By Casey Chalk
El gimnasio es una ocasión cercana de tentación sexual. Al menos el mío. Cada vez que voy, este esposo y padre de seis, que libra una batalla perdida contra el “cuerpo de papá”, tiene que sortear decenas de atractivas mujeres de veinte y treinta años que llevan ropa que en una época anterior, más «puritana», se habría considerado vergonzosamente inapropiada para entornos mixtos. Me limito a concentrarme en las repeticiones y leer mi Magnificat entre series.
Más recientemente, sin embargo, me he inclinado a rezar, tanto por las atractivas y casi perfectamente en forma mujeres como por sus confiados y musculosos homólogos masculinos. Porque debajo de todo el nauseabundo y ensimismado postureo de la cultura del gimnasio hay, creo, una profunda tristeza. ¿Qué hacemos exactamente allí? Sin duda, «maximizar» nuestra salud (aunque prefiero invertirlo y llamarlo, en broma, ahuyentar la muerte). Sin embargo, dudo que la mayoría de los jóvenes lo vean así: la muerte está demasiado lejos para ellos. Están allí, lo admitan o no, porque quieren ser hermosos. ¿Pero con qué fin?
Presumiblemente, la mayoría de mis compañeros de gimnasio están en relaciones románticas o buscan una; sin embargo, curiosamente, los miembros de la Generación Z tienen menos sexo que generaciones anteriores, como han señalado diversos reportajes recientes. Nuestra cultura no parece menos obsesionada con el sexo que en décadas anteriores, pero ahora esa obsesión es digital y en línea, ejecutada (y consumida) frente a pantallas, a menudo en soledad. En el gimnasio hay muchos cuerpos hermosos e hipersexualizados… pero al menos algunos de ellos están teniendo en realidad menos sexo. Muchos elegirán no tener hijos.
La enseñanza católica diría que esto refleja un fracaso fundamental en apreciar para qué son el sexo (y la sexualidad), como sostiene persuasivamente el teólogo y profesor católico Eduardo Echeverria en su nuevo libro Redeeming Sex: The Battle for the Body. El texto de Echeverria es profundamente filosófico y teológico –con capítulos extensos sobre hermenéutica del significado y de la verdad, antropología cristiana y personalismo, y diversas comprensiones de la revelación divina–. Esa profundidad puede disuadir a lectores con sólo un conocimiento superficial de estos conceptos. Sin embargo, su perspectiva pretende ser accesible y apasionadamente ecuménica; de hecho, pocos académicos católicos tienen tanta familiaridad con la teología protestante contemporánea como el Dr. Echeverria.
Para mis propósitos aquí, sin embargo, quiero centrarme en lo que dice Redeeming Sex sobre los tipos de luchas que experimentan las personas que veo cada semana en el gimnasio. Por mucho que el cuidadoso refinamiento científico del cuerpo humano en el gimnasio tenga que ver con la sexualidad, no puede evitar tender hacia un cierto tipo de vanidad y autogratificación. Buscamos un cuerpo más atractivo porque queremos sentirnos bien con nosotros mismos y ser celebrados por otros, y esperamos atraer la atención de alguien cuya fisicalidad sea aproximadamente tan tonificada y hermosa como la nuestra.
Y cuanto más nuestra concepción de la belleza viene definida por lo que vemos en las pantallas –ya sea en redes sociales, imágenes sensuales o pornografía pura y dura–, más el sexo se envuelve en nosotros mismos y en satisfacer inclinaciones fisiológicas.
Sin embargo, como argumenta Echeverria, reducir la sexualidad a mero deseo físico y biológico, basándonos en una antropología materialista, «bloquea la autotrascendencia y, por ende, hace imposible que el individuo se realice en la relacionalidad». En efecto, si la sexualidad no es don de sí, necesariamente se degradará en autocomplacencia, como argumentó el Papa Juan Pablo II en su clásico texto Amor y responsabilidad. Y la autocomplacencia refleja un estrechamiento del horizonte humano, un recogimiento hacia el interior que en su narcisismo se parece a Gollum, una criatura avergonzada, lloriqueante y totalmente sin escrúpulos cuya identidad entera gira en torno a complacerse a sí misma.
«La preocupación por el propio egoísmo genera una contradicción entre nuestra autoafirmación individual y la realización en la relación», escribe Echeverria. La libertad absoluta prometida por la revolución sexual en realidad resulta ser una esclavitud al yo y, en consecuencia, daña la sociedad, porque enseña a las personas a pensar primero en su propia satisfacción. En contraste, la fe cristiana afirma que el valor supremo y el fin de todas las relaciones sexuales es el amor, no en el sentido romántico efímero, sino en el sentido sacrificial y de don de sí. Por eso la Iglesia siempre ha delimitado el acto sexual dentro de los confines del matrimonio, dada la orientación de esta institución hacia la fidelidad de alianza y la procreación. El sexo, afirmaba Juan Pablo II en Veritatis splendor, exige «respeto por ciertos bienes fundamentales sin los cuales se caería en el relativismo y la arbitrariedad». Esta comprensión de la sexualidad amplía el yo, en lugar de disminuirlo, y bendice a la sociedad al fomentar un paradigma común de priorizar al otro.
No es que la cultura del gimnasio necesariamente promueva una autotranscendencia hipersexualizada y lujuriosa. Hay muchos chicos y chicas en el gimnasio que están allí simplemente para mantenerse saludables y, con suerte, volverse un poco más fuertes o más aptos. Pero en nuestra sociedad digital moderna –en la que es perfectamente aceptable, e incluso alentado, tomar imágenes y videos de uno mismo y compartirlos con perfectos desconocidos– el gimnasio se convierte a menudo en un escenario para celebrar y mostrar el yo.
Para entrenar de manera que evite esta tendencia hacia el erotismo narcisista, hay que ejercitar no sólo el cuerpo, sino también la mente y el alma, formando hábitos de virtud basados en una antropología cristiana adecuada. Como todo lo demás en la vida, «hacer ejercicio» debe orientarse en última instancia a glorificar a Dios y amar a nuestro prójimo.
Éste es el primero de lo que será una serie de tres volúmenes sobre la persona humana y la cultura. Y Echeverria ya nos ha ofrecido una perspectiva sofisticada y profundamente católica sobre antropología y ética. Hay secciones que abordan la atención pastoral para quienes se encuentran en relaciones espiritualmente o moralmente problemáticas, y que refutan cuidadosamente el ministerio pro-LGBTQ del popular padre James Martin. Es una obra de manifiesta relevancia para los desafíos que la Iglesia (e individualmente los católicos) enfrenta hoy. Y, como descubrí, incluso puede ayudar a navegar las complejidades de la cultura contemporánea del gimnasio.
Acerca del autor
Casey Chalk es autor de The Obscurity of Scripture y The Persecuted. Es colaborador de Crisis Magazine, The American Conservative y New Oxford Review. Tiene títulos en historia y educación por la Universidad de Virginia y una maestría en teología por Christendom College.
