Malachi Martin, Homo legens, Madrid 2018, 695 páginas
¿Malachi un profeta? Más bien testigo e investigador
Al poco de ingresar en el seminario, siendo un novato del primer curso de Filosofía (2002-2003) leí esta obra publicada en Estados Unidos en 1996, poco después en España por la editorial Planeta y ahora reeditada con gran acierto[1]. La impresión que me quedó es que se trataba de un texto de ciencia ficción ambientado en el pontificado de Juan Pablo II. Después de todo lo ocurrido en la Iglesia durante los últimos años y especialmente durante el pontificado de Benedicto XVI y el de Francisco, no puedo por menos que quedar enormemente sorprendido, más aún perplejo, ante la correspondencia de lo narrado por el autor con la realidad.
El mismo Malachi afirmaba que este texto, sin dejar de ser una novela, estaba basado en un 85% en hechos reales, muchos de los personajes que aparecen en ella son reales, aunque el autor haya sustituido sus verdaderos nombres por otros ficticios. No obstante, cualquier persona un poco versada en los personajes eclesiásticos de los últimos pontificados puede descubrir sus verdaderos nombres con relativa facilidad.
La tesis de la que parte Malachi, y ese es precisamente su mayor acierto, consiste en la desproporción entre la causa y las consecuencias de la crisis acaecida en la Iglesia desde el Vaticano II. La máxima evangélica: «Por sus frutos los conoceréis», se constituye en el principal elemento de juicio[2]. Ante la realidad empírica de los catastróficos sucesos en curso en la Iglesia desde entonces, únicamente son posibles tres soluciones para responder a la causa originaria de la crisis.
a) Sobrenatural
Imposible, pues Dios no desea el mal al ser la carencia privativa del bien[3]. Tampoco en modo alguno Dios es la causa o sujeto del mal[4]. Y de lo que no cabe la menor duda es del mal que se ha hecho y se hace haciendo hiriendo la gloria, la verdad y el amor de Dios al mismo tiempo que se pierden millones de almas.
b) Natural
La desproporción es tan evidente que esta vía se descarta por sí misma. Los efectos de la devastación en todos los campos son de tal magnitud que nadie que conozca la historia de la Iglesia puede compararlos con ninguna otra época anterior. Por muy engañados, confundido o malévolos que sean los hombres, son incapaces de efectuar un daño de tales proporciones. Ante lo cual, solamente queda una posible explicación.
c) Preternatural
Es decir, la actuación del diablo en cuanto espíritu obstinado en el mal y productor de actos malos[5]. Evidentemente, en su obrar, Satanás y sus demonios, no suelen actuar directamente, sino que se sirven de causas segundas o instrumentos que son los hombres que consienten en la tentación diabólica y pecan[6].
Una actuación especial del diablo es el único motivo capaz de explicar la situación que se vive en la Iglesia desde hace más de medio siglo. Esto no significa que el concilio Vaticano II sea demoníaco, sino que el que es «mentiroso y padre de la mentira» ha sembrado especialmente de mentiras la etapa de la Iglesia abierta en 1965[7]. Los enemigos mortales como la masonería y el marxismo se infiltraron en el interior de la Iglesia hasta su jerarquía[8]. Y desde allí, formados en el giro antropocéntrico desatado por el modernismo después del Vaticano II, colaboran con los amos del mundo, el poderosísimo Club Bildenberg, a fin de que el cuerpo místico de Cristo sea una institución más al servicio del Nuevo Orden Mundial o mundialismo, al igual que la Unión Europea o la ONU[9].
A lo que habría que añadir la operación de acoso y derribo al sucesor de San Pedro para que deje de oponerse a las herejías[10]. La finalidad última es clara, según el autor: «Un intento deliberado y expertamente organizado para destruir la Iglesia desde el interior»[11]. El golpe maestro de Satanás como señalara el Pablo VI: «La Iglesia se encuentra en una hora de autodemolición, está golpeándose a sí misma»[12]. De ahí que Benedicto XVI afirmara: «Las persecuciones, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El mayor daño, de hecho, lo padece ésta de lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros, erosionando la integridad del cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro»[13].
También, muy brillantemente, por cierto, Malachi percibe la relación existente entre la homosexualidad en el clero y el fenómeno de la pederastia, o más bien efebofilia (adolescentes) con el satanismo debido a su maldad y desorden intrínseco como rebelión contra Dios Creador[14]. Además de vincular la homosexualidad del clero y el satanismo con la corrupción jerarquía en el interior de la Iglesia.
En una estructura jerárquica en la que se produzca un abuso de poder bajo manifestación sexual, si la estructura es heterosexual, el abuso puede hacerse norma común e incluso algo institucional, es lo que pretendían demostrar, tiempo atrás, las famosas actrices norteamericanas del Me too. Sin embargo, no se creará una red de encubrimiento perpetua, porque la parte «abusada» normalmente recibe algo a cambio del abuso que no hace que el abuso se transmita. No sucede así en una sociedad formada por miembros del mismo sexo y aquí es indiferente que sea masculino o femenino. Evidentemente en ese caso la única forma de abuso institucional sólo puede ser la homosexual. Si un sacerdote usa su posición para tener una relación con una mujer, esa mujer no va a «sucederle» en el puesto, no va a escalar puestos de gobierno en la jerarquía.
Pero ¿qué ocurre cuando tenemos un obispo homosexual? Pues que ese obispo abusa de sacerdotes o seminaristas a su cargo, los cuales repiten el comportamiento, algo que se da muy frecuentemente en el mundo homosexual, muchos niños o adolescentes que han sido abusados se convierten en abusadores. Si una víctima del sacerdote beneficiado por el obispo denuncia al sacerdote, el mayor interés del obispo será proteger al sacerdote. Pero no por paternidad espiritual hacia él o por preservar la imagen de la Iglesia, sino porque si a ese sacerdote se le castigara, lo más probable es que «tire de la manta» y acuse por su parte al obispo o a la parte superior de la red homosexual eclesiástica. Así se forman redes de abuso y encubrimiento permanentes en las que los intereses son tantos, que sólo alguien externo puede hacer algo por sanar la situación. De hecho, resulta poderosamente llamativo que los apóstoles de la «sinodalidad», se hayan opuesto autoritariamente al proyecto de los obispos de Estados Unidos de establecer un comité de fieles laicos que pudiera llevar a cabo las investigaciones sobre los obispos acusados.
Este libro se convierte así en la introducción literaria perfecta de cara a la lectura del decisivo trabajo del profesor De Mattei sobre el concilio Vaticano II[15]. No obstante, antes de su lectura, a modo de introducción eclesiólogica, es necesario recordar la relación entre santidad y pecado en la Iglesia que es santa, aunque formada por pecadores, también en las más altas jerarquías.
- Santidad y pecado en la Iglesia
Ni la negación de Pedro, ni la defección de los apóstoles durante la Pasión de Jesucristo, ni la traición de Judas, hicieron sucumbir a la Iglesia, así como las crisis posteriores acaecidas a lo largo de la historia. La Iglesia siempre ha sido consciente de estar integrada por pecadores, y ha condenado reiteradamente las teorías elitistas y rigoristas que miran al cuerpo místico de Cristo como si se tratara de un grupo de selectos, una élite de elegidos[16]. No obstante, a la vez, no ha cesado de reclamar la santidad a cada uno de sus miembros y de animarlos a la penitencia y la conversión[17].
La santidad es una característica de la Iglesia, una de sus llamadas «notas» (unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad), contenidas en el Credo de Nicea-Constantinopla. Estas cuatro notas deben considerarse como propiedades esenciales u objetivas que la Iglesia tiene por su misma naturaleza. Se dan en todas sus etapas y fases, tanto durante la historia (Iglesia militante, purgante y triunfante) como en el Reino definitivo. Pueden también considerarse como dimensiones o frutos de la esencia misma de la Iglesia. Están íntimamente vinculadas a la Santísima Eucaristía, de donde procede la comunión que es la Iglesia incoada durante la historia.
Desde la perspectiva de la historia de los dogmas, la explicación de estas notas fue surgiendo de la necesidad de clarificar la doctrina frente a determinados cismas[18]. Concretamente, la santidad de la Iglesia fue declarada expresamente frente al gnosticismo, que reservaba la santidad para unos pocos «puros» (en griego, cátaros)[19]. Hay entre las notas una especie de «circuminsión» (reciprocidad o mutua interioridad), de tal forma que la unidad no puede dejar de ser santa, católica y apostólica, lo mismo que la santidad no puede dejar de ser una, católica y apostólica, etc. Donde está una de las notas se encuentran también las restantes[20].
Las manifestaciones históricas o visibles de estas propiedades no sólo son «notas» de la verdadera Iglesia, sino también signos de su misterio, aunque no siempre sean evidentes en todos los momentos o aspectos de la Iglesia. De hecho, las propiedades de la Iglesia sólo pueden percibirse explícitamente desde la fe, precisamente porque pertenecen al misterio de la Iglesia; del mismo modo como los milagros que Cristo realiza, que exclusivamente pueden comprenderse plenamente en la perspectiva de la fe cristológica.
- Propiedad esencial, constitutiva, y dificultades al respecto
«Tal como las confesamos en la actualidad fueron añadidas al Credo en el concilio de Constantinopla (381), tomadas de San Epifanio. Son propiedades que emanan de la naturaleza misma de la Iglesia, e idénticas a su esencia, de modo que no se pueden separar»[21]. Fuera del punto de vista de la fe, estas propiedades de la Iglesia pueden suscitar cierta admiración, como sucede cuando se ven desde fuera las vidrieras de una catedral; pero sólo con la iluminación interior puede verse la armonía y la plenitud del conjunto con todo su esplendor y colorido. En la medida en que una persona acepta la luz de la fe católica, puede persuadirse de la profunda verdad e interconexión de estas cuatro propiedades, que la Iglesia posee en virtud del Espíritu Santo[22].
Cabría compararlas en analogía con la dignidad de la persona humana, que no puede perderse, aunque puedan darse circunstancias en que se encuentre herida o amenazada, o no sea visible por diversos motivos (por ejemplo, por medio del secuestro o la tortura). Su dignidad esencial le viene otorgada por Dios; luego, la realización existencial de su dignidad depende de sí misma y de otros. Siguiendo el símil de los Santos Padres, puede evocarse la túnica inconsútil de Cristo, que conservó cuando los soldados le arrancaron sus vestiduras exteriores[23]. Constituye un símbolo de que los hombres podemos rasgar, y de hecho lo hacemos, el elemento humano y visible de la unidad de la Iglesia, pero no su profunda unidad -esencial, constitutiva u ontológica- que es en último término el Espíritu Santo[24].
Algo semejante ocurre con la santidad. La Iglesia es santa en y por sí misma, con una santidad que no puede perder; y esta santidad es el marco para la santificación de los bautizados, pues no hay santos al margen de la Iglesia[25]. Por eso, propiamente hablando, aunque «en» la Iglesia hay pecado, no debe hablarse de pecado «de» la Iglesia, pues los pecados los cometen siempre las personas. Hay muchos pecados que cometen los miembros de la Iglesia, e incluso, actos de representantes oficiales de la Iglesia son rechazables al ser incompatibles con la nota de santidad que tiene la Iglesia afirmada en el símbolo de la fe. La Iglesia acoge en su seno a pecadores para convertirlos y purificarlos[26]. Sin embrago, al mismo tiempo se confiesa penitente; pero, si la Iglesia fuera pecadora, ¿cómo podría ser la esposa santa de Jesucristo?[27] ¿cómo podría ser instrumento de santidad? Parecería blasfemo en cuanto que haría recaer su pecado sobre Cristo.
En el Antiguo Testamento el pueblo convocado por Dios es santo, precisamente porque ha sido convocado por Dios[28]. También la Iglesia es denominada santa en virtud del sacrificio de Cristo. Desde el Antiguo Testamento la santidad se define por la separación de Dios, la separación de algo que se destina (segrega) en exclusiva a Dios. Los datos del Nuevo Testamento que se añaden distinguen entre la santidad objetiva de la santidad subjetiva y personal. La santidad de la Iglesia se deriva de la santidad de Dios, de ahí que los miembros de la Iglesia sean llamados santos por el sacramento del Bautismo[29].
Los Santos Padres recogieron esta enseñanza fundamental de San Pablo y la trasladaron a los primeros símbolos de fe o credos. Únicamente San Ambrosio aplicó a la Iglesia los términos de «casta meretrix-peccatrix»[30]. Sin embargo, no está haciendo referencia a que la Iglesia tenga pecados, a que peque, sino a su procedencia de la gentilidad y a su purificación y constitución como Iglesia por Cristo. Por consiguiente, ha de recordarse que la personalidad de la Iglesia consiste en las personalidades de los que la componen en cuanto están orientadas a Cristo. De tal modo que cuando sus miembros pecan, no pecan en cuanto miembros de la Iglesia, sino que al pecar se separan de Cristo y de la misma[31].
«En esta cuestión ha pesado bastante la interpretación del neoplatónico Von Balthasar, que ha difundido la misma expresión casta meretrix, cuando en realidad es uno elemento bastante aislado. Algunos autores afirman alegremente que para los Santos Padres la Iglesia es santa y pecadora, lo cual es absolutamente falso. Balthasar, sin llegar a ser tan explícito apunta hacia ahí, pero esto no se debe al estudio de los Padres, sino a los presupuestos dialécticos de su teología, debidos tanto al teólogo calvinista Karl Barth, como a las supuesta visionaria Adrienne Von Speyr, que tuvieron, según la confesión del propio autor, un peso determinante en su teología. Si para dicho autor no hay inconveniente en afirmar una lejanía infinita entre el Padre y el Hijo en el momento de la Cruz, con una separación mayor que la de los condenados, no resulta extraño que la Iglesia sea a la vez santa y pecadora para Balthasar. Eso sí, convendría que expresara con más claridad dónde se está inspirando realmente semejante dislate»[32].
«La Iglesia es santa porque Dios santísimo es su autor; Cristo se ha entregado a sí mismo por ella para santificarla y hacerla santificante; el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. En la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios de salvación. La santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su actividad. Cuenta en su seno con la Virgen María e innumerables santos como modelos e intercesores. La santidad de la Iglesia es la fuente de la santificación de sus hijos, los cuales, aquí en la tierra, se reconocen todos pecadores, siempre necesitados de conversión y purificación»[33].
En una perspectiva escatológica, la Iglesia es santa ya, como podría decirse respecto a las otras propiedades, aunque todavía no lo es de una forma definitiva y consumada, pues necesita ser purificada en sus miembros[34]. En suma, se puede hablar de santidad ontológica o esencial de la Iglesia a la que todos están llamados, y de la santidad que posee durante la historia, en la que también existe el pecado.
- Santidad ontológica
Ontológicamente, la Iglesia es «indefectiblemente santa» porque es la comunidad elegida por Dios Padre para llevar a cabo el misterio de su voluntad[35]. Porque Cristo se entregó por ella y porque el Espíritu Santo la santifica a través de las cosas santas: la fe y los sacramentos, especialmente la Sagrada Eucaristía[36]. La caridad es la substancia de esa santidad, y la Virgen María su tipo y modelo. Por tanto, la santidad de la Iglesia, su atributo más antiguo y el que mejor expresa su misterio, es ante todo un don de la Trinidad: la elección del Padre, la donación del Hijo, y la inhabitación del Espíritu Santo son las fuentes de la santidad de la Iglesia.
Porque la Iglesia es santa, en este sentido, los católicos pueden ser llamados analógamente santos, como aparece en el Nuevo Testamento[37]. Y esto no porque sean perfectos, sino porque están llamados a serlo, a través de la llamada universal a la santidad. «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, y justificados en Cristo Nuestro Señor; en la fe del Bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo mismo santos»[38].
La vocación a la santidad es, pues, única ya que no hay diversas santidades y es universal porque se dirige a todo tipo de fieles, sean cuales sean sus circunstancias: sacerdotes y seglares, tanto si viven en el mundo o en una comunidad religiosa, casados, solteros o viudos. No es patrimonio de una élite sino finalidad común y deber de todo cristiano. Siendo personal, de cada uno, la santidad no es nunca una santidad «individual» o independiente, sino que se sitúa y se desarrolla en el seno de la Iglesia. La santidad no es una idea ni un sentimiento, sino una participación de la vida divina, que Dios comunica y que pide la correspondencia de la persona[39]. Este es el significado que el Vaticano II dio a la vocación universal a la santidad[40].
Por consiguiente, la santidad del cristiano, insertada y derivada de la santidad de la Iglesia y en definitiva de Jesucristo, tiene sobre todo un sentido ontológico. Esto quiere decir que pertenece y es propia de la persona. Como la persona tiene una dimensión social y eclesial, la santidad ha de manifestarse y reflejarse en la vida de los fieles. Así lo expresan los textos neotestamentarios[41].
La santidad consiste en el crecimiento de la caridad, del amor sobrenatural de Dios, en el alma, como una semilla que fructifica a partir de la escucha de la Palabra de Dios y del poner en obra su voluntad con la ayuda de la gracia santificante[42]. Otros medios de santificación, es decir de crecimiento en la vida de la gracia, son la participación en los sacramentos, especialmente en el Santo Sacrificio de la Misa, la oración, el ejercicio de todas las virtudes y el sacramento de la Confesión[43]. «Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley, gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo»[44].
La manifestación de la santidad de la Iglesia en sus miembros siempre ha sido uno de los motivos de credibilidad más fuertes y convincentes en el mundo. Por todo ello, uno de los mayores escándalos, de los que más restan credibilidad a la Iglesia, es la presencia del pecado en sus miembros. Sin embargo, cuando se conoce la historia de la Iglesia y la promesa de indefectibilidad de Cristo, la presencia del pecado puede reforzar el argumento del origen divino de la Iglesia, sin debilitar en modo alguno la lucha contra la presencia del mal[45]. «La mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia; y, por tanto, la Iglesia tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, de una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia»[46].
- Santidad en la historia
Durante la historia, la Iglesia es siempre signo e instrumento de esa santidad, y aunque esto se manifiesta, por ejemplo, en las canonizaciones, no obstante, la Iglesia está formada por pecadores. «Santa y siempre necesita de purificación», es la traducción católica del Vaticano II del principio «Ecclesia semper reformanda», surgido en el ámbito calvinista[47]. Por eso la Iglesia une, al reconocimiento de su propia santidad, la confesión del pecado de sus hijos, que desfiguran el rostro de la madre. Siguiendo la doctrina de los Santos Padres, los papas y concilios condenaron reiteradamente el error de que la Iglesia fuera considerada como una comunidad libre de pecadores, reservada sólo a los puros[48].
En la relación entre la santidad y el pecado en la Iglesia, cabe destacar tres puntos: la necesidad de una conversión continua, la edificación de la Iglesia por la santidad y un apostolado de la santidad[49].
a) La necesidad de la conversión y purificación continua
Con el fin de la santificación de la Iglesia a causa de los pecados de sus miembros que muestra la relación entre la santidad objetiva y la subjetiva en la misma Iglesia. Cuando la Iglesia se duele y hace penitencia por los pecados de los que la componen atrae una nueva efusión de la gracia divina, que la purifica y dispone a ser mejor instrumento de la Trinidad[50].
b) La edificación de la Iglesia
Santo Tomás de Aquino, sintetizando el pensamiento de los Santos Padres y especialmente el de San Agustín contra los herejes donatistas, sostiene que la Iglesia se edifica objetivamente por las cosas santas como la fe, los sacramentos y la caridad; y, en consecuencia, se construye por los santos y a partir de los santos[51]. Por la acción del Espíritu Santo, Cristo realiza en la Iglesia acciones santas y santificantes. Por eso, decir «creo (en) la Santa Iglesia» equivale a decir: «creo en el Espíritu Santo que santifica a la Iglesia»[52]. Al mismo tiempo, la santidad personal contribuye a la santidad de todo el cuerpo eclesial, pues los miembros son todos ellos solidarios, y se edifican mutuamente por medio de la comunión de los santos[53].
c) La importancia de un apostolado de la santidad
Si puede decirse que los pecados del cristiano desedifican a los demás miembros de la familia de los hijos de Dios y además a la entera humanidad, el esfuerzo por la santidad personal contribuye a la edificación de la Iglesia, en cuanto que muestra la santidad de la misma[54]. De ahí que un apostolado que subraye la santidad es una forma básica y fundamental de «hacer Iglesia» y contribuir a su misión[55].
La santidad, es decir, el esfuerzo por lograrla, poniendo en práctica la fe, los sacramentos y los demás dones divinos; no tiene nada que ver con un intimismo individualista, que se estancase en la relación entre Dios y yo, si bien esta relación personal, está en la base de toda la santidad. Pero la evangelización no es el anuncio de una salvación únicamente material del hombre como tampoco lo es de un espiritualismo que solamente se quedara en el alma. Como muestran las vidas de los santos, la santidad comporta el afán evangelizador, el celo apostólico, la sed por la salvación de las almas que conlleva también, como consecuencia necesaria pero secundaria subordinada a esta principal, la promoción humana por la justicia, la paz y la cultura. «Buscad el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura»[56].
Por ello, la actividad más importante para el fiel, o la que, en todo caso, debe ser la base de las demás, es la formación espiritual y teológica que le ayude a conocer y responder al don de la fe con una vida de oración centrada en los sacramentos y que fructifique continuamente en la caridad, que se desarrolla en la vida normal y corriente de cada día.
[1] Cf. Malachi Martin, El ultimo Papa, Barcelona 1998.
[2] Mt 7, 20.
[3] S. Th. I, q. 48, a. 1-3.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 309-314 y 397; S. Th. I, q. 49, a. 1.
[5] S. Th. I, q. 64, a. 2.
[6] S. Th. II, q. 41, a. 2, ad 3.
[7] Jn 8, 44.
[8] Cf. Ricardo de la Cierva, Las puertas del infierno. La historia de la Iglesia jamás contada, Toledo 1995, 458; La hoz y la cruz, Toledo 1996, 87; Historia esencial de la Iglesia Católica en el siglo XX, Toledo 1997, 83; Los signos del Anticristo, Toledo 1999, 297; La infiltración. La influencia marxista y masónica en la Iglesia española y universal en el siglo XX, Toledo 2008, 433.
[9] Cf. Gabriele Kuby, La Revolución sexual global. La destrucción de la libertad en nombre de la libertad, Burgos 2017, 19; Marguerite A. Peeters, Marión-ética. Los expertos de la ONU imponen su ley, Madrid 2011, 168.
[10] Cf. Victorino Rodríguez, Temas clave de humanismo cristiano, Madrid 1984, 164.
[11] Malachi Martin, El último Papa, Madrid 2018, 486.
[12] Pablo VI, Discurso al seminario Lombardo, Roma, 7-XI-1968.
[13] Benedicto XVI, Homilía, 30-VI-2010.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2357.
[15] Cf. Roberto De Mattei. Vaticano II. Una historia nunca escrita, Madrid 2018.
[16] Cf. Llorca Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, vol. IV, Edad Media. La cristiandad en el mundo europeo y feudal (800-1303), Madrid 1953, 724.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 391-392 y 414; S. Th. III, q. 81, a. 8.
[18] Cf. Michael Schmaus-Alois Grillmeier-Leo Scheffczyk, Historia de los dogmas. Escritura y patrística hasta San Agustín, Tomo III, cuaderno 3 a-b, Madrid 1975, 167.
[19] Cf. H. Masson, Manual de herejías, Madrid 1989, 153-157 y 91-98.
[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 811-812.
[21] Cf. Eduardo Vadillo Romero, Breve síntesis académica de Teología, Toledo 2009, 268.
[22] Cf. Santo Tomás de Aquino, Escritos de catequesis, Madrid 2000, 77-83.
[23] Cf. Jn 19, 23.
[24] Cf. San Cipriano, De unitate Ecclesiae; CSEL 3, 215.
[25] Cf. Charles Journet, Teología de la Iglesia, Bilbao 1962, 275.
[26] Cf. Juan Pablo II, Creo en la Iglesia. Catequesis sobre el Credo (IV), Madrid 1997, 133.
[27] Ef 5, 26-27.
[28] Ex 12, 1-6; Lv 23, 2-8; Num 28, 25.
[29] Rm 1, 7; 1 Cor 1, 2; 2 Cor 1, 1; Fil 1, 1; Col 1, 2; S. Th. III, q. 68, a. 1.
[30] San Ambrosio de Milán, Exposición del Evangelio según Lucas, 3, 23.
[31] S. Th. III, q. 8, a. 3.
[32] Cf. Eduardo Vadillo Romero, Lecciones sobre el misterio de la Iglesia. Apuntes preparados por el profesor para uso de los alumnos, Toledo 2007, 373.
[33] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 165.
[34] S. Th. I, q. 117, a. 1-2.
[35] Lumen Gentium, n. 39.
[36] Cf. Ef 1, 9.
[37] Cf. Hech 9, 13. 32. 41; Rm 8, 27; 1 Cor 6, 1.
[38] Lumen Gentium, n. 40.
[39] Cf. Columba Marmión, Jesucristo vida del alma, Barcelona 1960, 227.
[40] Cf. Lumen Gentium, n. 41.
[41] Mt 5, 48; Rm 6, 12-23; 1 Tes 4,3; 1 Pe 1, 15.
[42] Cf. Col 3, 14; Juan González Arintero, La verdadera mística tradicional, Salamanca 1980, 49.
[43] Cf. Antonio Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, Madrid 1955, 416; Reginald Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. I, Madrid 2007, 459.
[44] Lumen Gentium, n. 42.
[45] Mt 16, 18.
[46] Benedicto XVI, Encuentro con los periodistas en el vuelo hacia Fátima, 11-V-2010.
[47] Cf. Justo Collantes, La Iglesia de la Palabra, vol. II, Madrid 1972, 35.
[48] Concilio de Constanza contra Juan Hus (DH 1247-1278); San Pío V contra los errores de Miguel Bayo (DH 1901-1980; Clemente XI contra los errores de Pascasio Quesnel (DH 2400-2502).
[49] Cf. 1 Cor 14, 12.
[50] Cf. León XIII, Divinum illud munus, 1897, n. 7.
[51] III Sent. d.1, q. 1; d. 19, a. 2.
[52] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 731-750.
[53] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 947-948 y 950.
[54] Cf. Lumen Gentium, n. 39.
[55] Juan Pablo II, Novo milenio ineunte, 2000, n. 31.
[56] Mt 6, 33.
