Son tantos los factores que explican o tratan de explicar la abrumadora crisis de la práctica religiosa en Occidente en los últimos años, una notable aceleración de un proceso iniciado ya saben ustedes cuándo, que parece ocioso singularizar uno. Sin embargo, no cabe duda de que la actitud de la jerarquía durante la pandemia es uno de los más notables.
La Organización Mundial de la Salud ha decretado que la peste de coronavirus, que ha cambiado el mundo para siempre, ha terminado. Y aunque no creemos que las enfermedades acaten los decretos humanos, nos parece un buen momento para recordar el daño que la cobardía y falta de visión sobrenatural de nuestros pastores hicieron a la práctica religiosa y, probablemente, a la fe de cientos de miles de fieles.
Obispos, conferencias episcopales y la propia Roma se dieron una prisa indecente en interrumpir el culto público totalmente durante meses. Se adelantaron, incluso, en muchas partes -España, por ejemplo- al propio poder político -al que ni soñaron en desafiar en defensa de los fieles-, y en la propia Roma el Papa ordenó a su vicario cerrar físicamente las iglesias en una iniciativa de la que tuvo en seguida que desdecirse ante la indignación generalizada.
De repente, todos aceptaron sin un murmullo de protesta -y sí, en algunos casos, de alivio- que la Misa no era, no es, un “servicio esencial”. Animaron a los fieles a seguir la celebración por la televisión o por Internet, y suspendieron la obligación de asistir a Misa o incluso a seguirla online con la mayor tranquilidad. Soportaron en silencio que abrieran muchos otros servicios, mientras los fieles se veían imposibilitados de acceder a los sacramentos. Se negaban confesiones, viáticos, unciones de enfermos, comuniones. Tampoco alzaron mucho la voz cuando la policía interrumpía el Santísimo Sacrificio, en algún caso el de todo un obispo en su catedral.
Cuando abrieron, impusieron medidas propias de la Peste Negra, como si la gente se estuviera muriendo por las calles: aforos, distancia de seguridad, hidrogel a granel entrando en el ritual y sustituyendo al agua bendita (que no ha regresado a todos los templos), mascarillas…
Por caridad, se decía. Lo que nadie se molestó en investigar si todo aquello servía realmente para algo, y ahora que vemos que Suecia, el país disidente que se negó a someterse a todo esta histeria sanitaria, es la nación de Europa con menor exceso de mortalidad, las razones para dudar son abrumadoras.
No, muchos fieles no vieron tanto ‘caridad’ como miedo y mundanidad. Les ha llamado la atención que el alto clero le diera súbitamente tan escasa importancia a los canales habituales de la gracia. También sorprendía que, en un momento en que incluso cardenales como Hollerich o McElroy -ambos elevados por Francisco- pueden cuestionar públicamente la doctrina perenne de la Iglesia sobre cuestiones incuesionadas como la actividad homosexual, lo que emanaba de la corrupta OMS y de las ideologizadas autoridades políticas se aceptase como verdades incuestionables.
Como la presunta vacuna, ese ‘acto de amor’ al que se nos empujaba desde los más altos púlpitos. Porque no era por ti, era por los demás, para no contagiar. No importa que el contagio llevase en la abrumadora mayoría de los casos a algo no peor que una gripe, o que a poco hubiera que reconocerse públicamente que el producto no paraba la transmisión y nunca se pretendió que lo hiciera. Extraño amor.
Pero dicen que la victoria tiene siempre muchos padres mientras que la derrota es huérfana. O, si se prefiere, que cuando los resultados de nuestras prédicas no son los esperados, todo el mundo pretende que nunca se ha dicho lo que se dijo.
Ahora la CEI, nos cuenta el autor del blog Secretum Meum Mihi, la Conferencia Episcopal Italiana quiere que se interrumpan los servicios de Misas en streaming. Dicen:
“Acogiendo la comunicación de la OMS, señalamos que todas las actividades eclesiales, litúrgicas y devociones piadosas pueden volver a ser vividas en las modalidades habituales precedentes a la emergencia sanitaria.
Sin perjuicio de la posibilidad de que los obispos diocesanos dispongan o sugieran algunas normas prudenciales como la higienización de manos antes de la distribución la Comunión o el uso de mascarilla para visitas a enfermos frágiles, ancianos o inmunodeficientes.
También creemos oportuno que las celebraciones retransmitidas vía streaming cesen, o al menos sean disminuidas en su número. Las actividades en los establecimientos sanitarios, sociosanitarias y de asistencia social seguirán las normas propias de los lugares en los que se desarrollen”.
Y es que online no se puede pasar el cepillo.