Hoy y mañana no son los mejores días del año para la Pachamama. No, ni siquiera para la ‘conversión ecológica’. Hoy recordamos nuestro destino eterno, nuestra verdadera ‘casa común’, la morada definitiva preparada por Dios para cada uno de nosotros que durará por siempre, mucho después de que la ‘hermana madre tierra’ haya desaparecido, por maravillosamente que la cuidemos, porque está llamada desde su origen a la destrucción.
Hoy y mañana son días de recordar lo que, pese a ser central, suena casi extraño: que estamos aquí de paso, de prueba; que esto es un suspiro, que dura la vida en la tierra lo que un parpadeo, y nuestro destino está en otra parte. Los Novísimos, que se llamaban cuando la Iglesia insistía en ellos, las últimas cosas. Es esa meta lo que convierte la más aburrida de las vidas aquí abajo en el más emocionante de los dramas, en el que cada segundo nos acerca o nos aleja del lugar al que estamos llamados desde antes de nacer.
No es ninguna crítica a esa misión de custodia de la Creación que se nos recuerda últimamente a tiempo y a destiempo; es ofrecer una perspectiva sobre ella que, simplemente, no se nos da ya con mucha frecuencia. Lo más desolador hoy no es tanto lo que nos predican como lo que eliden, aquello a lo que parecen aludir, si se hace necesario, como de pasada, abrumado bajo el peso de tanta alarma y tanto énfasis en lo efímero.
Celebramos a los que han muerto, a los que ya nada pueden hacer para reducir la huella de carbono que deje su cadáver. Hoy, a los que ya han llegado; mañana, a los que aún esperan pero tienen ya la certeza de la salvación: la Iglesia Triunfante y la Iglesia Militante, esas dos partes de nuestra familia que tan a menudo se olvidan cuando decimos ‘Iglesia’.
La crisis de la Iglesia hoy es un olvido de todo eso, es un aplanamiento del mensaje evangélico, reducido a vagas intimaciones sentimentales de una religión universal. Pero si no hay reto, si no hay peligro, si no nos jugamos aquí la eternidad, la Iglesia se convierte en una enorme y envejecida ONG sin mucho nuevo que aportar, y la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad pierde su sentido. Si Cristo es, como he leído en algún teólogo de moda, un profeta del pueblo que luchó contra los poderosos y fue ejecutado por los poderosos, sin más, entonces no hay razón para la esperanza, porque ni siquiera una revolución política que traiga la utopía más perfecta en este mundo puede llenar el corazón del hombre o burlar a la muerte.
Con motivo de este sínodo recién concluido, por ejemplo, hemos sabido del abrumador éxito que están teniendo las sectas evangélicas sobre una población antes pagana o católica. La Iglesia ha tenido durante siglos en América uno de sus terrenos más fértiles, sin ‘viri probati’ ni diaconisas ni sobreabundancia de sacerdotes, sino solo con un mensaje que ha sabido calar en todos los pueblos que lo han recibido: que Dios ha enviado a su Hijo hecho hombre para salvarnos a cada uno de nosotros. Uno, incluso el indígena más atrasado, espera de un hombre de Dios que le hable de Dios, no de estructuras políticas. Y es cuando se ha empezado a usar ese nuevo mensaje de tejas para abajo cuando los nativos han empezado a dejar de escuchar. Que se quiera arreglar el problema aumentando la dosis de lo que ha fallado resulta, cuando menos, curioso.
Y mientras disminuye lo sobrenatural en el mensaje, aumenta inevitablemente lo terreno. Si se olvida el cielo, buscar recrearlo en la tierra se hace casi inevitable, y así se venden desde los púlpitos utopías que parecen olvidar la historia, el Pecado Original, el empecinado realismo del magisterio eterno. Es inevitable que se urjan soluciones políticas para traer el cielo a la tierra, no importa qué desastrosas consecuencias hayan tenido hasta la fecha los intentos por ignorar la naturaleza humana.
Por eso son hoy y mañana un buen momento para recordar, para poner nuestra vida en perspectiva, para releer que “Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado”.