Al llegar al ocaso del noveno mes del año, la reflexión es obligada por un hecho que pasó inadvertido y marcará el rumbo de la evangelización hacia la tercera década del siglo. El pasado 2 de septiembre se cumplieron 495 años de un hecho fundacional en la historia de la Iglesia en este país: la erección canónica del obispado de México.
Por siglos fue el epicentro del poder eclesiástico hasta que su poder fue desvanecido en la paradoja de que su eclipse vino desde dentro, desde los mismos arzobispos, especialmente en menos de una década. Su gloria llevó a que, en esos albores, los arzobispos de México fueran virreyes de la Nueva España uno de ellos, Lizana Beaumont, enfrentó las crisis y los ideales de emancipación. Elevada a la dignidad de arquidiócesis hasta 1546, el año de 1530 fue el del nacimiento de la Iglesia organizada en el corazón de la Nueva España.
495 años proyectan a la otrora poderosa y fecunda arquidiócesis hacia un examen sincero de sus condiciones, su contexto histórico y vitalidad hacia el medio milenio de su fundación.
La conquista de Tenochtitlán en 1521 abrió las puertas a la evangelización del Nuevo Mundo. En ese momento, la ausencia de una estructura eclesiástica formal era de los impedimentos para la expansión de la fe católica. Inicialmente, el territorio de la ciudad de los vencidos dependía de la diócesis más antigua, la de Tlaxcala, erigida hacia 1525., la cual tendrá el festejo de sus 500 años en octubre.
Clemente VII, en medio de las turbulencias europeas como el saqueo de Roma, respondió a las peticiones del emperador Carlos V, rey de España. Bajo el Real Patronato, el monarca proponía candidatos eclesiásticos y el Papa los confirmaba. Hacia el 2 de septiembre de 1530, el pontífice emitió seis bulas relacionadas, siendo la principal la de la conformación del del obispado, decisión que respondía a necesidades espirituales y la consolidación del poder de España en el Nuevo Mundo.
El franciscano vasco Juan de Zumárraga (1468-1548), enviado a la Nueva España, por una de esas casualidades de la historia fue nombrado primer obispo de México, el 12 de diciembre de 1527. Llamado “protector de los indios», la fecha de su elección es significativa y no necesita mayor explicación ya que el 12 de diciembre de 1531, según cuenta la tradición, él recibió de Juan Diego, las rosas del milagro guadalupano. Zumárraga emergió como figura enfilándose como el gran obispo educador, misionero y defensor de los naturales de la Nueva España, tuvo en sus manos poderes inquisitoriales, la concesión de indulgencias y aunque en 1547 tuvo la bula que lo elevó a arzobispo, no recibió el palio arzobispal al morir en 1548.
El corazón del 495 aniversario radica en el decreto papal como acta de nacimiento y documento fundacional, destacando su estructura y disposiciones clave. La Sacri apostolatus ministerio , Del ministerio del sagrado apostolado, erigió formalmente el obispado como sede episcopal separándola de Tlaxcala y sufragánea de la arquidiócesis de Sevilla.
El decreto determinó la erección del obispado teniendo a la capital del virreinato, la antigua Tenochtitlán, como sede de obispo abarcando un extensísimo territorio desde el Golfo de México hasta el Océano Pacífico. Su poder y extensión incluso le llevó a ser sede metropolitana de diócesis lejanas como la de Filipinas.
El acta de nacimiento enfatiza la misión apostólica ordenando la construcción de iglesias, la formación de clero y la conversión de indígenas. Cláusulas sobre rentas eclesiásticas derivadas del diezmo y donaciones reales, aseguraron su estabilidad económica. También se revelan tensiones, el decreto impulsó la evangelización, pero también la imposición cultural sobre pueblos indígenas. Zumárraga, pese a su defensa de los nativos (como en su denuncia contra Nuño de Guzmán), presidió autos de fe que quemaron códices prehispánicos, ilustrando el doble filo de la colonización religiosa.
La creación de la diócesis de México marcó el tránsito de misiones franciscanas dispersas a una Iglesia institucionalizada y fue el inicio de las grandes obras que aun nos dejan admirados: la construcción de la Catedral Metropolitana (iniciada en 1573) y la fundación de seminarios y elevada a arquidiócesis en 1546 por Pablo III con la bula Super universas orbis ecclesias, se convirtió en la primada de México, influyendo en la formación de otras diócesis como Puebla y Michoacán.
En términos sociales, el decreto fomentó la «reducción» de indígenas a pueblos civilizados, combinando fe y control español. Hoy, en un México secularizado, este legado persiste en debates sobre la separación Iglesia-Estado y el rol de la fe en la identidad nacional. La arquidiócesis enfrenta desafíos modernos como la secularización y la violencia, pero su fundación recuerda la resiliencia que ha sorteado tormentas gracias a la providencia divina.
Hoy, debido a las desafortunadas intuiciones pastorales de quienes tienen en sus manos los destinos de la fe y la evangelización, la arquidiócesis de México se ha reducido a su mínima extensión que en el futuro ya no harían posible más otro desmembramiento; en su pico máximo, alrededor de la década de los 80, la arquidiócesis albergó a cerca de 9 millones de católicos, hoy llega apenas llega a los 4 millones y medio (al 2024, la arquidiócesis de Guadalajara, por ejemplo, tiene cerca de 6 millones de católicos); ya no es foco ni epicentro del poder eclesial, su arzobispo, en la actualidad, más bien es un gris prelado que sirve de adorno para decir que hay un cardenal en la sede primada sin mayor influencia que la de las bucólicas, medidas y cuidadas homilías en Basílica de Guadalupe.
Al proyectarnos hacia los 500 años de la conformación del obispado de México, estaremos frente al espejo de la evolución religiosa de Iglesia de México, obra de Dios y que fue digna de admiración a nuestros ojos. Hoy, exige una seria y pausada reflexión sobre el pasado de una arquidiócesis en decadencia, para iluminar el futuro eclesiástico y social de México, para recuperar el valor de la fe y de la esperanza.
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