La polémica en torno al sacerdote y artista esloveno Marko Rupnik no ha dejado de crecer desde que salieron a la luz múltiples denuncias por abusos sexuales y manipulación espiritual. Aunque el Vaticano tardó en reaccionar, en el día de ayer se han retirado de su sitio web oficial las obras del jesuita.
Algunas diócesis han comenzado a ocultar o remover sus mosaicos de iglesias y capillas, mientras que otras defienden su permanencia. Esta tensión lleva meses latente: ¿qué hacer con el arte religioso creado por un abusador? ¿Puede seguir siendo vehículo de gracia o debe retirarse por coherencia moral y pastoral?
Uno de los argumentos más repetidos en defensa de su obra es el que expresaba recientemente el escritor Austen Ivereigh en su cuenta de X (Twitter):
Los sacramentos actúan por sí mismos (ex opere operato); ¿por qué no también la obra de un gran artista religioso? Rupnik sigue en mi pared; no apruebo lo que ha hecho, pero sus obras son obras de gracia, y no quiero rechazar la gracia. ¿Te escandaliza que Dios se sirva de pecadores? Prueba a leer los evangelios.”
Es decir: si los sacramentos obran por sí mismos, ¿por qué no podría aplicarse este mismo principio a las obras de arte religioso, incluso si fueron realizadas por un pecador? En este caso, un abusador.
La comparación resulta a primera vista inteligente y piadosa. ¿No se ha servido Dios de los peores instrumentos para realizar su voluntad? ¿No sigue fluyendo la gracia por canales rotos? Pero en el caso de Marko Rupnik, el razonamiento se desmorona.
Porque la clave está en su arte: no nos encontramos ante obras de belleza objetiva mancilladas por su autor, sino ante una estética deformada, que ya antes de conocerse sus crímenes transmitía una inquietud profunda, una extrañeza malsana.
Las figuras de Rupnik no miran a nadie. Sus ojos saltones, desproporcionados, parecen mirar al vacío. Sus cuerpos están desfigurados, encajados en composiciones artificiales, como si un niño con conocimientos de color y oro intentara simular solemnidad sin haber conocido nunca la verdadera proporción ni la armonía.
Frente a la sobriedad majestuosa del icono bizantino, el arte de Rupnik parece un eco infantil, una caricatura pretenciosa. No eleva: desconcierta.
Muchos intuyeron desde hace años que había algo erróneo, algo torcido, en esos muros recubiertos de criaturas asimétricas. Hoy, a la luz de las denuncias, esa intuición cobra forma: el arte de Rupnik no fue vehículo de gracia, sino máscara de poder. No nos hablaba de Dios, sino de su autor. No era puerta al misterio, sino reflejo de una mente enferma.
El arte religioso, como recordaba Benedicto XVI, no es mero adorno; tiene una función litúrgica, pedagógica, espiritual. Debe ser bello, porque Dios es Belleza. No basta con la técnica ni con la intención: debe ajustarse a la verdad del Evangelio, y esa verdad es luminosa, proporcionada, serena.
No se trata de puritanismo. Se trata de discernir. Si alguien comete atrocidades pero pinta verdaderas obras maestras, la Iglesia puede —con dificultad— conservar la obra sin canonizar al autor. Pero cuando la obra es expresión de una mente torcida, como en este caso, conservarla no es fidelidad a la gracia, sino complicidad con la mentira.
Por eso no basta con «no rechazar la gracia». Hay que preguntarse si lo que estamos viendo en los muros de tantas iglesias es realmente gracia o un simulacro de ella. En el caso de Rupnik, la respuesta es dolorosamente clara.
