Por Daniel B. Gallagher
Nadie está sometido a un escrutinio más intenso que un nuevo Papa. Los políticos tienen la campaña electoral para ventilar su pasado y proponer su visión del futuro. Los cardenales —esperemos— nunca hacen campaña. Así que los detalles de la vida del Papa León pasaron de ser interés de su familia y amigos al de todo el mundo. Que se lo pregunten a sus hermanos.
De sumo interés fue entonces una publicación del cardenal Prevost en X que decía: “JD Vance se equivoca: Jesús no nos pide que jerarquicemos nuestro amor por los demás”. Sin embargo, aquí hay un problema. Esas no eran palabras del cardenal. Son de Kat Armas, cuyo comentario Prevost compartió.
Antes del fallecimiento de Francisco, señalé en este sitio lo acertado de la interpretación de Armas sobre el ordo amoris, aunque advertí sobre sus deficiencias. Lo mismo puede decirse de la interpretación de James Orr.
La historia del ordo amoris es compleja y el razonamiento bastante sutil. Pero dado que tenemos un Papa agustiniano con un aparente interés en el comentario de Armas, me gustaría mejorar mi intento inicial de comprender el concepto.
La Ciudad de Dios de Agustín es un intento ambicioso de explicar la relación entre lo secular y lo eterno desde la fe cristiana. Describe tres formas generales en que los seres humanos se desvían.
La primera es que simplemente no sabemos lo suficiente. Somos ignorantes, y la única manera de superar la ignorancia que nos lleva a hacer el mal es saber más. Si conociéramos todas las circunstancias que rodean una decisión moral y hubiéramos perfeccionado nuestro uso de la lógica para deducir la acción correcta, nunca nos equivocaríamos. Siempre que seamos libres de realizar esa acción, no podríamos evitar hacerlo, ya que el poder para ejecutarla reside completamente en nosotros.
Esto describe, a grandes rasgos, la postura pelagiana, que Agustín combatió con fuerza, insistiendo en que nuestra salvación depende en última instancia de la gracia de Dios y no de nuestro perfeccionamiento personal. “Oh Dios,” escribió Agustín, “da lo que mandas y manda lo que quieras.” En otras palabras: “Soy totalmente incapaz de alcanzar lo que mandas por mis propias fuerzas, así que dame la gracia de comprender que lo mandas precisamente porque tú, el Sumo Bien, lo deseas.”
La segunda forma de desviarse depende en gran medida de factores externos, ya que estamos involucrados en una lucha cósmica entre dos principios últimos: la luz y las tinieblas. Gran parte de lo que experimentamos sucede, según esta visión, por causa de los astros (astrología) o del simple azar. Aunque somos libres, nuestras acciones morales están formadas en gran parte por lo que está fuera de nosotros, independientemente de nuestras intenciones, voluntad y capacidades.
Esto describe, en términos generales, la posición maniquea, que Agustín también denunció con vehemencia, llamándola una “superstición infantil”. La contrarrestó escribiendo: “Te he probado, y ahora tengo hambre y sed de ti.” Es decir: “He saboreado algo delicioso, y eso ha despertado en mí el deseo de más.”
La exposición de Agustín sobre una tercera vía dejó una huella permanente no solo en la doctrina cristiana, sino también en nuestra forma de interpretar la historia y de distinguir entre lo eterno y lo secular. Es fundamental para una concepción renovada del ordo amoris.
No se trata simplemente de que no sepamos lo suficiente (pelagianismo) o de que estemos atrapados en una lucha cósmica (maniqueísmo). Más bien, estamos atraídos interiormente por un amor irresistible hacia el bien, pero fracasamos miserablemente al alcanzarlo. Somos conscientes de un dinamismo interior que nos impulsa a amar, pero somos libres de amar lo malo o amar lo bueno. Y, con frecuencia, nos encontramos atrapados por lo primero mientras anhelamos lo segundo. Esto, sencillamente, es el “pecado original”, y solo hay una salida: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.”
Esto lleva a Agustín a definir la “virtud” simplemente como ordo amoris, el “orden del amor” (Ciudad de Dios, XV, 22). En otras palabras, cuando somos verdaderamente virtuosos, somos capaces de ordenar los diversos bienes particulares de nuestra vida según su conexión inherente con el Bien Supremo, Dios. Así, vivir según el ordo amoris no significa simplemente amar más a mi familia que a mi patria, y más a mi patria que al mundo. Tampoco consiste en organizar jerárquicamente una serie de amores distintos y separados por x, y, z. Más bien, se trata de abrirme al Bien Supremo, reconocer que es Jesucristo, y, al entregarme por completo a Él, permitirle que ordene todos mis variados y múltiples deseos de bienes particulares hacia Él solo.
Agustín apoya esta definición con una súplica hecha por “la Esposa de Cristo” en el Cantar de los Cantares: Ordinate in me caritatem! (“¡Ordena en mí la caridad!”). Explica que la caída no fue simplemente un asunto de tener desordenados nuestros amores, sino una perturbación del único amor para el cual fuimos creados. Enfatiza la gravedad del pecado original uniendo tres palabras distintas para “amor” al concepto de “orden”: caritas, dilectio y amor.
Así, la descripción de Armas del amor cristiano como un amor que “comienza cerca” y se expande “hacia afuera” tiene un toque de verdad, pero su caracterización simplificada del concepto cristiano de ordo amoris como un amor que “debe ser jerarquizado… con la familia en la cima” es un hombre de paja. Una lectura cuidadosa de Santo Tomás —a quien Armas atribuye este “concepto medieval” del ordo amoris— muestra que es profundamente agustiniano en el sentido aquí descrito.
Igualmente engañosa es la sugerencia de Orr de que la concepción clásica del ordo amoris —es decir, “la idea de que debemos estructurar y no disipar nuestro limitado y frágil caudal de afectos y lealtades”— no hace “nada para socavar la insistencia revolucionaria del cristianismo en el valor inconmensurable de cada ser humano.” El hecho es que la concepción cristiana del ordo amoris transforma por completo esa concepción clásica, como Agustín argumenta con gran esfuerzo en La Ciudad de Dios.
Si no otra cosa, el que León haya compartido el artículo de Armas demuestra que el Pontífice está reflexionando sobre el ordo amoris con mucha atención, como lo haría cualquier agustiniano.
Acerca del autor
Daniel B. Gallagher es profesor de filosofía y literatura en Ralston College. Anteriormente se desempeñó como secretario de latín de los Papas Benedicto XVI y Francisco.
