Un Doctor de la Iglesia Pasado por Alto

Un Doctor de la Iglesia Pasado por Alto

Por Casey Chalk

Cuando pensamos en los doctores de la Iglesia, esos grandes santos especialmente reconocidos por sus contribuciones a la teología o doctrina católica, nos vienen a la mente figuras como San Agustín y su prolífica producción teológica; Santo Tomás de Aquino y su Summa Theologiae; o el misticismo sofisticado de Santa Teresa de Ávila. La mayoría de los católicos tienen al menos algún conocimiento básico sobre ellos, e incluso puede que tengan algún texto suyo en la estantería. Pero, sospecho que muy pocos poseen algo escrito por San Antonio de Padua.

Para mi vergüenza, ni siquiera sabía que San Antonio era doctor de la Iglesia hasta leer la biografía de Valentin Strappazzon, Anthony of Padua: Franciscan, Preacher, Teacher, Saint. Es conocido como intercesor para quienes han perdido algo importante, como un prodigio inesperado de la predicación cuyo talento se reveló en un encuentro entre franciscanos y dominicos, y –por supuesto– como un nombre favorito para generaciones de italoamericanos. Pero ¿por qué Doctor Evangelicus, como lo declaró el Papa Pío XII hace casi ochenta años?

En su Carta Apostólica de 1946, Exulta, Lusitania felix, Pío XII alabó no solo “la santidad de su vida y la gloriosa fama de sus milagros, sino también por el esplendor que su doctrina celestial irradia por todas partes; iluminó y continúa iluminando al mundo entero con una luz brillantísima”. Sin embargo, a diferencia de muchos otros doctores de la Iglesia, San Antonio no nos dejó una autobiografía espiritual ni tratados teológicos extensos. Todo lo que tenemos son unos 77 textos relativamente breves (casi 60 son sermones).

Como incluso reconoce Strappazzon, estos sermones pueden parecer “algo opacos” debido a su estructura, así como al “uso de un vocabulario lleno de etimologías y símbolos que ya no evocan nada para los lectores de hoy”. Por ejemplo, San Antonio predicaba sistemáticamente trabajando a través de las cláusulas y oraciones de un texto bíblico, explicando cada una por turno. Este método, admitidamente, no se conforma con la exégesis bíblica moderna ni con la homilética contemporánea.

Sin embargo, San Antonio se inspiró tanto en los Padres de Occidente –como San Agustín, San Gregorio Magno, San Isidoro y San Bernardo de Claraval– como en los Padres Capadocios y otras grandes mentes. “Quien lea los sermones con cuidado”, escribe Pío XII, “encontrará en Antonio a un exégeta experto de las Sagradas Escrituras y un teólogo destacado en su análisis de las verdades dogmáticas, un doctor y maestro distinguido en el tratamiento de las doctrinas ascéticas y místicas”.

De hecho, como señala el texto medieval Assidua, el Papa Gregorio IX, contemporáneo de San Antonio, quedó asombrado por la “capacidad del franciscano para extraer de las Escrituras significados originales y profundos”, llamándolo “un arca, un tesoro del Testamento”.

Los sermones, dice Strappazzon, abarcan “no solo teología, ética y espiritualidad, sino también las ciencias naturales, filosofía, psicología, fisiología, medicina, las artes y el mundo animal”. Por ejemplo, en un sermón, San Antonio afirma la bondad del orden natural en un lenguaje que recuerda al de Santo Tomás en la Summa: “Dios, soberano de quien proviene todo lo bueno, extiende su bondad a todas las cosas que existen”.

En una reflexión sobre Eclesiastés 12:5, describiendo cómo el saltamontes engorda, San Antonio compara al saltamontes con los pobres, ya que ambos “se refugian en los setos cuando hace frío”.

En otra reflexión sobre Lucas 6:36 (“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”), explica que el misericordioso es aquel que “sufre con” y empatiza con el otro en compasión, haciendo que “el corazón se entristezca (cor miserum) cuando sufre por la miseria ajena”.

Sin embargo, mi ejemplo favorito es su análisis de Eclesiastés 12:1-2 y 6-7, particularmente su reflexión sobre la frase: “antes de que vengan los días malos y lleguen los años de los cuales dirás: ‘No me gustan.’” El gran predicador franciscano explica: “Vendrán días que no te agradarán. Te has complacido a ti mismo, pero has desagradado a Dios. Llegarán días en que también te desagradarás a ti mismo”.

Rara vez un predicador logra unir tan bien nuestra desobediencia a Dios –algo objetivamente cierto, pero difícil de entender– con algo visceralmente verdadero: cómo nuestros pecados nos perturban incluso a nosotros mismos.

El atractivo estilo alegórico y simbólico de San Antonio (cuya precisión teológica le valió el apodo de “martillo de herejes”) estaba unido a una vida de santidad que reforzaba su mensaje y atraía seguidores. Como describe la Legenda Assidua: “Con un celo incansable por las almas, se esforzaba por predicar, enseñar y escuchar confesiones hasta el atardecer, muy a menudo sin siquiera comer”.

Abundan las historias de milagros: no solo predicando a los peces después de ser tratado con desprecio por locales herejes, sino induciendo a una mula a adorar la Eucaristía, curando a una niña paralítica y epiléptica, y bilocándose, lo que le valió el título de “taumaturgo”.

Murió –notablemente, dado todo lo que logró– a los treinta y cinco años, debido a un derrame cerebral provocado por intoxicación por ergotismo. La devoción popular a San Antonio probablemente impulsó su canonización, una de las más rápidas de la historia, que ocurrió menos de un año después de su muerte. Padua se convirtió en un centro de devoción religiosa; los peregrinos acudían allí para honrar al amado franciscano, y desde allí su culto se extendió por todo el mundo.

A lo largo de los siglos, el trabajo de San Antonio como teólogo y predicador fue eclipsado por su papel como intercesor. Mientras que nombres de otros teólogos medievales como Buenaventura o Tomás son venerados por su sagacidad intelectual, los fieles son más propensos a invocar al predicador paduano cuando pierden las llaves del coche. Y no parece importarle, dado el éxito de tales oraciones.

Sin embargo, es una lástima descuidar sus contribuciones al pensamiento católico. Como afirmó Pío XII al declararlo doctor: “Todo esto puede ser de gran ayuda, especialmente para los predicadores del Evangelio, si consideran estos escritos como un tesoro del arte divino de la elocuencia, pues forman una especie de reserva abundante de la que los oradores sagrados pueden extraer, sin agotarla, argumentos vigorosos para defender la verdad, desafiar errores, refutar herejías y devolver los corazones de los hombres errantes al camino correcto”.

San Antonio, ruega por nosotros.

Acerca del autor

Casey Chalk es autor de The Obscurity of Scripture y The Persecuted. Es colaborador de Crisis Magazine, The American Conservative y New Oxford Review. Tiene títulos en Historia y Enseñanza de la Universidad de Virginia y una maestría en Teología de Christendom College.

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