El Antiguo Testamento es la historia de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel. Es una historia de traiciones, avisos, castigos, arrepentimientos y reconciliaciones.
Cuando el pueblo de la Alianza se olvida de ella y la traiciona, Dios les avisa por medio de los profetas y les insta a arrepentirse y volver a Él; si el pueblo no hace caso a los avisos y se mantiene en su traición, sobrevienen los castigos, proporcionales a la traición cometida. El castigo produce el arrepentimiento, y con él la reconciliación.
Este ciclo se repite una y otra vez. Cuando el pueblo, tras la salida de Egipto, olvida a Dios y regresa a los ídolos, adorando el becerro de oro, sólo la intercesión de Moisés salva al pueblo del exterminio total, y el castigo se reduce -gracias a esa intercesión- a la muerte de 3000 hombres. La falta de confianza en el Dios que, a pesar de ella, proporciona al pueblo comida (el maná) y bebida, haciendo brotar agua de las piedras, merece el castigo de la plaga de serpientes venenosas que diezman la población; las súplicas y el arrepentimiento logran que Moisés levante la serpiente de bronce y quien la mira queda curado.
Nuevas muestras de desconfianza y desobediencia tienen como resultado la condena a permanecer cuarenta años en el desierto antes de entrar en la tierra prometida, de modo que ningún miembro de la generación que salió de Egipto, salvo Josué, logrará entrar en ella, ni siquiera el propio Moisés.
A lo largo del Antiguo Testamento se suceden nuevos episodios de traición a la Alianza, que tienen como resultado grandes sequías, como cuando el cielo se cerró durante tres años y medio, hambrunas, pestes, derrotas militares e invasiones por parte de pueblos enemigos, como la destrucción de Jerusalén y del Templo por parte de los asirios y la cautividad del pueblo en Babilonia. El arrepentimiento del pueblo cautivo logra la derrota de los asirios por parte de los persas y el edicto de Ciro, que permite a los hebreos regresar a Israel y reconstruir la ciudad y el Templo.
La última traición, y la más grave, es el no reconocimiento del Mesías y su entrega a los romanos para su ejecución, a pesar de que las Escrituras están llenas de referencias al «varón de dolores» que paga con su sufrimiento y muerte por los pecados del pueblo. Esta última traición tiene dos terribles consecuencias: en lo material, la destrucción de Jerusalén y del Templo por las legiones de Tito en el año 70, pasando a espada a sus habitantes, destrucción profetizada por Jesús en la vigilia de su prendimiento y que comporta, además, el inicio de la diáspora del pueblo judío entre las naciones de los gentiles. Los judíos pierden su patria. En lo espiritual, la consecuencia es todavía más funesta, puesto que supone la ruptura de la Alianza con Israel. A partir de ese momento, la Alianza queda concertada con el «nuevo Israel», es decir, el conjunto de pueblos gentiles que reconocen a Cristo como Salvador y Señor.
Y aquí llegamos al punto importante de reflexión. Si nosotros somos ahora el «pueblo de la Alianza», ¿qué puede llevarnos a la absurda suposición de que esta Nueva Alianza no siga las «normas» de la anterior? ¿Qué puede llevarnos a la absurda suposición de que ahora podemos permitirnos olvidar la Alianza y traicionarla sin esperar los castigos correspondientes? ¿Acaso Dios puede ser inconsecuente?
Dios es Misericordia, y por ello no castiga sin enviar a sus profetas para llamar al pueblo al arrepentimiento y esperar con gran paciencia hasta el último momento. Pero también es Justicia, y la Justicia exige reparación proporcional a las ofensas.
Nunca como hoy esta Nueva Alianza ha sido pisoteada. No sólo hemos olvidado a Dios, sino que nos burlamos de Él con las ofensas más abominables y pretendemos rehacer Su creación a nuestro capricho. Basta pensar en esas blasfemas celebraciones del «orgullo gay», en los continuos ataques a iglesias, monumentos e instituciones católicas, en las legislaciones sobre el aborto, la eutanasia, el cambio de sexo…, en la pedofilia y el satanismo que ganan cada día adeptos, en el transhumanismo que pretende transformar al hombre en un ser tecnológico, en el malthusianismo de las élites, deseosas de reducir a toda costa la población mundial, en el infierno en la tierra que el nuevo orden mundial pretende crear… En el olvido total de Dios por parte de la gran mayoría de la población, que a pesar de declararse en gran parte cristiana vive de hecho como si Dios no existiese, dando únicamente satisfacción a sus deseos y a sus caprichos, eso que la Escritura define como «la gran apostasía». Deberíamos releer lo que la Biblia dice acerca de esa «gran apostasía», y tal vez entonces comenzaríamos a entender que nada de esto puede suceder sin comportar terribles consecuencias, cuyo único remedio o alivio depende del grado de nuestro arrepentimiento, de nuestra conversión, de nuestra penitencia, de nuestra vuelta a Dios… De Dios no se burla nadie sin pagar un altísimo precio.
Igual que en la Antigua Alianza, cuando Dios avisaba al pueblo por medio de sus profetas, tampoco ahora cesa de avisarnos, una y otra vez, desde 1830 por medio de la Reina de los Profetas, la Virgen Santísima. En cada una de sus múltiples apariciones, María nos pide llorando recapacitar y convertirnos para evitar el tremendo castigo que estamos preparando para nosotros mismos y del que alguna de esas apariciones, como las de La Salette, Garabandal o Akita, ofrecen temibles descripciones.
¿Pero cuántos escuchan esas advertencias? ¿Cuántos optan por el arrepentimiento, la conversión, la penitencia, el retorno a los sacramentos, el regreso a Dios? Mirando a mi alrededor, pienso que son muy pocos los que lo hacen. La increencia de la gran mayoría es tan profunda que los incapacita para escuchar cualquier advertencia. La convicción de que sólo existe la materia y que con la muerte termina todo está tan arraigada que bloquea cualquier posibilidad de reconsideración. Y sin embargo, la sola observación de los milagros cotidianos de la naturaleza, la sola observación de la capacidad humana de amar y de sentir la belleza, la bondad y la justicia, deberían bastar para abrirnos los ojos. Pero estamos tan ciegos que ni lo más evidente es capaz de hacer mella en un alma en la que ni siquiera creemos, puesto que nos consideramos el puro resultado de determinadas reacciones químicas. Nunca en la historia de la humanidad se ha dado tal grado de ceguera colectiva.
No podemos cesar de llamar la atención sobre todo ello, de hacer una llamada tras otra a la razón, don de Dios, que sobrevive en el fondo de nosotros, y que tal vez en algún momento logre despertar. No podemos dejar de pedir a Dios el despertar de nuestra conciencia.
Que así sea.
Pedro Abelló