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La respuesta correcta a la famosa pregunta de Tertuliano —«¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?»— es «todo». A partir de la definición de Occidente, Samuel Gregg enuncia un atinado diagnóstico de los males que lo afligen. La proliferación de corrientes filosóficas y teológicas tales como el materialismo, la religión liberal, el prometeísmo, el cientificismo y el relativismo autoritario – frutos putrescentes de una modernidad hastiada de sí – ha quebrado la unión entre razón y fe, que tan fecunda resultó durante siglos y que tan necesaria sigue antojándose hoy. Esta ruptura entre cristianismo y logos está en el origen, además, de algunos de los acontecimientos más atroces de la historia de Occidente. Todos ellos son resultado de la barbarie, que aparece cuando se olvida el sano equilibrio, la necesaria combinación de la razón y de la fe. Tampoco pueden explicarse otros horrores de la historia occidental sin prestar atención a factores específicos, históricamente contingentes. ¿Hitler habría alcanzado el poder sin las cicatrices que la Primera Guerra Mundial había dejado en Alemania? ¿Habría triunfado la facción bolchevique en Rusia sin el carácter absolutamente implacable de Lenin? ¿Acaso la eugenesia y la ciencia racial habrían logrado una amplísima aceptación en entornos occidentales instruidos sin la aparición de El origen de las especies, de Charles Darwin? No obstante, el continuado resurgimiento de este tipo de corrientes y acontecimientos en las sociedades occidentales sugiere una tensión muy profunda y que durante mucho tiempo ha permeado la cultura occidental, afectando a los fundamentos de la razón y de la fe. Las civilizaciones ―así nos lo enseña la Historia― desaparecen cuando reniegan de su razón de ser. Y es esta renuncia la que Occidente lleva tiempo haciendo. Así, frente a lo que suele pensarse, las amenazas no provienen sólo del exterior ―como el yihadismo― sino también, y sobre todo, de sus mismas entrañas. Si la integración única de razón y fe en Occidente es una característica definitoria de su civilización, debemos concluir que esta civilización se encuentra en grave peligro. Pero Occidente es aún salvable, puesto que el proceso de desintegración es reversible. Frente al mundo mecanicista del materialismo, el autor defiende un mundo creado por amor y que por amor puede ser alterado. Frente a la realidad caótica y desprovista de sentido que predican los relativistas, reivindica una realidad cargada de logos, de razón. Frente al pesimismo de escépticos y subjetivistas, nos recuerda que el hombre puede descubrir ese sentido que vertebra todo lo real. Y frente a la cacareada incompatibilidad de razón y fe, afirma, en fin, una verdad incontrovertible: que la fe sin razón es superchería y la razón sin fe, simple locura.