Guy de Kerimel, arzobispo de Toulouse, promueve a un sacerdote violador

Guy de Kerimel, arzobispo de Toulouse, sonriente en un jardín junto a una estatua religiosa

El arzobispo de Toulouse, Guy de Kerimel, ha cruzado una línea roja. Su decisión de nombrar canciller diocesano a Dominique Spina, un sacerdote condenado por violar a un adolescente de 16 años, no es sólo un error pastoral: es un acto de complicidad activa con el crimen, una traición al Evangelio y una humillación pública para las víctimas de abusos.

Los hechos son públicos y probados. Spina abusó sexualmente de un joven bajo su dirección espiritual. Fue condenado en 2006 a cuatro años de prisión, con informes periciales que lo describen como un sujeto narcisista, perverso y sin sentimiento de culpa. Sin embargo, el arzobispo De Kerimel no sólo lo mantuvo en funciones administrativas, sino que ahora lo asciende a uno de los cargos más altos de la diócesis, responsable además de la pastoral matrimonial. Un delirio.

De Kerimel ha defendido su decisión apelando a que la conversión es posible. Pero aquí no se trata de conversión ni de misericordia. Se trata de justicia, de gobierno, de prudencia, de moral básica. ¿Qué sentido tiene hablar de cultura del cuidado o de tolerancia cero si un abusador puede acabar con una promoción eclesiástica?

El arzobispo ha convertido al abusador en modelo de rehabilitación, dándole poder institucional y visibilidad pública. Todo esto sin una palabra de humildad, sin pedir perdón por la ofensa que esto supone a los fieles, sin ni siquiera apartarlo a una vida penitencial y reservada. ¿Dónde está la misericordia hacia la víctima? ¿Dónde está el respeto al pueblo de Dios?

La gravedad de este caso se multiplica por el historial del propio De Kerimel. En Grenoble, suprimió sin contemplaciones las Misas tradicionales y desmanteló comunidades fieles a la doctrina y a la liturgia. Para los católicos que aman la tradición, palo y exilio. Para los clérigos que destruyen almas jóvenes, indulgencia, promoción y defensa pública. Es el mundo al revés, el signo más claro de una Iglesia desorientada moralmente.

Lo ocurrido en Toulouse no puede quedar impune. Guy de Kerimel ha perdido toda autoridad moral para gobernar una diócesis. Su decisión lo convierte en responsable directo de un escándalo pastoral y moral de primer nivel, y debería ser apartado de su cargo por el bien de la Iglesia y por fidelidad a las víctimas. De lo contrario, seguiremos repitiendo la historia de encubrimientos y de clérigos corruptos protegidos por sus superiores, mientras los fieles verdaderos son ignorados o perseguidos.

Hay que decirlo sin ambigüedades: el arzobispo Guy de Kerimel ha elegido promocionar a un violador homosexual convicto. Y eso lo convierte, con plena conciencia, en cómplice del crimen y del escándalo. La Iglesia arrastra un gravísimo problema de encubrimiento y medidas tibias en un clero plagado de homosexuales efebófilos que aprovechan su posición de autoridad para acceder a adolescentes. Las medidas que se toman son siempre pobres: discretas reubicaciones, silencios omisivos, todo escondido tras una pátina de falsa misericordia que se apalanca en un clericalismo mal entendido. ¿Acaso no es misericorde expulsar del estado clerical y llamar a la conversión y a la penitencia a criminales que utilizan su condición para violar?