Algo está fallando: Solo el 55% de los españoles se reconoce como católico, frente al 90% de finales de los setenta

católicos en España 2025 visitan la Basílica de Covadonga en Asturias

La secularización avanza sin freno, especialmente entre los jóvenes, mientras gran parte de la jerarquía eclesial parece más preocupada por agradar al mundo que por anunciar el Evangelio.

Algo no va bien. España, otrora «Tierra de María», parece dar la espalda a sus raíces. Según la última Nota de Coyuntura Social publicada por Funcas, apenas el 55% de los españoles adultos se identifica hoy como católico. A finales de los años setenta, esa cifra alcanzaba el 90%. ¿Qué ha pasado? ¿Qué hemos hecho —o dejado de hacer— en la Iglesia para permitir esta sangría espiritual?

El fenómeno es aún más dramático entre los jóvenes. En 2002, el 60% de los españoles de entre 18 y 29 años se declaraba católico; en 2024, solo el 32%. Y entre estos, apenas un 8% acude a misa al menos una vez al mes. ¿Qué clase de transmisión de la fe estamos promoviendo? ¿Qué mensaje está recibiendo esta generación que les lleva a considerar irrelevante —o incluso molesta— la presencia de Dios en sus vidas?

La deserción no se compensa con otras religiones, sino con el vacío. El porcentaje de quienes se declaran ateos, agnósticos o indiferentes ha subido del 22% en 2002 al 42% en 2024. La cultura de la nada avanza, y la Iglesia parece más ocupada en discursos climáticos, sinodales o ambiguamente sociales que en llevar a las almas a Cristo.

La realidad golpea en todos los frentes. Los matrimonios católicos han caído en picado: en 2023, solo el 18% de los enlaces heterosexuales se celebraron por la Iglesia. En el año 2000 eran el 76%. La asignatura de religión, por su parte, pierde relevancia curso tras curso, especialmente en la escuela pública, donde apenas el 44% del alumnado la cursa. ¿Dónde están las vocaciones? ¿Dónde están las familias cristianas comprometidas? ¿Dónde están los pastores?

Estas cifras son una llamada urgente a la conversión de toda la Iglesia. Una conversión profunda, no a los esquemas del mundo, sino a Cristo. Tal vez haya que dejar de agradar tanto a los poderes de este siglo y volver a hablar sin miedo de pecado, de salvación, de vida eterna. Tal vez sea hora de asumir que lo que se desfigura no atrae, y que lo que no se exige no transforma.

No, no todo es culpa de la sociedad líquida. También hay responsabilidad dentro de la Iglesia. Si las ovejas huyen, ¿no será que los pastores han dejado de hablar con claridad? Si los jóvenes no vuelven, ¿no será que lo que encuentran no les interpela? ¿No será que el incienso ha sido sustituido por el humo de la confusión?

Que esta decadencia no nos hunda en la desesperanza, sino que nos despierte. Porque si algo ha demostrado la historia de la Iglesia es que Dios no abandona a su pueblo, pero exige fidelidad. Y quizás sea hora de preguntarnos, con humildad, si aún se la estamos dando.

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