Pbro. Hugo Valdemar Romero / ACN.-
La violencia yihadista ha vuelto a golpear África con una brutalidad que debería estremecer la conciencia del mundo entero. El pasado 15 de septiembre, en la aldea de Takoubatt, en Níger, hombres armados irrumpieron en plena celebración de un bautismo y abrieron fuego indiscriminadamente contra los fieles. Veintidós personas murieron, entre ellas familias enteras que, en lugar de celebrar el don de la vida nueva, encontraron la muerte dando testimonio de su fe, naciendo así, también ellos, a la vida eterna por su martirio. La región de Tillaberi, frontera con Burkina Faso y Malí, se ha convertido en un campo de exterminio donde los cristianos y otros inocentes pagan con su sangre el precio de un odio irracional. El terrorismo no se detiene, y la indiferencia internacional tampoco.
Si la situación de Níger es trágica, la de Nigeria es sencillamente devastadora. Allí, la persecución contra los cristianos ha alcanzado niveles de genocidio. Según la Sociedad Internacional para las Libertades Civiles y el Estado de Derecho (Intersociety), cada mes son atacadas alrededor de cien iglesias y diariamente mueren treinta y dos cristianos a manos de grupos extremistas. Desde que Boko Haram inició su ofensiva en 2009, más de 19 mil templos han sido destruidos o clausurados, y más de 185 mil personas han perdido la vida, de las cuales 125 mil eran cristianos asesinados por su fe. Los números son tan escalofriantes que parecen sacados de un relato antiguo, de una persecución de otros tiempos. Sin embargo, es hoy, es ahora, es África.
El director de Intersociety, Emeka Umeagbalasi, lo ha dicho con claridad: lo que ocurrió en Constantinopla o en Egipto, donde comunidades cristianas fueron reducidas a la mínima expresión, está sucediendo en Nigeria. De no actuar con urgencia, en pocos años podría quedar una minoría cristiana en esa nación que hoy es la más poblada de África. Y no se trata solo de violencia externa: el propio Estado, con su silencio y complicidad, permite que la ideología radical avance sin freno, imponiendo terror y sometimiento.
Ante semejante panorama, ¿cómo es posible el silencio del mundo? ¿Cómo entender que la comunidad internacional apenas reaccione, y que dentro de la misma Iglesia, muchos ignoren o sean indiferentes ante esta tragedia? Hemos aprendido a conmovernos con guerras lejanas, como la de Ucrania y Palestina, y a movilizarnos por catástrofes naturales, pero hemos cerrado los ojos ante nuestros propios hermanos en la fe, que mueren solo por confesar a Cristo. La sangre de los mártires está regando la tierra africana, y nuestra indiferencia se convierte en una segunda herida que los abandona en soledad.
La persecución no es un tema de estadísticas, sino de personas concretas: comunidades que celebraban su fe y son masacradas; parroquias incendiadas con los fieles dentro; sacerdotes secuestrados; familias obligadas a huir de sus tierras ancestrales. Es el rostro doliente de la Iglesia viva que sufre en carne propia el misterio de la cruz. Y mientras ellos derraman su sangre, nosotros celebramos la fe sin acordarnos de ellos, como si existiéramos en mundos separados.
Lo menos que podemos hacer, y lo primero que estamos llamados a hacer, es rezar por nuestros hermanos perseguidos. Existe en la liturgia una misa por los cristianos perseguidos, desconocida para muchos, que deberíamos celebrar con frecuencia en nuestras comunidades. La oración universal de cada domingo debería incluir súplicas concretas por ellos, para que nadie en la Iglesia pueda decir que ignora su sufrimiento. No olvidemos que a María santísima la invocamos como “auxilio de los cristianos”, roguemos que sea ella su amparo y refugio. La solidaridad espiritual es la primera forma de comunión.
Pero no basta con rezar. Debemos también levantar la voz, exigir a los gobiernos, a los organismos internacionales y a la misma Iglesia que se comprometan de verdad en la defensa de la libertad religiosa y de los derechos humanos. La denuncia profética no es opcional: si callamos, nos hacemos cómplices.
El mundo necesita despertar ante esta tragedia. Y la Iglesia necesita recordar que la sangre de sus hijos la interpela con fuerza. No podemos seguir viviendo como si nada ocurriera, mientras en África las comunidades cristianas son crucificadas y diezmadas. Su martirio es un espejo en el que se refleja nuestra tibieza.
Ellos nos están diciendo con su vida y con su muerte que la fe vale más que todo, que el Evangelio no se negocia, que Cristo es la perla preciosa, el tesoro, por el cual se entrega todo. Que nuestras comunidades, parroquias y diócesis se sacudan de la indiferencia. Que celebremos la misa por los perseguidos, que recemos cada domingo por ellos, que recemos el santo rosario por los perseguidos, que enseñemos a los jóvenes el valor del testimonio hasta la sangre.
Y que al hacerlo, no solo les demos consuelo a ellos, sino que recuperemos nosotros la pasión por una fe que tal vez hemos domesticado demasiado. África grita, y su grito es el mismo grito de Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. No respondamos con silencio. Respondamos con fe, con oración y con solidaridad activa.
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