemos optar por ser peregrinos y caminantes en este mundo. Este alimento no está destinado a quienes han hecho las paces con el mundo, se han acomodado aquí y no tienen sentido del viaje cristiano. No puede ser comprendido por quienes buscan solo comodidad y no la gloria que se nos ha prometido. Quizás una de las razones del declive en la devoción eucarística sea la naturalización de la fe, su reducción a una forma de vida para este mundo solamente.
Así es como la Eucaristía alimenta nuestra esperanza, anclándonos en el cielo y fortaleciéndonos en el camino.
Sobre el autor
El P. Paul Scalia es sacerdote de la diócesis de Arlington, Virginia, donde sirve como Vicario Episcopal para el Clero y párroco de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.
