(Padre Laurent Spriet en La Nef)-Los cristianos siempre corren el peligro de conformarse al espíritu del mundo y no al Espíritu del Evangelio. He aquí un adagio muy conocido que sigue siendo relevante hoy en día.
Padre Laurent Spriet
«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Este es un criterio de reconocimiento dado por el mismo Señor, pero podríamos añadir lo siguiente: es no justificando el uso de medios malos para conseguir un fin bueno como seréis reconocidos también vosotros como discípulos míos. San Pablo se enfrentó a este problema cuando escribió a los romanos: «Y ¿por qué no hacer el mal para que venga el bien? Esto es lo que algunos afirman calumniosamente que nosotros decimos. Estos tales tienen bien merecida su condena» (Rm 3,8). Para el apóstol de las gentes, la cuestión estaba clara: un fin bueno no justifica el uso de medios malos.
La parábola del administrador deshonesto
La parábola del administrador deshonesto (Lc 16,1-8) plantea problemas de comprensión a muchos fieles. Una lectura superficial y errónea nos haría creer que Jesús está alabando la deshonestidad de este administrador para quien, precisamente, el fin justifica los medios: como pronto se quedará sin trabajo (circunstancias), quiere hacer amigos (buen fin) por lo que falsea las cuentas de su amo (malos medios) para que, una vez en el paro, sea bien recibido y no tenga que cavar o mendigar para ganarse la vida. Este hombre es astuto para conseguir su objetivo. Piensa en el futuro y es previsor. Es su habilidad y prudencia lo que el Señor alaba, no su deshonestidad.
Las fuentes o criterios de la moralidad
Tras el adagio de que el fin justifica los medios se esconde la cuestión de las fuentes de la moralidad: ¿qué hace que un acto humano (consciente y voluntario) sea moralmente bueno o malo? ¿Es principalmente el fin? En caso afirmativo, ¿justifica el fin los medios? ¿Es principalmente el acto elegido con vistas al fin? En caso afirmativo, ¿hay actos que son intrínsecamente (siempre y en todas partes) malos en sí mismos y no pueden utilizarse ni siquiera para un fin bueno? La respuesta cristiana a esta última pregunta es afirmativa. Para el cristiano, el fin bueno no justifica el uso de ciertos medios intrínsecamente malos, ni siquiera en circunstancias dramáticas (Cfr. Encíclica Veritatis Splendor de san Juan Pablo II, sobre todo en los números 56, 67, 78, 80-83, 95). Por el contrario, para el mundo «que yace en el poder del Maligno» (1 Jn 5,19), el orden de las fuentes de la moral se invierte: las circunstancias y la finalidad tienen prioridad sobre el acto elegido como medio para alcanzar un fin. Esto es lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no justifica los medios. Así, no se puede justificar la condena de un inocente como un medio legítimo para salvar al pueblo» (CIC 1753). Esto es lo que olvidó Pilato: aceptó condenar a Jesús, aun sabiendo que era inocente, para preservar la paz social y su propia tranquilidad.
Los actos intrínsecamente desordenados
«Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien» (CIC 1756). Hay actos que no pueden ordenarse a Dios y al verdadero bien de la persona humana: son intrínsecamente malos moralmente. Así, podríamos ampliar la lista de ejemplos que da el catecismo: porque queremos tener hijos (un fin bueno y legítimo), vamos a utilizar la reproducción médicamente asistida (o un vientre de alquiler). Porque queremos regular la natalidad de nuestra pareja, usaremos anticonceptivos o nos haremos una vasectomía. Porque queremos acabar con su sufrimiento, le aplicaremos la eutanasia. Porque tenemos que ganarnos la vida, invertiré en empresas cuyas actividades son pública y gravemente inmorales. Porque quiero defender la liturgia que me gusta más o que me parece objetivamente mejor, hablaré mal de ella en internet. Porque mi causa política es justa, tengo derecho a usar la violencia. Porque considero que mi matrimonio religioso no es válido y tengo derecho a ser feliz, me vuelvo a casar por lo civil sin comprobar la validez de mi matrimonio anterior. Y así sucesivamente.
Testimonios de la conciencia
En el Antiguo Testamento, la casta Susana prefiere ser condenada por jueces inicuos antes que ceder a su perversidad. En el Nuevo Testamento, san Juan Bautista reprocha a Herodes su inmoralidad conyugal. Santo Tomás Moro prefiere la fidelidad a la indisolubilidad del matrimonio antes que someterse a Enrique VIII y aprobar su voluntad cismática. Más cerca de nosotros, el beato Franz Jägerstätter se negó a servir en el ejército nazi. Todos estos testimonios o mártires de una conciencia verdadera y recta han reivindicado las palabras de Isaías: «¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!» (Is 5,20). No todos estamos llamados al martirio sangriento, pero sí al martirio de la vida, es decir, al testimonio coherente de nuestra vida sobre la verdad del bien y del mal. Estamos llamados a la santidad «por la obediencia a la verdad» (1 Pe 1,22).
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana