TRIBUNA: Carta a León XIV sobre los títulos mariológicos

Por: Francisco José Vegara Cerezo - sacerdote de Orihuela-Alicante

TRIBUNA: Carta a León XIV sobre los títulos mariológicos

Santidad, ciertamente se debe empezar reconociendo que el documento “Mater populi fidelis”, que tiene claras intenciones de zanjar doctrinalmente el asunto tratado, y que ha sido aprobado y firmado formalmente, ha de ser también considerado, sin ambages, como magisterio ordinario, el cual, como explica el punto 892 del catecismo, exige obediencia religiosa, hasta el punto de que ninguna conciencia católica que reconozca al firmante, está eximida de su sincero acatamiento, cuya denegación, antes bien, comporta una gravedad que sólo está por detrás de la desobediencia de fe, penada con la excomunión, ya que por algo se dirá que «Roma locuta, causa finita», y, aunque se aduzca la cita de Hechos 5, 29, en cuestiones de fe hay que obedecer al magisterio como a Dios mismo, pues, si no, ¿qué sentido tiene la asistencia especial del Espíritu Santo, cuya función se supone que es justamente la de prestar una garantía objetiva?; por tanto, está fuera ya de toda discusión que, si se ha sentenciado que el título de “corredentora”, aplicado a María, es siempre inoportuno e inconveniente, y que, en consecuencia, su uso no es un verdadero honor a la Madre (n. 22), sino que, como consecuencia lógica, sería un deshonor y hasta una injuria, no hay más que hablar, y queda ya definitivamente prohibido su uso dentro de la teología y la liturgia católicas; sobre el título de “mediadora de todas las gracias” la sentencia no es tan rotunda, al decir que tiene límites que no facilitan la correcta comprensión del lugar único de María (n. 67); pero queda también desautorizado su uso, y no sólo obviamente en el ámbito teológico sino nuevamente en el litúrgico y devocional.

Como, a mi parecer, el auténtico constitutivo formal mariológico, es decir: aquel título de María que fundamenta todos los demás, que, a su vez, brotan del mismo, es su inmaculada concepción, y no su maternidad divina, que también se derivaría del anterior, creo que todo estudio serio mariológico ha de partir de ahí.

Es comprensible que el documento tratado no polemice sobre un título que es ya dogma de fe, sino que simplemente habla, en el punto 14, de María como la primera redimida; pero, si pretendemos regirnos por el mismo rigor técnico, resulta ineludible plantear desde el inicio cómo ese título se puede conciliar con la tajante sentencia paulina de que todos pecaron, y están privados de la gloria de Dios (Rm 3, 23), pues el universal debe inexorablemente abarcar la totalidad íntegra de los particulares.

Se podría incluso decir que la mariología católica tiene un doble pecado original: el axioma del «nunquam satis» y la noción del privilegio mariano, pues lo primero abre una perspectiva infinita que sólo corresponde propiamente a Dios, y lo segundo contradice la afirmación bíblica de que en Dios no hay acepción de personas (cf. Jb 34, 19; Mt 22, 16; Hch 10, 34; Rm 2, 11; Ga 2, 6, y Ef 6, 9); por tanto, no valdría el argumento del privilegio como intento de zafar a María, del universal paulino, pues hasta Dios, que no puede negarse a sí mismo (cf. 2Tm 2, 13), debe plegarse al principio fundamental de la lógica: el de no contradicción.

Ya el doctor Angélico hizo las siguientes afirmaciones: La Virgen María (…) fue corporalmente concebida, y después espiritualmente santificada (Suma Teológica III, q. 27, a. 1, ad 3); de cualquier manera en que la Virgen María hubiera sido santificada antes de la animación, jamás habría incurrido en la mancha de la culpa original, y, en consecuencia, tampoco habría necesitado la redención y la salvación que vienen por Cristo; (…) pero resulta inaceptable que Cristo no sea el salvador de todos los hombres (o. c. III, q. 27, a. 2); si el alma de la santísima Virgen no hubiera estado nunca manchada con la corrupción del pecado original, habría quedado rebajada la dignidad de Cristo, que emana de su carácter de salvador universal; (…) la Virgen María contrajo el pecado original, aunque fue purificada del mismo, antes de nacer del seno materno (o. c. III, q. 27, a. 2, ad 2); al celebrar la fiesta de la concepción, no se da a entender que fuera santa en su concepción, sino que, al ignorarse el tiempo en que fue santificada, se celebra, más bien, la fiesta de su santificación que la de su concepción (o. c. III, q. 27, a. 2, ad 3); en la misma concepción de Cristo, en la que debió brillar, por primera vez, la inmunidad del pecado, debemos creer que se produjo en la madre la supresión total del «fomes» por la influencia del Hijo en ella (o.c. III, q. 27, a. 3).

Por mucho que se acuda a la muy superada visión aristotélica de la concepción y la gestación humana, como excusa para desacreditar la doctrina del santo en este punto, parece imposible sortear la contundente razón teológica que el mismo esgrime contra la inmaculada concepción de María: la necesaria universalidad de la redención obrada por Cristo; por tanto, para que María pudiera ser redimida, y puesto que «redimido» significa «caído», alguna falta o caída debía de tener, aunque sólo fuera la del pecado original; así se ve también la falacia y el contrasentido de hablar de «redención preventiva» o «preservativa», que aún suena peor, aplicada a María, pues el que ha sido prevenido y no ha caído, ¿cómo va a poder ser redimido o levantado?; ¿acaso, por ejemplo, se puede enderezar lo no torcido?

Se podría apostillar que, si estuvieran en lo cierto cuantos sostienen que el papa deja de serlo, «ipso facto», al desbarrar doctrinalmente, ¿quién no podría entonces aducir que tan depuesto habría quedado Pío IX, al definir, contra la autoridad del apóstol, el dogma de la inmaculada concepción de María, como Juan XXII, tal como algunos le achacaron porque, predicando que los fallecidos no verían a Dios hasta después del juicio final, contradijo la frase que Cristo le dirigió al buen ladrón?, con el agravante de que el primero llegó al pronunciamiento extraordinario.

Desde la cuestión fundamental de la inmaculada concepción ya se puede ver cómo con la corredención no sólo se pretende que María haya sido redimida preventivamente, sino que además se exige que la redimida sea también corredentora universal, lo que contraviene el principio de que nadie da lo que no tiene, pues la que necesitaría recibir la redención, sería también su emisora, y encima se tendría incluso que corredimir a sí misma, dándose lo que, a su vez, debe recibir; además, como la redención es, ante todo, la reconciliación con Dios, ¿quién puede reconciliarnos con Dios, sino únicamente Dios mismo?; ése es precisamente uno de los argumentos capitales, esgrimido ya por los padres de la iglesia, para probar la divinidad de Cristo, como única forma de que pueda ser auténtico redentor, reconciliándonos consigo mismo; pero obviamente María no es persona divina, ¿y cómo entonces nos va a reconciliar con aquel de quien dista infinitamente?, e incluso ¿qué podría obrar con un valor infinito alguien creado y finito, para compensar la justicia divina ante la ofensa: ésa sí que infinita, del pecado, fundada no en el pecador sino en el ofendido?; en efecto, los hombres podemos hacer algo con un valor infinito, pero sólo en sentido negativo: el pecado, pues el valor de la ofensa se mide, en realidad, por aquel al que se dirige, y no por el que la realiza, mientras que positivamente, como el obrar sigue al ser, un ser finito como el nuestro sólo puede producir actos igualmente finitos.

Si se arguyera que la función de María sería la de la mediación redentora o como un instrumento de la redención, se contesta que, como la distancia entre lo finito y lo infinito no es gradual sino radical, no hay ni pasos intermedios ni posibilidad de mediación alguna para alcanzar desde lo finito lo infinito, lo que coherentemente también habría que aplicar al «lumen gloriae», que, de ser creado, ¿cómo se encumbrará hasta lo increado?, y, de ser increado, ¿cómo afectará a lo creado?; por eso la misma humanidad de Cristo no afecta realmente a la divinidad, sino que es un instrumento para expresarla hacia fuera; ésa es la clave de la redención, que no consiste en reajustar ni equilibrar nada dentro de Dios, como se suele aplicar a su justicia y su misericordia, pues las cualidades divinas son inmutables y totalmente coincidentes con la esencia divina, para salvaguardar su simplicidad; se evidencia entonces el gran error de pensar que Dios estaría como dividido entre su justicia, que exigiría castigar el pecado, y su misericordia, que preferiría perdonarlo, con el resultado de que sería la humanidad de Cristo la que tendría que descargar sobre sí la justicia que la misericordia querría evitar para la humanidad pecadora; el problema es que eso conduciría a la peor injusticia, impropia de Dios, por hacer recaer el castigo sobre un inocente, para absolver a los culpables, lo que va contra esta sentencia: Absolver al culpable, y condenar al inocente, son dos cosas que el Señor aborrece (Pr 17, 15); la redención, así pues, no se ha de entender como un movimiento de fuera hacia dentro, ya que nada externo puede superar la trascendencia divina, sino de dentro hacia fuera, y ahí es donde interviene instrumentalmente la humanidad de Cristo, la cual no puede influir en la divinidad, pero sí puede expresarla, y ése es el sentido de la pasión de Cristo: no excitar la misericordia divina, sino expresarla junto con la justicia, de modo que el sufrimiento de Cristo, quien es un sujeto divino, expresa lo que para la justicia y la misericordia divinas significa el pecado humano.

Se advertirá certeramente que la divinidad, por su perfección, que exige la beatitud, no puede sufrir, y se contesta que por eso justamente una persona divina tuvo que asumir la naturaleza humana: para poder sufrir, y así expresar en ésta lo que no puede sufrir en aquélla, ni tampoco se podía quedar sin expresar, por exigencia de la justicia divina; queda claro entonces que pretender adjudicar a una persona creada: María, lo que sólo una naturaleza asumida por una persona divina puede cumplir, es un auténtico disparate, pues se impone por sí sola la imposibilidad de que un sujeto no divino exprese algo estrictamente divino, cuando es sabido que, aunque la operación se derive de la naturaleza, su principio último es el sujeto o persona, de modo que la naturaleza expresa al sujeto, pero no al revés, ni tampoco un sujeto puede expresar a otro, sino, en todo caso, representarlo.

Tras la corredención, hay que pasar al título de María como medianera de todas las gracias, y, como la cuestión de la gracia ya fue tratada en una carta anterior, será suficiente ahora considerar que, por un lado, la causa exclusiva de toda gracia es Dios, pues la sobrenaturalidad del efecto exige correspondientemente la de la causa, y que, por otro, esa misma sobrenaturalidad presupone también que nuestra posición sea la del mero receptor pasivo, pues, como la conclusión sigue siempre la peor parte, toda actividad nuestra, siendo constitutivamente natural, rebajaría, liquidándolo, el carácter sobrenatural del acto resultante; por tanto, ¿cómo, en primer lugar, se va a poder incrustar un intermediario natural entre la causa sobrenatural y el efecto, sin hacer que éste termine siendo también natural?, ¿y cómo, en segundo lugar, un sujeto humano, cuando todos deben ser meramente pasivos, va a poder adquirir una función activa, por muy instrumental que sea, sin contaminar de naturalidad el acto, cuya sobrenaturalidad quedaría disuelta por la más mínima adición externa que sufriera?

Llegados a este punto tan desolador, en que todos los títulos marianos han sido taxativamente negados, se me podría preguntar por qué entonces he puesto como constitutivo formal un título: el de la inmaculada concepción de María, que, en realidad, no sería válido, mientras que el que he desechado: el de su maternidad divina, se puede probar tanto por la Biblia, como por la razón teológica; en efecto, ya su prima santa Isabel le dijo a María: ¿Cómo ha venido a mí la madre de mi Señor? (Lc 1, 43), cuando «Señor», como sabemos, es el nombre sobre todo nombre, ante el cual se dobla toda rodilla, para que toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre (Flp 2, 9-11); por tanto, como el apelativo «Señor» indica la condición divina de Cristo y su ser igual a Dios (Flp 2, 6), se desprende que llamar «madre del Señor» a María es equivalente a llamarla «madre de Dios»; por otro lado, como es evidente que María es la madre de Jesús, quien no es persona humana sino divina, hay que reconocer que María es madre de una persona divina, la cual es, en absoluto, Dios, ya que las diferencias personales son sólo relativas; ciertamente hay que matizar que María no es madre de la divinidad ni, por ende, madre de Dios en absoluto, pues la naturaleza divina o divinidad carece de todo principio, sino que su maternidad divina es sólo relativa, en cuanto que es madre de una sola de las personas divinas: el Hijo, y eso en razón de la encarnación de éste, por cuanto la naturaleza humana que este mismo asumió, fue concebida por María; consiguientemente María en virtud de su maternidad divina se convierte, digámoslo así, en el nudo que amarra, y en el sello que confirma los misterios trinitarios y cristológicos definidos en Nicea, Éfeso y Cancedonia, y entonces ¿por qué insisto en un título que sería inválido: el de la inmaculada concepción de María?

Si se considera que la creación, tal como también enseña santo Tomas de Aquino, es algo en lo creado sólo en cuanto a la relación, lo que significa que la creación en la criatura no es más que una relación real con el creador como principio de su ser (o. c. I, q. 45, a. 3), y que, por tanto, la creación activa, que indica la acción divina, y que es la misma esencia de Dios, relacionada con la criatura, o sea: la relación de Dios con la criatura, no es real sino sólo de razón, ya que sólo la relación de la criatura con Dios es real (o. c. I, q. 45, a. 3, ad 1), resulta que todo lo creado es, en última instancia, irreal para Dios, por cuanto sólo puede ser real para un término aquello con lo que éste puede mantener una relación igualmente real, y eso no se da propiamente entre Dios y lo creado, pues, aunque para lo creado la relación con Dios es tan real que de ello depende su misma realidad, para Dios, que no depende realmente de nada externo, y que, por tanto, no mantiene más relaciones reales que las trinitarias, que son internas, la perspectiva cambia completamente, y lo creado se desvanece en la más absoluta irrealidad; también desde la consideración de la eternidad divina y de la temporalidad de lo creado se llega a la misma conclusión, pues es evidente que ante la eternidad, que es pura simultaneidad inmutable, la sucesión temporal, que no puede ser indefinida, por oponerse a la necesaria definición de los sucesivos, delimitados, en concreto, tanto por el momento anterior, como por el posterior, desaparece totalmente por el mismo hecho de que tiene que haber un momento inicial y también uno final, y entonces ¿qué hubo antes del primero?: nada, ¿y qué habrá después del último?: tampoco nada, ¿y a la nada quedamos reducidos también los hombres, que evidentemente somos parte de la creación?: no es menos evidente que ante Dios la creación, con todo lo que contiene, no da más de sí; por eso la única posibilidad lógica de entablar una relación real con Dios es la salvación, que ya no es natural sino sobrenatural, lo que le permitiría trascender de algún modo las limitaciones de toda naturaleza creada.

El problema de considerar la salvación como una relación auténticamente real con Dios es el peligro de caer en el panteísmo, confundiendo esta relación con las otras también reales para Dios: las ya dichas trinitarias; ahora bien, como el constitutivo de Dios es la necesidad, y así todo lo divino es necesario, y viceversa, basta, para superar el escollo mencionado, con indicar el carácter posible y no necesario de aquella relación salvífica, la cual queda entonces suficientemente distinguida de las trinitarias, que, por contra, son completamente necesarias, y por ello también divinas, para la constitución de la misma divinidad.

Para no quedarnos en meros nombres que, según la navaja de Ockham, no aportarían realmente nada, resulta, de todo punto, imperativo establecer realmente la mentada posibilidad, lo que se consigue haciéndola depender de una condición igualmente real, de modo que, cumplida ésta, se cumplirá también el sentido positivo de la posibilidad, y, en caso contrario, pasará a cumplirse el negativo; esa condición real para la salvación reside precisamente en la creación, la cual así ya adquiere una consideración real ante Dios, aunque sea indirectamente, pues la misma viene a poner el fundamento para que, respondiendo a Dios afirmativamente, el hombre cumpla la condición, y alcance la salvación, o bien, respondiendo negativamente, se hunda en la perdición.

Como la siguiente nota constitutiva de Dios, tras la necesidad, es la perfección, lo que es obvio, pues Dios, frente a todo lo creado, que es limitado e imperfecto, es la suma perfección, se sigue que él, para poder cumplir la obra salvífica, la cual, en cuanto obra real, para establecer también una relación real, ha de ser perfecta en sí misma, precisa el cumplimiento asimismo perfecto, al menos en un caso, de la condición que sustenta la posibilidad de la salvación, lo que viene a significar que, aunque la respuesta humana creada tenga que ser limitada, al igual que todo lo creado, debe empero ser perfecta como tal, es decir: carente de defectos o resistencias a la gracia, los cuales suponen una merma para la misma gracia.

En este punto encuentra todo su sentido aquella estupefacta pregunta que en cierta ocasión le hicieron a Jesús: ¿Quién podrá entonces salvarse? (Mt 19, 25; Mc 10, 26, y Lc 18, 26); en efecto, si Dios precisa, como punto de partida, una respuesta perfecta, para poder desplegar y culminar la obra salvadora, ¿dónde podrá recabarla?; como se trata ya de un hecho que hace de condición de posibilidad del cumplimiento de todo el insoslayable desarrollo teórico anterior, no queda más remedio que recurrir a la revelación bíblica, en la que efectivamente aparece la respuesta perfecta de María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38); sin embargo, esta respuesta no aparece en el lugar donde se habría esperado: al principio, sino muy tardíamente, lo que sólo puede denotar que no fue ella la primera persona a la que Dios demandó dicha respuesta, sino que tal persona falló estrepitosamente.

Desde aquí justamente ya se puede encajar la inmaculada concepción de María con la sentencia paulina que encarece la necesidad universal de redención, pues, de no haber fallado, esa primera persona al menos no habría precisado de ninguna redención, sino que simplemente habría recibido la gracia que en justicia Dios da, para que se le pueda responder; pero, una vez que se produjo una primera respuesta imperfecta y, por ende, negativa, se agotó completamente el orden de la justicia.

En el plano de los principios, Dios, que es necesariamente perfecto, ha de serlo también en sus obras, incluida la de la salvación, que, según se ha dicho, también es una obra real para él; sin embargo, como esta obra, a diferencia de las procesiones trinitarias, sólo es posible, por depender también de un término distinto de Dios mismo: el salvado, que es libre, y la puede rechazar, se sigue, como exigencia ineludible, que debe haber, al menos, un término que responda perfectamente, cumpliendo sin resistencia alguna la condición de la que depende su posibilidad, ya que, de lo contrario, ningún otro término se salvaría, por la simple razón de que la obra salvífica, no pudiendo darse en perfección, no se daría de ninguna manera ni en ningún caso; pero el plano de los hechos pasa a considerar el cumplimiento o no de la condición que sustenta cada posibilidad, y ahí es donde la Biblia nos dice, en primer lugar, que el plan primigenio de Dios no se cumplió, de donde se colige la respuesta fallida de, al menos, la primera persona a la que Dios pidió esa respuesta perfecta, y a la que podríamos denominar “primera persona decisiva”, y, en segundo lugar, que finalmente Dios pudo encontrar una persona que supliera a la anterior, dando la tan ansiada respuesta perfecta, y convirtiéndose en la auténtica persona decisiva; algo así se viene a insinuar en las palabras que Mardoqueo mandó transmitir a la reina Ester: Si decides callarte, el auxilio y la liberación vendrán a los judíos, de otra parte (Est 4, 14); por tanto, como, tras la primera negativa, quedó cerrado el régimen de la estricta justicia, que permitía un merecimiento también estricto de la gracia, la cual entonces sólo era gratuita en cuanto sobrenatural, únicamente quedó ya margen para la misericordia que pasara por encima de aquella primera negativa, para seguir ofreciendo la gracia que permitiese todavía una respuesta perfecta, como fue el caso de María; ahora bien, como la misericordia sólo puede ser activada por la gracia redentora, ya tenemos el sentido preciso en que María fue redimida: no porque ella hubiera caído, ya que su respuesta fue, de hecho, perfecta, ni porque hubiera sido preservada de la posibilidad de caer, pues, no siendo impecable, habría podido perfectamente caer, igual que cayó la primera persona, sino porque la gracia que produjo en ella esa respuesta, no le llegó en régimen de justicia sino de misericordia, que, como se ha dicho, se debe enteramente a la redención.

Si se objetara que María tuvo que ser preservada, para poder dar la reseñada respuesta perfecta ante el ángel, se contesta que, como, según lo ya dicho, el tiempo es totalmente irreal para Dios, mientras la respuesta afirmativa tiene que ser real, aunque indirectamente, en cuanto condición de la relación real con él, tal respuesta no se da propiamente en el tiempo, donde sólo se expresa, sino fuera del mismo: en un momento intemporal, para poder ser recibida por el que también está fuera: Dios mismo; por eso la inmaculada concepción de María es consecuencia de su respuesta perfecta, causada por la plenitud de la gracia que Dios le concede, y posibilitada por la exención de la marca del pecado original: la degeneración de la naturaleza humana, transmitida por generación, y así provocada por la primera persona que respondió negativamente, frente a la cual ya los padres de la iglesia vieron a María como la nueva Eva; ahora bien, esa exención del daño en la naturaleza, que es la única preservación aplicable a María, ya fue obra de la misericordia, al igual que su elevación sobrenatural, sin las cuales habría sido imposible su respuesta perfecta, que así precisó de la obra redentora de su Hijo, al igual que todos los demás tras el primer fallo.

Ya puede entenderse, en definitiva, el sentido de la frase paulina de que todos pecaron: desde su equivalencia con esta otra: Dios nos encerró a todos en el pecado, para tener misericordia de todos (Rm 11, 32), pues, producido el pecado de la mentada primera persona decisiva, todos, incluida María, quedaron afectados de alguna manera, que es lo que permite reconocer la verdad de la primera frase, por cuanto, como es sabido por la más elemental hermenéutica, la inerrancia bíblica no supone necesariamente la verdad de todos los sentidos, sino que se salva por una sola interpretación verdadera que quepa.

Demostrada especulativamente la inmaculada concepción de María, como condición de posibilidad de la salvación universal, se pueden aducir también varios textos bíblicos que, entendidos en toda su profundidad, resaltan el carácter singularísimo de María; el primero es esta afirmación de san Pablo: Nos ha elegido en el Hijo (…), para que seamos santos e inmaculados en su presencia (Ef 1, 4); la cuestión es que por nosotros mismos no hemos podido ser elegidos, porque lo impedía la imperfección de nuestra respuesta; por eso fuimos elegidos gracias a la que fue santa e inmaculada de modo pleno y desde el principio, posibilitando la encarnación, para que pudiéramos ser elegidos en su Hijo, quien, redimiéndonos, borra en nosotros las consecuencias del pecado, y nos renueva, para que terminemos siendo también santos e inmaculados; el segundo es el de la salutación del ángel: Llena de gracia (Lc 1, 28), pues esa plenitud no se puede entender temporalmente, como se podría dar en nosotros, ya que entonces, en primer lugar, no sería total, por partir de una situación disminuida, y, en segundo lugar, indicaría una imperfección inicial, incompatible con una respuesta perfecta, y el tercero es la alabanza de su prima santa Isabel: Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre (Lc 1, 41), donde se observa un paralelismo entre la bendición de María y la de su Hijo, lo que no tendría sentido si en aquélla hubiera alguna imperfección, que obviamente habría repercutido en éste, y no se diga que, para preservar la naturaleza humana de Cristo, habría bastado con la santificación de la madre justo antes de la concepción del Hijo, pues, como en Dios no hay tiempo, y también respecto a nosotros todo se cumple en un único momento, que es lo que se aviene con la unicidad de la simultaneidad, sólo la concepción inmaculada de la primera permite una concepción idéntica del siguiente.

Se puede ver continuadamente cómo la requerida perfección de María como primera persona decisiva eficaz, expresada en su inmaculada concepción, fundamenta todo lo demás, empezando por su maternidad divina, pues es lógico que la que permite como condición necesaria la redención y la salvación, aparezca como la madre del redentor y salvador por la doble razón de que sin ella éste no habría podido realizar ninguna redención ni salvación, ni, por ende, habría tenido sentido su encarnación, y tampoco habría podido ser redimido ni salvado nadie más, de donde se deriva la función determinante de María en la obra redentora y salvífica, tal como, en admirable síntesis, esboza san Juan con el apelativo «mujer» en labios de Jesús, y que, referido a María, forma todo un arco que abre en las bodas de Caná (cf. Jn 2, 4), y cierra en el Calvario el ministerio público de Jesús (cf. Jn 19, 26-27), de modo que la que al principio sólo era mujer, con la carga que eso implica en referencia al mismo Cristo como Hijo del hombre, termina convirtiéndose en madre justo en el momento en que entrega en sacrificio al Hijo natural, y recibe como a hijo sobrenatural a aquel que representa a todos los hombres, quienes reciben la nueva vida, de un nuevo padre: el mismo que poco antes había llamado a los apóstoles «hijitos míos» (Jn 13, 33), y de una nueva madre: la misma nueva Eva a la que se referían los padres de la iglesia: aquella de la que con verdad ya se puede decir que es madre de los que realmente viven (cf. Gn 3, 20), pues la que dio a luz sin dolor al redentor, por estar libre de todo pecado y de sus secuelas (cf. Gn 3, 16), dio, en cambio, a luz a los redimidos entre grandes dolores, al permitir, no rehusando entregarlo, sino acompañándolo hasta el final, que Cristo se constituyera en redentor en el ara de la cruz (cf. Jn 19, 25, y Ap 12, 2); de ahí que la corredención y la mediación para todas las gracias no pueden sino fundarse debidamente en la necesidad que tiene Dios, de una primera respuesta perfecta, con todo lo que ésta, para enmendar también las negativas anteriores, supone de abnegación absoluta y dolorosísima, y cuya comprensión hace que todo lo demás adquiera sentido, confirmando la tesis de que la inmaculada concepción de María, que expresa la perfección de su respuesta, es el constitutivo formal mariológico.

Evidentemente, si la primera persona hubiera respondido satisfactoriamente, no habría hecho falta ninguna redención, hasta que no se hubiera dado alguna imperfección en la respuesta de otra persona; pero el fracaso sin paliativos de la primera hizo que ya todas las demás, incluida la Virgen María, necesitaran la redención, para recibir cualquier gracia; dicha redención, que nos alcanzó la gracia redentora, que es una gracia misericordiosa, fue obrada exclusivamente por Cristo, cuya naturaleza humana se constituye en nuestra cabeza, y así nos une como a miembros, y cuya persona divina nos alcanza, según se ha explicado, la reparación infinita de todo rechazo y resistencia a la gracia; no obstante, quedaría la duda de por qué el apóstol tuvo que decir estas, cuanto menos, extrañas palabras: Sufro en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo (Col 1, 24), pues ¿qué le puede faltar a la obra de una persona divina, que, aunque sea limitada desde el instrumento de la naturaleza humana, es ilimitada desde su valor como expresión auténtica de la misericordia y la justicia divinas?

Habrá quien aduzca que lo que le falta, es nuestra aceptación de la gracia redentora; pero eso depende de cada uno en particular, y no tendría sentido que la frase citada se completara así: Por su cuerpo, que es la iglesia, pues la respuesta de cada uno depende, en última instancia, de él mismo, y eso, por el carácter intransferible de cada persona, nadie lo puede suplir; entonces ¿se podría hacer algo, para que otra persona pudiera responder mejor, no frustrando la gracia redentora?

La respuesta está en que, aunque se diga que la redención tiene un valor ilimitado, como obra de una persona divina, y en la que se expresan perfectamente la justicia y la misericordia divinas, no puede, sin embargo, decirse que la gracia redentora sea infinita, ya que todo lo creado, como lo es esa gracia, ha de ser, por fuerza, finito, lo que explica que podamos resistirla y hasta rechazarla; entonces la cuestión es cuánta gracia recibirá cada cual, o con cuánta intensidad le llegará, pues todo lo finito tiene razón de más o menos; desde luego, igualdad no hay, como se ve, por ejemplo, en la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30), conque se puede decir que Dios, a la hora de dar, es el más injusto, aunque luego, a la hora de pedir, compensa, con creces, la injusticia inicial, pues al que mucho se le dio, más se le exigirá (Lc 12, 48); consiguientemente ¿en razón de qué Dios da a unos más gracia que a otros?; esa razón se llama “comunión de los santos”, consistente en el establecimiento jerárquico de un orden en el llamamiento a la salvación, por cuanto la gracia llega a cada uno, dependiendo de la respuesta de otros, lo que hace que efectivamente todos estemos interconectados salvíficamente, como es propio de un cuerpo cuyos miembros se encuentran bien trabados y ordenados entre sí (cf. 1Co 12, 12).

La razón última que justifica ese proceder por parte de Dios, es el hecho de que él no es arbitrario, sino que todo lo fundamenta racionalmente, y por eso, como se dijo, no hace acepción de personas, sino que lo que, a primera vista, parece un privilegio, luego, en última instancia, no es tal, sino que los cargos son cargas; de ahí que, aunque la gracia redentora de Cristo tenga un potencial inmenso, y sea más que suficiente para provocar en todos una respuesta perfecta, su intensidad pueda luego llegar bastante menguada, pues la mayor o menor docilidad de aquellos que antecedían en el plan de la comunión de los santos, haciendo como de canales, ya anchos o estrechos, de la única gracia de Cristo, influye determinantemente en su intensidad final; en ese sentido, se puede decir que todos los eslabones precedentes son corredentores de los posteriores, pues ha sido a través de los primeros y de la mediación de su respuesta, como la gracia redentora ha llegado a los últimos, ¿y no se podrá decir, en el mismo sentido, que María: la persona que finalmente dio la respuesta necesaria requerida por Dios, no es también corredentora, y justamente en el máximo rango de esa escala, ya que sin su respuesta sencillamente no habría habido, de hecho, siquiera gracia redentora en ningún grado de intensidad, sino que ésta habría quedado completamente frustrada, y no habría llegado absolutamente a nadie?; ¿cómo María, en suma, no va a ser corredentora, cuando, gracias a ella, ha habido, de hecho, encarnación y, por ende, redención y salvación?; ella es entonces corredentora de todos los demás, sólo que a otro nivel que el de aquel que, de no haberse hecho su Hijo, no habría podido ser ni redentor ni salvador de nadie.

Demostrada la función verdaderamente crucial de María como efectivo canal de todas las gracias, aunque obviamente no como fuente, que es función exclusiva de su Hijo, ¿cómo no va a poder ser llamada también ella, con toda razón y justicia, medianera de todas las gracias, si precisamente a través de ella nos vino el que, encarnado en ella, a la que así hizo madre de Dios, es el mismísimo surtidor de toda gracia, y que a través siempre de ella, como de un canal prístino y sin obstáculo alguno, hace fluir toda la gracia que llega hasta el último hombre?; ¿de qué gracia no va a ser medianera ella, si no hay gracia alguna que no llegue a través de ella?

Sólo queda ya poner los puntos sobre las íes, para, acotar lo que se puede decir de María, y precisar estrictamente de qué modo a ella se le pueden aplicar los apelativos de corredentora y medianera de todas las gracias; así ella no puede ser corredentora activa, sino sólo pasiva, pues nadie ante la gracia se sitúa sino únicamente de modo pasivo, salvo que entonces lo que haga, sea resistirse, ni tampoco ella es causa de la redención: función exclusiva de su Hijo: el Verbo encarnado y el redentor, sino que, por tanto, habrá que decir que es corredentora en sentido subordinado, meramente pasivo y como condición necesaria, aunque no exclusiva, es decir: por su perfecta respuesta, que eso es lo que Dios necesitaba perentoriamente en un caso al menos, independientemente de quién se la diera, sólo que, como, de hecho, fue ella, ella es también la que llegó a cumplir la función neurálgica para que también la redención se pudiera realmente cumplir, y ella es la que permitió, y así fundamenta, todo el plan salvífico real, fuera del cual no hay absolutamente ninguna gracia ni posibilidad alguna de salvación.

De este modo se resuelven las objeciones iniciales, ya que, al no ser causa activa de la redención, es evidente que María ya no tiene que producir la redención que ella misma recibe, sino que, al recibirla en plenitud, simplemente se convierte en cauce adecuado que la deriva hacia todos, ni es tampoco propiamente el sujeto productor de nuestra reconciliación con Dios, sino que permite que dicho sujeto, encarnándose en ella, la produzca y la extienda a todos; de ahí que María pueda también ser denominada «subredentora», para enfatizar el distinto nivel de su contribución, lo que empero no le resta un ápice de trascendentalidad.

Por último, soy perfectamente consciente de que, adhiriéndome a estas conclusiones, con las que sólo he pretendido cumplir la recomendación, hecha por san Pedro, de dar razón de la esperanza (cf. 1P 3, 15), me posiciono contra la obediencia que al principio reclamé para el documento magisterial tratado; pero ¿acaso no se ha colocado también este documento frente a las declaraciones de anteriores papas, como el mismo documento reconoce en el punto 18, y que, aun sin la contundencia de este documento en negarlos, afirmaban los disputados títulos a María?; ¿con qué papa nos quedamos entonces?; ésta es, una vez más, la aciaga situación, que últimamente parece convertirse en norma, de oposición entre la enseñanza actual y la anterior; eso sí: el presente no es ni mucho menos el caso más conflictivo, como ya pormenoricé en la carta que a la materia dediqué; pero se da la casualidad de que ahora se ha tratado un tema extremadamente sensible: el mariológico, que, para mí, es especialmente innegociable, pues ciertamente de María nunca podremos decir suficientemente, cumpliendo su misma profecía de alabarla (cf. Lc 1, 48), los que, después de a Dios, todo se lo debemos a ella, y más cuando sin ella Dios no podría habernos salvado, y entonces más nos habría valido no haber siquiera nacido (cf. Mt 26, 24), pues ¿de qué nos serviría haber nacido, de no haber sido rescatados? (Pregón pascual).

Más bellamente aún lo expresó san Anselmo: Todo lo que nace, es criatura de Dios, y Dios nace de María; Dios creó todas las cosas, y María concibió a Dios; Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María, y de este modo volvió a hacer todo lo que había hecho; el que pudo hacer todas las cosas, de la nada, no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado; Dios es pues el padre de las cosas creadas, y María es la madre de las cosas recreadas; Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo, y María es la madre a quien se debe su restauración, pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho, y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado; Dios engendró a aquel sin el cual nada existe, y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste; verdaderamente el Señor está contigo, por haber hecho que toda criatura te debiera tanto como a él (Sermón 52).

¿Quién no comprenderá entonces que ponerse a escatimarle títulos a semejante persona, bendita sobre toda ponderación, supone un completo desquiciamiento doctrinal?, pues a la que tiene el apelativo más sublime de todos: el de madre de Dios, que eso sí se lo concedo a ese título, aunque no sea el constitutivo formal mariológico, ¿qué honor se le podrá legítimamente hurtar, cuando la segunda persona de la santísima Trinidad la ha equiparado, de algún modo, a su amadísimo Padre eterno y generador?; ¿cómo entonces no la va a equiparar, de algún modo también, en santidad y relevancia salvífica a la tercera persona, procedente de las dos anteriores?

Los pneumatómacos de antaño se han trocado en los mariómacos de hogaño; pero adviértase que los que no militan bajo las banderas de la simpar señora, lo hacen bajo los de la serpiente primordial, devenida ya en dragón colosal (cf. Ap 12, 9).

Un apelativo que, desde luego, no es acertado aplicar a María es el de «omnipotencia suplicante», pero porque, en primer lugar, no hay omnipotencia salvífica alguna, sino que la salvación depende determinantemente del propio sujeto, y, en segundo lugar, su poder no es arbitrario, sino fundado en la humildad: la propia y la del que pueda recibir sus favores salvíficos.

No quiero finalizar sin esbozar, al hilo de lo anterior, y como corolario, una idea muy importante para atisbar la grandeza de María y la imponderable conveniencia de profesarle una auténtica devoción, y es la de que, mientras que Dios en su perfección necesaria no puede hacer nada, sin fundamentarlo racionalmente de modo meticuloso, lo que no consiente excepción alguna, María, sin embargo, por razón de su perfectísima respuesta, dada libremente, cuenta con amplísima facultad para tomarse grandes licencias en bien siempre de aquellos que, digámoslo así, se granjean su simpatía desde la misma cualidad en la que ella es la reina absoluta, y que es la que también más embelesa a Dios: la mentada humildad; en efecto, tan grato fue para Dios que, tras la sublime encarnación, que se fue a producir antes de que se completaran los tradicionales esponsales judíos, ella aceptara, por una parte, pasar ante prácticamente todos, pues sólo a san José se le apareció el ángel a darle las oportunas explicaciones (cf. Mt 1, 20-21), como despreciable pecadora pública (cf. Lm 1, 11b-12; 2, 13, y Jn 8, 41), y, por otra, permitir los atroces y redentores sufrimientos de Cristo, que ella en gran parte acompañó (cf. Jn 19, 25), sin contar obviamente con el apoyo de la personalidad divina, que hacía imposible la más mínima incertidumbre en el cumplimiento de la misión, sino que sólo milagrosamente sobrevivió a la lanzada al cuerpo muerto del Hijo (cf. Lc 2, 35, y Jn 19, 34), que por todo ello aquél le ha conferido el poder para, haciendo de canal directo que suple las deficiencias en el entramado de la comunión de los santos, dispensar a discreción inmensas cantidades de gracia que ella emplea siempre para la salvación y mayor santificación de cuantos descuellan, de alguna manera, en la humildad; por eso la devoción sincera a María quizás sea la más clara señal de predestinación, pues ella suele llegar incluso a disculpar y amparar a grandes pecadores por fragilidad, si ve la suficiente humildad para encumbrarlos a altísimas cotas de santidad (cf. Mt 23, 12, y Lc 14, 11, y 18, 14); esto es así porque, aunque Dios misericordiosamente perdona la culpa, librando de la condenación, su justicia, sin embargo, exige inflexiblemente que se pague hasta el último cuarto de la pena (cf. Mt 5, 26), ya que su santidad impone la necesidad de la total purificación (cf. Ha 1, 13), mientras que María tiene potestad para, basada en la humildad, privilegiar a ciertas personas, haciéndoles llegar mucha más cantidad de gracia y misericordia, y eximiéndolas de gran parte de la pena merecida, por donde se ve que, sólo habiendo captado la piadosa atención de María, se puede alcanzar la predilección de Dios (cf. Jn 19, 26), pues ella es la predilecta por derecho propio (cf. Ct 6, 9); de ahí que, como contrapartida a lo anterior, negarse a reconocer a María, y a alabarla, e incluso llegar a ofenderla, incumpliendo así la profecía, ya aludida, que ella misma hizo, es, por el contrario, la más terrible señal de reprobación; no saben, pues, los tibios y los herejes el gran bien del que por su impiedad se privan, y el grave riesgo en que, necios, incurren, por no sumarse con reverente humildad a la verdadera y total glorificación de María: la campeona de la humildad, y por ello la más temible adversaria del que, a su vez, por la soberbia es el adversario de Dios, y, no siendo estúpido, ya tiene asumido que no puede metafísicamente vencerle, no poniendo entonces interés sino en lo que piensa que es la mayor humillación para Dios: que tenga que ver cómo la humildad, que es el cimiento de la caridad, y así la más fundamental de todas las virtudes, sólo consigue la condenación de muchísimos que se niegan a practicarla, y apenas despunta en los mismos que a duras penas logran salvarse; por eso será María la que, vindicando la gloria de Dios, para engrandecerlo a él adecuadamente (cf. Lc 1, 46), humille al anterior, aplastándole con el pie desnudo: signo de la humildad, la enhiesta cabeza: signo, a su vez, de la soberbia (cf. Gn 3, 15, y Ap 12, 17), y la que, para mostrar la valía de la humildad: tanto mayor cuanto menor se reconozca (cf. Mt 17, 20, y Lc 17, 6), concede a los humildes y sencillos un galardón gratuito y como supererogatorio que, por rebasar los términos precisos, no está directamente en manos de Dios, quien, aun complaciéndose en la humildad y la sencillez (cf. Mt 11, 25, y Lc 10, 21), está constreñido por las rígidas reglas de la propia justicia, sino en las de aquella que, habiendo sobrepasado, también supererogatoriamente, toda marca para la humildad, le permite ahora a Dios aplacar el rigor con una sobreabundante efusión de misericordia y de gracia (cf. Rm 5, 20).

 

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