Por David Amado Fernández
La conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén nos introduce en la Semana Santa. La multitud lo recibe gritando: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» y Jesús, antes de expirar, clamó con voz potente: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!» Jesús recorre un camino. El que era esperado de las naciones, como rey humilde, entra en su ciudad montado en un pollino. También es el Hijo amado que muere por nosotros en la cruz y pasa de esta vida al Padre. Escribió el Padre Le Guillou: «En el corazón de su pasión, Cristo se encamina hacia su Padre mientras todos piensan que va hacia la muerte».
Durante estos días vamos a acompañar a Jesús en ese camino. Hemos de convencernos de que esto significa ir con él hacia el Padre. Escribió Benedicto XVI: «Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo vería llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino». Nosotros podemos seguirlo porque él nos permite participar de su vida, entrar en comunión con él. Al releer los relatos de su pasión, vemos todo lo que hizo por nosotros y, por los sacramentos, también podemos participar de esos acontecimientos y vivirlos.
Algunos, escandalizados por los gritos de la muchedumbre, que reconocía a Jesús como Mesías, piden que los hagan callar. Jesús responde: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras». Comentó san Juan Pablo II:
«Se acallarán los gritos de la muchedumbre del domingo de Ramos. El mismo Hijo del hombre se verá obligado al silencio de la muerte…, lo bajarán de la cruz, lo depositarán en un sepulcro, pondrán una piedra a la entrada y sellarán la piedra. Sin embargo, tres días más tarde esta piedra será removida… Así, esa “piedra removida” gritará, cuando todos callen. Gritará. Proclamará el misterio pascual de Jesucristo. Y de ella recogerán este misterio las mujeres y los apóstoles, que lo llevarán con sus labios por las calles de Jerusalén y, más adelante, por los caminos del mundo de entonces. Y así, a través de las generaciones, “gritarán las piedras”».
Sin duda, estos días, en las celebraciones litúrgicas, en los actos de piedad y en la oración personal, vamos a tener oportunidad de meditar pausadamente la pasión de Jesús. Hoy leemos la versión de san Lucas, que subraya la mansedumbre y el amor del corazón de Jesús. Lo vemos, por ejemplo, cuando cura al criado que ha sido herido por la espada; en la mirada no recriminatoria sino llena de piedad que dirige a Pedro, que le ha negado tres veces; en la compasión que siente hacia las mujeres de Jerusalén que lloran por él y a las que suavemente lleva a comprender que el mayor mal es el pecado; en cómo intercede por los que le quitan la vida: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»; y en medio de tanto sufrimiento, promete el paraíso al buen ladrón. Estos gestos nos indican la grandeza del amor de Jesús, que no se deja abatir por las tinieblas del mal. Él quiere que caminemos con ese mismo amor. Por eso se deja conducir al suplicio de la cruz, para que por su muerte nosotros obtengamos vida.
La alegría con que Jesús fue recibido a su entrada en Jerusalén también anuncia, en el inicio de esta Semana, la alegría de la resurrección. Entonces se comprenderá más profundamente la realeza del Mesías esperado. Él nos trae la paz; él quiere conquistar nuestros corazones con su amor.
Pidamos entrar en el espíritu de la contemplación. El evangelio, en la persona de Herodes, señala lo que debemos evitar. Él quería que Jesús hiciera algo prodigioso, un milagro y, dice san Lucas que «le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada». Frente a esa actitud, escojamos el silencio, donde nos podrá guiar la luz de Dios, para que conozcamos mejor su amor y para que le amemos más.
Cortesía de la revista mensual Magnificat
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