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Hoy les ofrecemos este extracto del libro «De la crisis de fe a la descomposición de España» de Gabriel Calvo Zarraute. «Al autor de este libro le duele España y le duele, sobre todo, la Iglesia. La tesis principal es que las dos agonías están conectadas porque la fidelidad al cristianismo ha sido el hilo conductor de la historia de España. El tema de este libro es una crítica valiente y dolorida a la Iglesia por haber descuidado su misión primordial en este momento histórico de autodestrucción humana. Cuando Occidente más necesitaba que le recordaran que este mundo no lo es todo, la Iglesia se rindió al mundo. Las críticas del padre Calvo Zarraute al estado actual de la institución a la que pertenece son muy acerbas. Nacen precisamente del amor a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad necesitada de su verdadero mensaje. Aunque no esté de acuerdo con algunas afirmaciones de este libro, comparto esta desazón. El padre Calvo Zarraute entregó su vida a Cristo, no a un funcionariado eclesiástico acomodaticio. Y el mundo necesita a Cristo, no sucedáneos buenistas».
Del prólogo de Francisco José Contreras Peláez.
Mujeres y moros y viceversa
En La superstición del divorcio, Chesterton escribe: «Feminista es alguien a quien no le gustan las principales características femeninas; y que, en su afán por negarlas, se inventa un prototipo femenino artificioso que se acomode a sus monomanías ideológicas». En pocas palabras, sustituir la realidad y la historia por la ideología. Como el infecto feminazismo y sus acémilas seguidoras, no sólo ocultan, sino que propagan, una visión tan idílica como falsa del islam peninsular, hemos de recordar cómo fue la vida de las mujeres en aquella Arcadia feliz que supuso Al-Ándalus, según la mitología que vende la abyecta izquierda islamófila.
El profesor Rafael Sánchez Saus anota en su gran obra Al-Andalus y la cruz, cómo para comprender el papel de la mujer en la cultura islámica hay que tener en cuenta varios factores: el Corán establece su absoluta supeditación al hombre: «los hombres tienen [sobre sus esposas] una preeminencia»; el carácter tribal, con predominio patrilineal; y la pronta importancia adquirida por la esclavitud, debido a la expansión guerrera y que se mantiene de hecho en varios países musulmanes desde Mauritania hasta el golfo Pérsico.
Así, los clanes árabes eran reacios a casar a sus mujeres fuera de ellos y, además, optaban por encerrarlas, sobre todo a medida que su civilización se urbaniza. Según Sánchez Saus: «la generalización del velo y del enclaustramiento fueron la respuesta a los peligros que representaban para el honor femenino y del clan las condiciones de mayor contacto y proximidad imperantes en las sociedades urbanas. De ello se derivaba también la total eliminación de la mujer de la vida pública». En consecuencia, a las mujeres se les va ubicando en una situación legal de inferioridad: las hijas heredan la mitad que los hijos, el testimonio de una mujer en un juicio vale la mitad que el de un hombre musulmán y lo mismo que el de un cristiano o un judío.
Limitadas las mujeres legales a la procreación, la honra del clan y la educación de los hijos, ¿cuáles son las mujeres que entre la oligarquía gobernante de Al-Ándalus dan el tono social y son admiradas por los hombres? Las que no tienen honor que proteger; es decir, las esclavas sexuales, pero no cualquier tipo de concubina, sino una refinada (yawari). Ese refinamiento lo adquirían en «academias» a donde se les llevaba después de haber sido capturadas en aceifas y piraterías, entregadas como tributo exigido o compradas en Europa, recuérdese cómo Verdún era un centro de las rutas de las caravanas de esclavos. Algunas de estas escuelas se hallaban en Al-Andalus y otras en el Magreb. Una vez aprobado su adiestramiento en proporcionar placer a los varones, se las enviaba a los harenes. A ellas les escribirán encendidos versos los poetas, generales, visires y califas.
Las más hermosas y cultas podían convertirse en personalidades en Córdoba, Bagdad, Damasco o El Cairo y ser deseadas y elogiadas por los hombres más poderosos. Pero siempre seguían siendo esclavas y podían ser compradas, vendidas o prestadas, como inversión, por aburrimiento, para satisfacer la lujuria de sus pretendientes o de sus amigos y familiares. Si parían a un niño, recibían el título de umm walad (madre de un varón) y alcanzaban la libertad a la muerte de sus amos, otras eran emancipadas. Aunque en algunas cortes europeas las amantes reales llegaran a tener un gran poder, éstas eran siempre mujeres libres, en muchas ocasiones con un título nobiliario y, por cierto, dueñas de un gran patrimonio.
El tipo de mujer ideal que gustaba a los árabes (y a los musulmanes orientalizados) era blanca, rubia y de ojos claros. Entre los Omeya abundaban los rubios, como el primer Abderramán, hijo de una esclava bereber cristiana llevada a Damasco, y, también el tercero, hijo de una vascona. Éste se teñía de negro su barba rubia para aparentar ser más árabe y así ser más respetado por los suyos. Pero ni tan siquiera la mujer que reuniese las condiciones de ser una beldad rubicunda, melodiosa cantante y excelente amante tenía su vida asegurada. Claudio Sánchez Albornoz en De la Andalucía islámica a la de hoy subraya que las mujeres de los harenes competían entre sí por el favor del amo. Las concubinas de Abderramán III, a quien también le gustaban los mozalbetes como fue el caso de San Pelayo que prefirió el martirio a que el califa lo sodomizara, se compraban entre ellas el puesto para yacer con el califa, quien tenía tan mal humor que a las demasiado rebeldes o desobedientes las hacía desfigurar el rostro aplicándoles hierros candentes o hasta decapitar.
Esta era la descripción que hizo el filósofo andalusí Averroes de las mujeres musulmanas: «Nuestro estado social no deja de ver lo que de sí pueden dar las mujeres. Parecen destinadas exclusivamente a dar a luz y a amamantar a los hijos, y ese estado de servidumbre ha destruido en ellas la facultad de las grandes cosas. He aquí por qué no se ve entre nosotros mujer alguna dotada de virtudes morales: su vida transcurre como la de las plantas, al cuidado de sus propios maridos. De aquí proviene la miseria que devora nuestras ciudades, porque el número de mujeres es doble que el de hombres y no pueden procurarse lo necesario para vivir por medio del trabajo».
Las mujeres mozárabes podían, por ejemplo, ir solas o en grupo a Misa, lo que excitaba los celos de los varones musulmanes, que acusaban a los clérigos de seducirlas y violarlas; algún muecín incluso propuso que se obligase a los sacerdotes a casarse. Dos de ellas que participaron en el movimiento martirial voluntario de Córdoba del siglo IX, Natalia y Liliosa, mostraron su condición de conversas del islam al cristianismo cuando «decidieron ir a la iglesia con el rostro destapado, al uso cristiano, sin temor ya a ser descubiertas, como en efecto sucedió», dice Sánchez Saus. Ellas y sus maridos fueron ejecutados por apóstatas el 27 de julio del 852.
En contraste con Al-Andalus, en España y el resto de la Europa cristiana la unión de la herencia romana, las costumbres germanas y la cosmología cristiana, que convierte a una joven en Madre de Dios y mediadora entre Él y los hombres, hace que las mujeres vayan ganando derechos y poder: heredan en igualdad de condiciones que los hombres, norma que ya aparece en el Liber Iudiciorum, promulgado por el rey godo Recesvinto hacia 654. Pueden gobernar sus casas, sus campos, sus conventos y sus empresas; son tutoras de sus hijos menores, incluso cuando son herederos de reinos; etc. Mientras la base de estructura social en el islam es el clan y la poligamia, en el cristianismo lo es el matrimonio monógamo y la familia, apunta Santiago Cantera en Hispania-Spania.
El Código de Huesca, de mediados del siglo XIII, estableció que la mujer acusada de adulterio se justificará sólo ante su marido y no ante el concejo en pleno, lo que constituye un precedente del tratamiento de esta conducta no como delito público, sino como asunto privado; y de este código se trasladó a los fueros aragoneses. En un libro clásico, Para acabar con la Edad Media, la gran historiadora francesa Régine Pernoud describe los documentos en que el varón que quiere peregrinar a Tierra Santa o marchar a las cruzadas, para vender una propiedad o hacer una donación de manera válida tiene que conseguir la firma de su esposa.
La primera reina española que gobierna como propietaria y no como consorte es Urraca I de León (1109-1126); y le siguieron Petronila I de Aragón; Juana I y Blanca I de Navarra; y Berenguela I, Isabel I y Juana I de Castilla. Por cierto, Castilla fue el primer reino europeo en que se sucedieron dos reinas, Isabel I y Juana I. Las europeas de la Edad Media, incluso las mozárabes españolas, sabían que eran más libres que las musulmanas, señala Pío Moa en La Reconquista y España. En cambio, hoy, en una Europa poscristiana y posracional, muchas europeas fantasean con vivir en un serrallo moro y sostienen, sin vacilar, que las mujeres que se envuelven en velos y tienen que caminar siempre detrás de sus maridos, lo hacen por voluntad propia.
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Este fragmento ha sido extraído del libro De la crisis de fe a la descomposición de España (2021) de Gabriel Calvo Zarraute, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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