Cuando la Sagrada Forma pesa menos que una moneda

Cuando la Sagrada Forma pesa menos que una moneda

Hay momentos en la vida en los que la ironía se despliega ante nosotros como una bofetada inesperada, dejando un amargo sabor en la boca. Ayer, en misa, viví uno de esos momentos. Durante la distribución de la comunión, se cayó al suelo una Sagrada Forma. Fue un accidente, de esos que pueden ocurrir, pero lo que vino después es lo que realmente duele.

Cuando terminó la celebración, me acerqué al sacerdote con una duda, quizás ingenua para los tiempos que corren. Le pregunté si tenía intención de recoger los posibles restos que pudieran haber quedado en el suelo y de purificarlos, como manda la Iglesia. Su respuesta fue una burla, acompañada de un gesto despectivo: «¡Qué tontería más grande!» Me quedé atónito, con esa mezcla de incredulidad y tristeza que solo provoca la falta de reverencia hacia aquello que más debería importar.

Mientras volvía a casa, no pude evitar imaginar otro escenario. ¿Qué habría ocurrido si en lugar de una Sagrada Forma lo que hubiera caído al suelo fuera el cepillo lleno de monedas? ¿Habría considerado también una tontería ponerse a recoger las monedas esparcidas? Tengo mis dudas. Más bien imagino al sacerdote y quizás a un par de voluntarios agachados durante horas, asegurándose de que no quedara ni una moneda sin recoger. Porque, claro, las monedas sí importan. Pero el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo, al parecer, no tanto.

Es aquí donde la ironía se convierte en tragedia. ¿De qué sirve tener las manos consagradas si no son capaces de inclinarse ante lo Sagrado? ¿Cómo esperamos que los fieles comprendan la presencia real de Cristo en la Eucaristía si los mismos sacerdotes, aquellos que deberían custodiarla con devoción, tratan al Santísimo Sacramento como algo prescindible?

La Iglesia se desmorona no solo por los ataques externos, sino también por el desinterés interno. Cuando los sacerdotes olvidan que lo que sostienen en sus manos no es un símbolo ni una representación, sino el mismo Cristo, ya no queda nada que sostenga el armazón de nuestra fe. Porque si Cristo mismo no merece la atención más básica, ¿qué merece la pena?

Me duele escribir esto, porque no quiero pensar mal de un sacerdote. Pero me duele aún más la sensación de vacío que quedó en mi corazón después de su respuesta. La Sagrada Forma cayó al suelo, pero lo que realmente se desplomó fue algo mucho más profundo: la reverencia, el respeto y el amor que debería rodear cada rincón de la Iglesia.

Mientras tanto, el cepillo con las monedas sigue ahí, como un recordatorio de dónde están las prioridades en algunos altares. Y Cristo, en el suelo, espera que alguien, aunque sea un alma sencilla, se digne a agacharse y recogerle.

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