Por Anthony Esolen
Soy un restauracionista.
Cuando Donatello se entregó al estudio de la estatuaria griega y romana antigua, tuvo que excavar. Más de un milenio de ruina y sedimentos habían dejado enterrada gran parte de la Roma antigua. Di la palabra “Renacimiento” y quizás pienses en la gloria de Venecia sobre las aguas, o en Miguel Ángel soñando bajo la bóveda de la Capilla Sixtina, o en Palestrina dirigiendo la polifonía de su coro papal. Pero también convendría pensar en ratones de biblioteca como Poggio Bracciolini hurgando entre los estantes olvidados de los monasterios, descubriendo obras perdidas del mundo antiguo. O mejor aún, pensar en Donatello con una pala en la mano.
El hombre olvida. En parte, es una misericordia que lo haga. Cada generación goza, gracias al olvido, de una cierta libertad respecto a la anterior. No necesitamos repetir las estupideces de nuestros padres. Podemos inventar las nuestras. También podemos, de vez en cuando, dar con algo nuevo que refresque la vida, que haga el trabajo duro un poco más llevadero, o que arroje más luz sobre la vida de la mente y del alma.
Mientras no caigamos en alguna ideología tonta que valore la novedad por sí misma, podemos avanzar con confianza, sabiendo que si una innovación no funciona, podemos descartarla. Las cosas más importantes de nuestra vida no son nuevas. La naturaleza humana, el mundo natural, el bien y el mal no cambian. Dios no cambia.
La grandeza del Renacimiento no vino de rechazar lo medieval, aunque hubo algo de eso, sino de recordar y restaurar lo que ya se había leído, pensado y hecho antes. No fue una ruptura radical con el pasado.
Spenser consideraba a Chaucer su guía en la poesía inglesa. Tasso, como todos los grandes poetas italianos, miraba a Dante. Pero todos bebieron de las fuentes del mundo antiguo, pagano o cristiano. Fueron más allá de los escolásticos para recuperar a san Agustín y a los demás Padres de la Iglesia. Fueron más allá de las novelas medievales para leer las biografías de Plutarco sobre los hombres ilustres de Grecia y Roma. Su fascinación por el mundo antiguo, su gratitud y su emulación, no eran simples curiosidades anticuarias ni juegos de rol. Querían aprender.
El Renacimiento jamás habría ocurrido si los poetas, artistas, compositores, arquitectos, teólogos y estadistas de la época hubieran dicho: “El pasado es pasado, así que es hora de cosas nuevas, porque, al fin y al cabo, sabemos más que nuestros ignorantes y lúgubres antepasados.” En la historia humana, no hay renacimiento cultural sin restauración. Es la restauración, la recuperación de lo olvidado o perdido, y su instauración en un tiempo nuevo, lo que lleva al brote a florecer plenamente.
El hombre olvida. A veces, al ver una película de hace noventa años y oír el canto de los pájaros, puedo decir: “Ese es un cardenal” o “ese es un sinsonte.” Los pájaros no olvidan. Dentro de cien años, los cardenales seguirán cantando las mismas canciones. Esa es a la vez su gloria y su límite. Pero el hombre sí olvida. A cambio, puede hacer algo más que recordar. Puede proponerse recordar. Puede recolectar, lo cual es un acto deliberado. Puede restaurar.
Por eso digo que en la Iglesia ha llegado la hora de restaurar.
Podemos empezar por casi cualquier parte. Hace tiempo que llamo a restaurar los textos originales de los himnos, corrigiendo el vandalismo editorial. También podríamos recuperar géneros completos de himnos sobre la vida cristiana, especialmente los que tratan de la Iglesia militante: “¿Cristiano, los ves venir?” O himnos que hablen con franqueza de que el mundo no nos saciará: “Mi alma tiene sed de Dios.” O que nos recuerden el momento de la muerte: “Quédate conmigo, Señor.”
Imagina cuadros todos en amarillo y blanco. ¿No nos cansaríamos rápidamente?
Desde luego, hay mucho más. Me impresiona, al mirar el “Tesoro de oraciones” en la parte final del antiguo Misal de San José, la belleza y fuerza de las oraciones que ya no se encuentran en los bancos de las iglesias católicas. Que vuelvan todas. Que regresen las Alabanzas Divinas. Que regresen las letanías al Sagrado Corazón, a la Santísima Virgen, al Inmaculado Corazón de María y a San José.
Y que lo hagan con la gramática correcta: ya sea “Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo” o “que quitáis los pecados del mundo”, pero no “que quita”, lo cual es un sinsentido gramatical. Que regrese la poderosa Letanía de los Santos, con el salmo penitencial 69 incorporado.
Busca fotos de tu parroquia en 1950. Mira lo que antes había. Que eso te inspire.
¿Queremos mantener vivas las escuelas parroquiales y diocesanas? Restaurar los elementos perdidos de la educación clásica —que hoy significa recuperar lo que antes se daba por sentado como educación en artes y letras. Piensa en la gran colección de libros Image de Doubleday. Formemos jóvenes que puedan y quieran leerlos, o leer libros similares.
The Idea of a University, de Newman, es una gran guía para recordarnos no solo lo que solía ser una educación universitaria, sino lo que toda educación verdaderamente humana debe ser.
¿Vida social? ¿Acaso las iglesias no organizaban antes bailes regulares para que chicos y chicas se conocieran? Esa necesidad hoy es urgente; para algunos jóvenes, desesperada. La crisis más urgente en vocaciones hoy es la del matrimonio. Nadie sabe qué exige el matrimonio de cada sexo. Nadie sabe cómo deben relacionarse varones y mujeres. La sabiduría antigua fue descartada por necedades nuevas, que no satisfacen a nadie. El modernismo no tiene gracia.
Dilapidación, escombros, sedimento… ¿pero olvido total? No del todo. Las cosas buenas aún están ahí, esperando ser redescubiertas. Saquen las palas.
Acerca del autor
Anthony Esolen es conferencista, traductor y escritor. Entre sus libros se cuentan Out of the Ashes: Rebuilding American Culture, Nostalgia: Going Home in a Homeless World y, más recientemente, The Hundredfold: Songs for the Lord. Es profesor distinguido en Thales College. Visita su nuevo sitio web: Word and Song.
