Un Pentecostés para la unidad de la Iglesia en el misterio del Filioque

Pentecostés y el Filioque representados en la venida del Espíritu Santo

Este Pentecostés no es uno más. Coincide con la conmemoración de los 1700 años del Concilio de Nicea, el primer gran concilio ecuménico, que definió con solemnidad la consubstancialidad del Hijo con el Padre: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza (sustancia) que el Padre. Es el corazón mismo del cristianismo: no seguimos a un profeta, sino al Hijo eterno de Dios hecho carne, Jesucristo. Y es precisamente desde esta certeza —que el Hijo es uno con el Padre— la Iglesia ha proclamado con fidelidad que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo: el célebre Filioque, pretexto doctrinal del cisma que dividió a Roma de las sedes dependientes de Constantinopla.

Hoy, en 2025, esta verdad teológica adquiere un relieve particular. En las últimas semanas se han celebrado varios encuentros entre el Papa León XIV y el Patriarca Ecuménico de Constantinopla con ocasión del aniversario de Nicea. León XIV, como agustino y profundo conocedor de la doctrina trinitaria de San Agustín, sabe que el Filioque no es un añadido arbitrario, sino una expresión legítima del mismo misterio ya desarrollado con precisión en el siglo IV por el obispo de Hipona: que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios, en una comunión perfecta y eterna, y que

El Espíritu Santo procede de ambos, no como si fueran dos principios, sino como de un solo principio.
(De Trinitate, XV, 26, 47)

Esta visión, que atraviesa toda la tradición latina, no es una ruptura con la fe de los Padres orientales, sino su legítima profundización. De hecho, la resistencia oriental al Filioque no fue tanto una negación del fondo teológico —pues muchas Iglesias orientales reconocen que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo o en el Hijo— sino más una objeción al modo en que fue introducido en el Credo sin un concilio común. Fue una cuestión de forma, más que de fondo. Y hoy, con la perspectiva de los siglos y la necesidad de unidad eclesial, esa convergencia se debería hacer más evidente.

Buena parte de las Iglesias que denominamos «ortodoxas», de hecho, reconocen ya que el problema no es la doctrina en sí, sino la oportunidad y el contexto en que se expresó. La propia formulación de Nicea implica ya la comunión eterna entre el Padre y el Hijo, fundamento necesario para entender la espiración del Espíritu.

Además, el Evangelio proclamado en estos días de Pentecostés habla con claridad:

Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí.
(Juan 15,26)

Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré.
(Juan 16,7)

La doble referencia a la misión del Espíritu y a su origen revela esa unidad inseparable entre Padre e Hijo en la espiración del Espíritu. Jesús mismo afirma: Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré. No se trata de una afirmación secundaria, sino de una manifestación revelada del misterio trinitario.

La teología católica, ratificada por concilios como el II de Lyon (1274) y Florencia (1439), ha enseñado con firmeza que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio y por una sola espiración. Esta enseñanza no es un tecnicismo: es la garantía de que el Dios que adoramos no es una suma de voluntades divinas, sino una comunión de Amor que se nos da enteramente en la historia. El Espíritu que descendió sobre los apóstoles no es una fuerza anónima, sino la Persona divina que nace del abrazo eterno del Padre y el Hijo, y que ahora habita en la Iglesia.

Que este Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu vivificante, nos anime a vivir con mayor profundidad la fe trinitaria que hemos heredado y que profesamos cada domingo. Porque no se trata solo de entender un dogma, sino de vivir según su fuerza: en comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu.