Francisco ha elegido número dos para la Secretaría de Estado: el venezolano Edgar Peña Parra, que entre 2002 y 2005 fuera oficial en la Nunciatura en la Honduras de Rodríguez Maradiaga, donde trabó una pueba amistad con Juan José Pineda y para el que abogó ante el arzobispo para que le convirtiera en obispo auxiliar y mano derecha. Pineda ha sido retirado como consecuencia de acusaciones consideradas verosímiles de acoso homosexual a varios seminaristas.
Llegas a casa una tarde y tu mujer se ha teñido el pelo de negro, como el ala de un cuervo. De natural castaño claro, las raras veces que se lo tiñe es siempre de rubio. Bueno, te dices, a la gente le gusta cambiar de vez en cuando.
Pero solo unos días más tarde descubres que se ha cortado el pelo en una melenita hasta los hombros y se lo ha alisado. Es curioso, te dices, porque siempre estuvo orgullosa de su pelo largo y ondulado. También a ti, para ser sincero, te gustaba más como lo tenía antes. Pero la cosa no tiene demasiado importancia.
Solo que empieza a volver más tarde del trabajo, entre una y dos horas más tarde, porque, dice, han despedido a varios y las cosas están fatal y el trabajo se acumula y… Pero siguen los cambios. Si antes se metía temprano en la cama con un libro, ahora permanece horas en el salón tecleando en su móvil. Cosas que antes le aburrían, ahora le entusiasman, y ha abandonado por completo otras que acostumbraba a hacer. Viste de otra manera, usa nuevas expresiones, tiene reacciones diferentes… Hasta que te das cuenta de que no reconoces en la mujer con la que vives a aquella con la que te casaste. Y concluyes que está pasando algo que se te oculta.
No es por este cambio o por aquel; cada uno de ellos, aisladamente, tiene una explicación más o menos verosímil: es la acumulación de todos ellos lo que lleva al recelo y la sospecha.
Un católico, cualquier católico, debe lealtad y obediencia al Santo Padre, y como tal, desde el inicio del presente pontificado, he tratado de buscar las explicaciones más positivas a las actitudes y decisiones más desconcertantes del Santo Padre.
Escogiendo al azar y desordenadamente las incontables ocasiones que ha sido causa de perplejidad, es perfectamente posible que no dijera una palabra para animar a los católicos irlandeses o a los parlamentarios argentinos antes de sendas votaciones cruciales sobre el aborto porque lo juzgara innecesario, ya que la postura de la Iglesia es perfectamente clara a este respecto; y que, en cambio, predique con vehemencia sobre el Cambio Climático y otras materias en las que no se le supone especial conocimiento ni responsabilidad porque las juzga clave y ve conveniente aprovechar su posición para concienciar de su importancia.
Es posible que crea de corazón en la perfecta inocencia de su mano derecha, el Cardenal Maradiaga, o que piense que quizá haya cometido algunas imprudencias pero quiera darle una nueva oportunidad; hasta es concebible -improbable, pero concebible- que en el cúmulo de acusaciones contra el hondureño no haya nada de cierto y todo sean infamias o malentendidos.
Quizá no haya respondido a sus cuatro hermanos cardenales sus dudas sobre la interpretación de Amoris Laetitia -los celebérrimos Dubia- porque juzga clara la exhortación apostólica e improcedente la medida de los cardenales, algo que es mejor responder con un caritativo silencio.
Puede que sus gestos de cariño especialísimo a líderes políticos de la izquierda que maltratan a los católicos, desde Fidel Castro a Evo Morales, o que están condenados por corrupción -Lula de Silva- sea un evangélico ir tras la oveja perdida, y es pura coincidencia el hecho de que todos ellos pertenezcan a la izquierda populista.
Tal vez sean válidas las explicaciones ofrecidas por sus apologetas de cámara al «Dios te ha hecho gay», a las declaraciones sobre la no existencia del Infierno a Scalfari -en su quinta entrevista personal con el ateo fundador de La Repubblica-, al cambio súbito y sin consulta del Catecismo, a las cartas que se le entregan en mano y dice no haber recibido, a los titubeos en materia gravísima como es la Sagrada Eucaristía, a su arriesgado ecumenismo, a sus fulminantes ceses, a sus inexplicadas disoluciones de órdenes religiosas pujantes, a…
Sí, cada una de las explicaciones puede ser válida, con cierta suspensión de la credulidad y toneladas de buena voluntad. Pero, como en el ejemplo con el que empezaba, es la acumulación, siempre en la misma dirección, lo que nos desanima.
Ha tardado dos días en decir una palabra sobre la debacle de Pensilvania, y en su inspirado discurso lleno de las fórmulas esperables de ‘vergüenza y pena’, seguimos echando en falta decisiones concretas, duras… Católicas. Algo, cualquier cosa, que nos haga ver que realmente se da cuenta de la gravedad de la crisis y va a tomar medidas en consonancia.
Pero no, todo queda en palabras que podría haber redactado cualquier gabinete de comunicación medianamente diestro.
Lo último, en plena crisis, ha sido nombrar un ‘sostituto’ para los asuntos generales de la Secretaría de Estado, un número dos para el Cardenal Parolin, el venezolano Edgar Peña Parra. Peña Parra, ahora nuncio en Mozambique, trabajó entre 2002 y 2005 en la Honduras de Rodríguez Maradiaga, donde trabó una pueba amistad con Juan José Pineda y para el que abogó ante el arzobispo para que le convirtiera en obispo auxiliar y mano derecha. Pineda ha sido retirado como consecuencia de acusaciones consideradas verosímiles de acoso homosexual a varios seminaristas.