La revolución empieza en Versalles

Creer o morir

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Hoy les ofrecemos este extracto del libro ¡Creer o morir! de Claude Quétel. Así expresaba su indignación el periodista Jacques Mallet du Pan en el Mercure de France del 16 de octubre de 1789, al comienzo mismo de la Revolución francesa. Una proclama que desmiente la tesis, hoy casi oficialmente aceptada, de que hubo dos «revoluciones»: una buena, la de los derechos humanos, que se habría corrompido en una mala, la del Terror.

La revolución empieza en Versalles

Los 1.139 diputados elegidos en los Estados Generales (el número varía un poco según las fuentes) tenían en común su inexperiencia política. Los de la nobleza, 270, eran sobre todo militares y terratenientes; los 291 representantes del clero eran por dos tercios párrocos, y los 578 diputados del Tercer Estado, en un 70% pertenecían a la pequeña burguesía, eran instruidos, partidarios de las ideas filosóficas, muy a menudo hombres de leyes (abogados, en su mayoría). Ni artesanos, ni obreros ni campesinos, salvo algunos «trabajadores» o «gallitos del pueblo». Solo hay 76 comerciantes, algunos médicos y un único banquero.

Edmund Burke, diputado conservador en la Cámara de los Comunes, orador brillante llamado el «Cicerón británico», siguió de cerca los acontecimientos en Francia. Sus reflexiones sobre la Revolución en Francia aparecieron en octubre de 1790 y tuvieron un éxito considerable. Aunque admite que el régimen político de Francia necesita ser reformado profundamente, condena esta delegación formada «por desconocidos abogados de provincia, secretarios judiciales de jurisdicciones inferiores, procuradores de pueblo, notarios y procuradores, y toda la gente de los gremios de justicia municipales».

Destacaban algunas figuras. Se distinguía de manera particular Mirabeau, a quienes los patriotas alababan por sus violentos panfletos contra la administración de Necker. Desde el anuncio de los Estados Generales, se puso a hacer campaña en Provence contra los privilegios de la nobleza, aunque él mismo era noble (repudiado, además, por su estamento), siendo al final elegido triunfalmente por el Tercer Estado de los senescalados de Aix y Marsella.

Entre los diputados del Tercer Estado, encontramos a Duport, Sieyès, Target, Barnave y Mounier, los dos cabecillas de la «Jornada de las tejas» y, entre los nobles, además del duque de Orleans, elegido por la nobleza de varias bailías, La Fayette, Condorcet, el conde de Clermont-Tonnerre y el conde de Antraigues. A diferencia de su hermano mayor, el vizconde de Mirabeau es un elegido por la nobleza y un feroz defensor del trono. Es llamado Mirabeau-Tonneau [Mirabeau-Tonel] a causa de su gordura y, probablemente, por su afición al alcohol. Con todo, era un orador agradable, conocido por sus buenas palabras. En las filas del clero figuran Talleyrand, así como el padre Maury, cuarenta y tres años, hijo de un sencillo zapatero, brillante escritor y predicador de gran talento, académico desde 1784. 

En lo que se refiere a Pierre-Victor Malouet, fue elegido por el Tercer Estado por el senescalado de Riom, del que era nativo. Jurista, cultivador de azúcar en Santo Domingo antes de ser intendente de la Marina en Toulon, también era miembro de la academia de Marsella; lo menos que se puede decir es que no pertenecía al Partido nacional, como testifican sus preciosas Memorias: «Estaba a punto de pedir mi dimisión cuando vi a pequeños burgueses, escribanos, abogados, sin ninguna instrucción sobre los asuntos públicos, citando el Contrato social, declamando con vehemencia contra la tiranía, contra los abusos, proponiendo cada uno una constitución. Yo me imaginaba los desastres que tales extravagancias podrían causar en un ámbito más grande, y llegué a París insatisfecho de mí mismo, de mis conciudadanos y de los ministros que nos arrojaban a este abismo».

El caso es que el aire del filosofismo corre entre la mayor parte de los elegidos. La masonería, con más de mil logias en Francia en 1789, tenía a 115 de los suyos entre los diputados del Tercer Estado, 80 en la nobleza e incluso 19 en el clero. Es verdad que tiene por norma proscribir en sus reuniones todo lo relacionado con los «asuntos de Estado» y se puede descartar la tesis, que sin embargo será muy popular, del complot francmasón, pero es verdad que sus objetivos eran los de una sociedad mejor, el progreso de la humanidad, y sus principios, los de la igualdad, la libertad, la fraternidad.

Los diputados se reunieron por primera vez el 4 de mayo de 1789, con ocasión de la ceremonia de apertura en Versalles. En la procesión debían vestir una indumentaria especial por cada estamento; la indumentaria negra y estricta del Tercer Estado contrastaba con la colorida del clero y la nobleza. Desgraciadamente, el poder real quiso poner de manifiesto así el mantenimiento de la distinción secular y, más aún, la del voto por estamento y no por cabeza. Madame de Staël, hija de Necker, cuenta en sus recuerdos lo mucho que le impresionó la procesión solemne de los tres estamentos. El número de los diputados del Tercer Estado, su traje negro, «sus miradas firmes y seguras» impresionaban.

Diez mil espectadores, llegados sobre todo de París, llenaban las calles. Después de la misa solemne de la tarde en la iglesia de Saint-Louis, el obispo de Nancy, que pronunció una homilía de más de una hora y media, le presentó al rey «el homenaje del clero, el respeto de la nobleza y las humildes súplicas del Tercer Estado».

La apertura de los Estados Generales tuvo lugar el día siguiente, el 5 de mayo. Luis XVI, revestido con la gran capa de la Orden del Espíritu Santo y con un sombrero en el que brillaban los diamantes de la corona, pronunció el discurso de apertura con una voz poco segura, evocando desde el principio la deuda del Estado antes de añadir: «Una inquietud general, un deseo exagerado de novedades se han adueñado de los ánimos y acabarán confundiendo totalmente las opiniones si no nos apresuramos a fijarlas reuniendo opiniones sabias y moderadas». Madame de Staël relató que «los rostros de los diputados expresaban más energía que la del monarca, y este contraste debía de ser motivo de inquietud en circunstancias en las que todavía no había nada decidido y era necesaria la fuerza por ambas partes».

A continuación, tomaron la palabra el Guardián de los Sellos, Barentin y, después, Necker: el primero para no decir nada, y el segundo para no hablar prolijamente más que del restablecimiento de las finanzas y de una reforma del sistema fiscal. En París se lamentaron de que el ministro, que se suponía favorable al pueblo, no hubiera abordado la cuestión de la Constitución que había que dar al reino, ni la otra, crucial, del voto por estamento o por cabeza. Algunos hablaron de desprecio a los diputados del Tercer Estado. En los cafés se cantaba, con la melodía de Calpigi: «¡Viva el Tercer Estado de Francia! / Tendrá el predominio / sobre el príncipe, sobre el prelado».

Este vaivén en lo alto es infinitamente peligroso. ¿Por qué el rey no se deja ver y no pide a los diputados una serie de reformas? Muchos esperaban la institución de dos cámaras, como en Inglaterra, teniendo al soberano como árbitro. Se podría debatir también del impuesto que, de una manera u otra, habrá que establecer. No se hizo nada de todo esto. Cansado, el soberano desapareció de la escena después de su discurso, y no se dio cuenta del alcance que tenía lo que sucedió al día siguiente, cuando los diputados del Tercer Estado se negaron a reunirse aparte, proponiendo a sus compañeros del clero y de la nobleza que se unieran a ellos atribuyéndose, a la inglesa, el título de «Comunes». El rey tampoco vio la emboscada que se estaba preparando cuando los diputados del Tercer Estado, a falta de una sala común, pidieron que la verificación de los poderes de los diputados de los tres estamentos se hiciera en común, táctica para llegar al «voto» por cabeza. El clero y la nobleza se negaron.

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Este fragmento, ha sido extraído del libro ¡Creer o morir! (2021) de Claude Quétel, publicado por Bibliotheca Homo Legens.

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