«En la misteriosa fuerza que arrastra al hombre como pajas en un torrente
se encuentra el poder de Dios, que destruye para crear y borra para escribir de nuevo»
Christopher Dawson – Los dioses de la revolución
¿Cuántas veces ha destruido y borrado Dios la historia para crearla y escribirla de nuevo? ¿La destruirá y borrará otra vez? ¿Hay una nueva historia en espera de ser escrita sobre los restos de la anterior, es decir, de la nuestra?
La Biblia nos deja constancia de que lo hizo al menos una vez, lo llamamos diluvio universal y Génesis 6 nos proporciona la causa: “la tierra estaba corrompida y llena de violencia”. Por tal motivo “murió toda carne que se mueve sobre la tierra, así de aves como de ganado y de bestias, y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra, y todo hombre. Todo lo que tenía aliento de espíritu de vida en sus narices, todo lo que había en la tierra, murió.” Sólo Noé y su familia hallaron gracia ante Dios y se salvaron.
Y, sin embargo, debemos concluir que el nuevo inicio no dio como resultado un mundo libre de corrupción y de violencia, puesto que sólo tres generaciones después, un biznieto de Noé, Nemrod, decidió construir una torre “cuya cúspide llegara al cielo” para asentar su poderío en la vega de Sinar, desafiando el deseo de Dios de que los hombres se esparciesen por toda la tierra y la llenasen.
Esta fue la primera revolución post-diluviana, el primer acto en ese nuevo mundo en el que el hombre se opone de nuevo a Dios y pretende obrar por y para sí mismo, el precedente de todas las demás revoluciones que hasta hoy han sido.
El resultado fue la confusión de las lenguas por decreto divino y, en consecuencia, la división entre los hombres y la primera gran dispersión o diáspora. Pero esa primera revolución contenía ya en germen el espíritu de rebeldía y violencia de todas las revoluciones futuras, el germen de la corrupción y la violencia de nuestro mundo hoy.
El de Nemrod fue el primer intento tras el diluvio de crear un poder exclusivamente humano en un mundo sin Dios, y muchos tras él lo han seguido intentando hasta nuestros días. Todas las ideologías que hoy conocemos y padecemos son hijas de Babel y se proponen lo mismo: el mundo sin Dios.
No resulta por tanto aventurado suponer que Dios pueda considerar de nuevo a la tierra “corrompida y llena de violencia”, y decidir en consecuencia proceder a un nuevo inicio, a unos “nuevos cielos y nueva tierra”: “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento.” (Isaías 65:17).
El proceso de destrucción y recreación es una constante a todos los niveles de la existencia. Mueren las células y surgen otras; mueren los hombres y nacen otros; mueren las naciones y otras aparecen; mueren los imperios y otros los sustituyen… No deja de ser plausible, por tanto, que sea la totalidad de un “mundo”, de una civilización en su conjunto, la que deba renovarse, sea por causas naturales o por designio divino, que en realidad viene a ser lo mismo, puesto que nada sucede sin que Dios lo permita. Es por tanto razonable suponer que esta ley pueda también afectar a una sociedad como tal, y que una sociedad, una civilización entera como la nuestra, deba desaparecer, de una forma u otra, para dar paso a otra.
Ejemplos a menor escala son bien conocidos: toda la civilización de la América precolombina desapareció cuando Europa llegó a ese continente; de las milenarias civilizaciones egipcia y mespotámicas sólo quedan ruinas dispersas. Todo nace, crece, decrece y muere; ¿por qué no nosotros, nuestra orgullosa civilización globalizada y tecnológica? Nunca antes hubo una civilización que abarcase toda la tierra como sucede con la nuestra. Civilizaciones de menor ámbito podían caer, pero otras contemporáneas seguían su curso. Si hoy cae la nuestra, es toda la tierra la que se derrumba; eso es también la globalización, y nada ni nadie ha conseguido la perdurabilidad en este mundo.
Por algo nos recordaba Evelyn Waugh que «cuanto más elaborada es la sociedad, más vulnerable es a los ataques, y más completo es su colapso en caso de derrota. En un momento como el actual, es notablemente precaria. Si cae, veremos no sólo la disolución de unas pocas sociedades anónimas, sino también de los logros espirituales y materiales de nuestra historia». Vivimos en la sociedad más vulnerable de todas cuantas han existido, precisamente por ser la más compleja.
La diferencia fundamental entre los procesos destructivos ‘naturales’ y la eventual destrucción y recreación de una civilización reside en la libertad del hombre. El hombre es libre, en tanto que la naturaleza se limita a seguir sus leyes. La acción libre del hombre es susceptible, por tanto, de influir de forma determinante sobre ese proceso general de destrucción y recreación en la medida en que se vea afectado por el mismo.
Dios ha diseñado un mundo apto para que el hombre pueda vivir en él en armonía, y le ha dado unas leyes que permiten mantener un equilibrio estable entre el hombre y la naturaleza. En la medida en que el hombre sigue esas leyes, el equilibrio permanece. Cuando las rompe, también se rompe ese equilibrio y se inicia un proceso degenerativo por el que la relación entre el hombre y la naturaleza, y la propia naturaleza humana, se degradan hasta alcanzar un límite en el que la ruptura del equilibrio es ya irreversible y sobreviene la destrucción.
Podemos hablar largamente sobre ese proceso en su dimensión espiritual y moral, y contemplaremos entonces lo que ha sido nuestra propia historia: el progresivo alejamiento del hombre con relación a su fuente, a su Creador, la desobediencia de las leyes divinas, la voluntad de autosuficiencia, la negación de Dios, la rebelión y el rechazo de toda norma moral limitadora, que conduce al caos, a la anarquía social, a la tiranía del más fuerte, a la esclavitud del débil y, finalmente, a la autodestrucción de la sociedad. Y conviene entonces recordar las palabras de Apocalipsis 11, 18: “Se encolerizaron las gentes, llegó tu cólera, y el tiempo de que sean juzgados los muertos, y de dar el galardón a tus siervos, los profetas, y a los santos y a los que temen tu nombre, y a los pequeños y a los grandes, y de arruinar a los que arruinaron la tierra”.
“… y de arruinar a los que arruinaron la tierra”. ¿No estamos viendo acaso ahora mismo a la tierra arruinada por la inextinguible sed de poder de los que ya son poderosos? ¿No estamos viendo toda la riqueza y los recursos de la tierra concentrados en unas pocas manos cuya sed de poder es insaciable, y a los pequeños, e incluso a los que fueron grandes, progresivamente arruinados por esa ilimitada concentración de poder que los despoja de todo? ¿No estamos viendo la tierra “corrompida y llena de violencia” por la ambición ilimitada de esos poderosos? ¿Y no indica eso acaso que tal vez se acerca el tiempo de “borrar para escribir de nuevo”, el tiempo del juicio y de la cólera de Dios, el tiempo de “arruinar a los que arruinaron la tierra”, la purificación previa al nacimiento de “unos nuevos cielos y una nueva tierra”?
Podemos cerrar los ojos y confiar en que eso no suceda, o podemos tratar de leer en esas líneas torcidas con las que Dios escribe la historia y optar por la prudencia y la anticipación, considerando, en cualquier caso, que cuando se desatan fuerzas tales capaces de destruir una civilización, es tal vez momento de pensar ante todo en un refugio espiritual que garantice nuestra verdadera vida perdurable, recordando, por otra parte, que Dios establece siempre un refugio para aquellos que “encuentren gracia ante Él”. El refugio es ahora el Corazón Inmaculado de María – “Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios” (Fátima, 13 de junio de 1917) –, cuya devoción ha establecido Dios a tal efecto, y es necesario apresurarse para entrar en ese refugio, no sea que realmente estemos ante el tiempo del “juicio y la cólera de Dios”. “Encontrar gracia ante Dios” es, pues, la llave: conversión, arrepentimiento, penitencia, oración, cumplimiento de la Ley, vida sacramental… No es, pues, una llave demasiado difícil de encontrar, pero hay que proponerse encontrarla.
Pedro Abelló