ACN / Bajo un nublado cielo otoñal, cientos de fieles se reunieron este mediodía en la calle Francisco I. Madero, frente al Templo Expiatorio Nacional de San Felipe de Jesús. El tercer acuartelamiento de los Caballeros del Rosario, promueven el rezo público del Santo Rosario como arma espiritual contra las impiedades y desafíos del mundo moderno. Lo que inició como una discreta convocatoria se convirtió en un gran testimonio vivo de fe colectiva, un desfile de devoción que avanzó con orgullo por las calles de la capital del país, enarbolando los máximos emblemas de la innegable cultura católica que ha moldeado el mestizaje de México.

Pasado el mediodía, hombres de todas las edades, familias enteras que se unieron al llamado y mujeres con rosarios entre los dedos, acompañaron esta marcha-procesión que rompió con el bullicio de la calle Madero, arteria peatonal del comercio y el turismo, cediendo el paso a un murmullo orante. Turistas con celulares se detenían a retratar la formación que enarbolaba banderas y estandartes, mientras otros se preguntaban entre sí: “¿Esos quiénes son?” “Creo es una secta…” deteniéndose intrigados; vendedores ambulantes pausaron sus vendimias y ofertas, para levantarse y dar honor y respeto a la oración en la Jornada Mundial del Rosario como acto público de libertad espiritual.

Al frente de la procesión, dos imágenes sagradas encabezaban el cortejo, una venerable estatua de San José, el custodio silencioso de la Sagrada Familia. Su figura irradiaba una paternidad protectora que resonaba en el corazón de los presentes, patrono de los trabajadores y de la Iglesia universal que parecía custodiar la imagen monumental de la Virgen de Guadalupe, la Emperatriz de las Américas. Vestida con su manto estrellado, bordado en oro y perlas, y con el rostro moreno que Juan Diego vio en el cerro del Tepeyac en 1531, la Guadalupana era el faro de la procesión, tendiendo puentes entre el cielo, la tierra y la sociedad secular que reconoció en Ella a la patrona de México.

Flanqueando las imágenes, ondeaban los estandartes de los Caballeros del Rosario, pendones, sostenidos por los líderes del grupo, simbolizaban la milicia espiritual de los caballeros, hombres comprometidos con la defensa de la fe en la esfera pública, inspirados en las palabras de Fátima, donde la Virgen pidió rosarios para la conversión de los pecadores y la paz mundial.

Las banderas de México, tricolores y vibrantes, contrastaban con el cielo nublado que recordaban que esta devoción no es ajena a la patria, sino su raíz más profunda. La Virgen de Guadalupe, proclamada patrona de la nación desde 1910, es el escudo nacional y su imagen evoca la independencia y la unidad. Pero el estandarte que más conmovió fue la bandera con la Cruz de Borgoña, esa cruz aspa roja sobre fondo blanco, emblema del Imperio Español y de la herencia católica de Hispanoamérica. Traída de las profundidades de la tradición, esta bandera no era un anacronismo, sino un recordatorio vivo de la evangelización que trajo la fe a estas tierras. La Cruz de Borgoña, adoptada por Carlos V en el siglo XVI, representa la catolicidad universal, la cruz que se plantó en Tenochtitlán y que, pese a las tormentas de la secularización, sigue erguida como pilar de identidad hispana. Los caballeros la portaban con orgullo, no como reliquia colonial, sino como herencia de santidad, de misioneros que con ella construyeron catedrales y hospitales, fusionando el águila devorando serpientes con el misterio pascual.

En la calle, a unos pasos de Catedral metropolitana se rezaría el Rosario de rodillas. Pero el camino fue más un trayecto de disciplina, orden y esperanza. Las coplas de la gaita daban serenidad y marcialidad, entonando los himnos guadalupano con el instrumento musical de otra cultura en un pulso rítmico que aceleraba los corazones.




Los gritos surgían refrendando identidad y pertenencia: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¿Quiénes somos? ¡Caballeros del Rosario!». Estos clamores, heredados de la Cristiada de 1926, cuando miles murieron por la libertad religiosa, llenaban el espacio con una energía contagiosa. Todos unidos en un coro que hacía en la plaza de la Constitución. No era un desfile estruendoso; era un testimonio. En una ciudad donde el laicismo estatal a veces ahoga las procesiones, este era un acto de presencia, de reclamar el espacio público para la oración.

Lo admirable fue el respeto. En un México polarizado por debates sobre secularismo y derechos, este respeto espontáneo fue un signo de la sed espiritual latente. «La Virgen camina con nosotros», murmuró una mujer joven, con lágrimas en los ojos. La procesión avanzó sin incidentes, custodiada por algunos elementos de la policía auxiliar que más que vigilar, parecieron escoltas discretos de la fe.
Al doblar la esquina hacia la Catedral Metropolitana, los Caballeros se detuvieron. Organizados tuvieron una bienvenida que fue espontánea. Al ingresar a la explanada, un gesto inesperado selló el milagro del día. En el Zócalo, danzantes aztecas hacían sus rituales como atracción turística en honor a los antiguos dioses. Vestidos con tilmas multicolores y tocados de plumas, uno de ellos, al ver la procesión aproximarse, con San José al frente, detuvo su danza para acercar el sahumerio humeante de copal, la resina sagrada que los mexicas usaban para invocar a los teotl. Espontáneamente, sin palabras, ofreció el humo aromático a la imagen del Santo Patriarca; San José recibiendo el tributo indígena, recordando cómo la evangelización no destruyó, sino que elevó las raíces nativas.


La procesión se instaló en el Zócalo, frente a la Catedral. Casi seiscientas personas ocuparon una de las esquinas al pie de Catedral: familias con bebés en brazos, jóvenes con crucifijos tatuados, niños que imitaban el rezo con deditos entrelazados, ancianos sentados en sillas plegables que habían traído de casa. El rezo del Rosario se organizó con devoción, un locutor amplificado guiaba los misterios mientras voluntarios distribuían folletos con las meditaciones.


El culmen llegó con la sencilla bendición impartida por un sacerdote joven quien, discreto, pronto dejó la reunión. Vestido de sotana alzó la mano derecha y trazó la señal de la cruz sobre la multitud arrodillada. No hubo discursos, proclamas o beligerancia, solo la gracia pura de un gesto sacerdotal en medio del pueblo. Al levantarse, los Caballeros posaron para la foto grupal: filas ordenadas ante la Catedral, con San José y la Guadalupana en el centro, estandartes al viento. Sonrisas cansadas pero radiantes, manos unidas en rosarios compartidos. Era el sello de un día que, en su humildad, gritaba victoria espiritual.

En un México de contrastes, donde la fe a veces se confina a templos, este 11 de octubre recordó que el Rosario es arma y escudo, corona y esperanza. Casi seiscientas personas lo tomaron, pero su eco fue de miles: Viva Cristo Rey. Viva la Virgen de Guadalupe, hijos de una Madre que nunca abandona y su Rosario que tomó el corazón de la Ciudad de México.

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