«Ser o no ser». La principal cuestión de las misas televisadas

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Del tema se hablaba desde hace ya tiempo. Pero la homilía del 12 de abril en la que el Papa Francisco “revocó” su decisión de no transmitir en televisión sus misas matutinas en Santa Marta, lo ha sacado a la luz.

En esa homilía, el Papa dijo que si decae de lo real a lo virtual, “esta no es la Iglesia”. Cuando ya no hay personas ni sacramentos es una Iglesia “gnóstica”.

Hay un punto contradictorio en este “j’accuse” de Francisco pronunciado precisamente durante una de sus misas televisadas. Se sabe que al comienzo del pontificado se negó tanto a que sus misas matutinas fueran retransmitidas en directo, como a que se hicieran públicas las grabaciones completas de audio y video. Pero desde que, en marzo, en Italia y en el Vaticano se prohibieron las misas con presencia de fieles por la pandemia de coronavirus, permitió que fueran televisadas. Y se prevé que cuando finalice la prohibición en mayo, seguirá dejando que sus misas sean transmitidas en televisión, nuevamente con la presencia de la gente.

Pero la cuestión ya está abierta. En una sociedad cada vez más digital, ¿qué sucedería si la misa, “culmen et fons“ de la vida de la Iglesia, se sintiera también atraída por la nube web? ¿Si de evento pasara a ser espectáculo? ¿De realidad a teatro?

Es una pregunta a la que los Padres de la Iglesia, a su manera, ya se enfrentaron, como manifiesta Leonardo Lugaresi, erudito de los primeros siglos cristianos, en la siguiente carta.

Pero hoy es un tema más crucial que nunca.

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LA MISA ES UN EVENTO, NO UNA REPRESENTACIÓN

de Leonardo Lugaresi

Estimado Sandro:

Usted ha abierto, sobre un problema de vital importancia para la Iglesia católica como el de las “tele-misas“, una discusión de gran interés a la que me gustaría intentar aportar una pequeña contribución, desde el punto de vista de alguien que ha estudiado durante mucho tiempo el juicio de la Iglesia antigua respecto al mundo del entretenimiento.

En la concepción de los Padres, las representaciones teatrales o competitivas se caracterizan por la presencia paradójica de un “pleno“ de fuerza emocional y un “vacío“ de consistencia real.

Los espectáculos tienen, de hecho, por un lado el poder de entusiasmar a los espectadores e incluso arrastrarlos, a veces,  a un estado de exaltación (pensemos en ciertos excesos de animación deportiva o en la profunda emoción que el público puede experimentar frente a una representación teatral especialmente intensa), pero por otro son “falsos“ por su naturaleza, en el sentido de que no tienen una consistencia real o, si lo prefieren, pertenecen a un orden de realidad completamente diferente al de la vida ordinaria del hombre, como demuestra –y este es un tema crucial en los Padres de la Iglesia– la imposibilidad de una verdadera relación entre el espectador y el actor.

A este respecto Agustín –en un célebre pasaje del tercer libro de las “Confesiones“– hace una reflexión muy aguda, cuando observa que “en el teatro el hombre quiere sufrir contemplando eventos tristes y trágicos que, sin embargo, él mismo no querría sufrir”.

Querer sufrir, como espectador, un “dolor” del que se obtiene un placer es, de hecho, para Agustín una “mirabilis insania”, una increíble locura, porque en la vida real frente a la miseria del hombre la única respuesta adecuada es la misericordia, no el placer de la compasión; y la expresión de la misericordia es el “subvenire“, el socorrer, no el “spectare“, el contemplar.

“Pero – se pregunta Agustín – ¿qué misericordia puede darse en cosas fingidas y escénicas? Porque allí no se provoca al espectador para que socorra a alguien, sino que se le invita a condolerse solamente, favoreciendo tanto más al autor de aquellas ficciones cuanto es mayor el sentimiento que siente con ellas. De donde nace que si tales desgracias humanas -sean tomadas de las historias antiguas, sean fingidas- se representan de forma que no causen dolor al espectador, éste se marcha de allí aburrido y murmurando; pero si, al contrario, siente dolor en ellas, permanece atento y contento” (”Confesiones” III, 2, 2).

Ir al rescate del actor que “sufre“ sobre el escenario obviamente sería absurdo. Lo único que podemos hacer –mejor dicho, que estamos institucionalmente llamados a hacer, en tanto espectadores– es “disfrutar“ de la emoción que nos causa ese sufrimiento. Pero eso es exactamente lo que hacemos todos los días mirando el mundo por televisión. De esta manera Agustín nos proporciona un buen criterio para distinguir la lógica de la representación espectacular y la de la vida real. Y es el criterio de la relación responsable.

¿Qué tiene que ver todo esto con las misas televisadas? Mucho, en mi opinión, si pensamos primero en lo que es la misa en su esencia: un evento y no una representación.

Para ser más precisos: la misa es el evento por excelencia, “el sacrificio mismo del Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús“. Cada misa, de hecho, “hace presente y actual el sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre, una vez por todas, sobre la Cruz en favor de la humanidad. […] El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio». (Catecismo de la Iglesia Católica, Compendium, n. 280).

Pues bien, a un evento no se asiste como espectadores, se participa. Para participar es necesario estar presentes en el tiempo y el lugar en el que sucede, porque de lo contrario no se establece con este una relación real. Y para estar presente, hay que estar allí con el cuerpo. Hoy, en un contexto cultural en el que la unidad de la experiencia humana espiritual-corpórea es cuestionada cada vez más por nuestra adicción a lugares y relaciones exclusivamente virtuales, es imprescindible reafirmarlo.

La representación mediática de un evento implica en sí –independientemente de las intenciones de quienes la organizan y de quienes asisten, así como del “formato” en el que se desarrolla– una espectacularización que es, en gran medida, incompatible con la naturaleza del evento mismo. Sin entrar en el lugar dramático en el que se lleva a cabo, es decir, sin entregarse al tiempo y al espacio que lo delimitan, seguimos siendo, en gran medida, espectadores.

Es suficiente pensar, para poner solo un ejemplo, en el hecho de que cada evento es, por definición, único e irrepetible. Los cientos de miles de misas que se celebran cada día en el mundo no son “réplicas“ producidas en serie según un prototipo, sino que cada una de ellas constituye la actualización del único sacrificio de Cristo, que se produce una vez por todas. La lógica de la representación de los medios, sin embargo, es la de la repetibilidad y la serialidad: viéndolo así, no hay una diferencia real entre seguir la transmisión en vivo o en diferido.

Los padres del Concilio Vaticano II estaban en lo cierto cuando identificaron en la “actuosa participatio” de los fieles uno de los valores principales a promover en la reforma de la liturgia.

Sin embargo, desafortunadamente, una buena parte del liturgismo postconciliar ha malinterpretado y traicionado esa indicación, confundiéndola con una invitación al activismo litúrgico, es decir, a la promoción del protagonismo humano en el «opus Dei”. Y ahora, después de décadas de énfasis impropio en la dimensión “aglomeradora“ de la misa, la respuesta eclesiástica a la emergencia sanitaria por coronavirus corre el riesgo, en una especie de sarcástica heterogénesis de fines, de eliminar de hecho  a las personas de la liturgia, rebajándolas a público televisivo que se alimenta de emociones religiosas.

La misa vista desde casa puede constituir, sin duda, un útil ejercicio de piedad, a la par que otros, pero para la fe católica sería letal superponerla o incluso confundirla con la participación en el sacramento. En el pasado la autoridad eclesiástica prestaba mucha atención a esta distinción, y me gustaría que hoy siguiese haciendo lo mismo.

El lector cortés que le escribió desde el Reino Unido citando cinco ejemplos de “misas a distancia” que sentarían un precedente para la futura liturgia en línea, creo que ha expresado, con el empirismo británico típico, un sentimiento ya bastante extendido entre los católicos en todo el mundo.

Poco importa que, tal y como usted ya ha objetado, los tres primeros ejemplos sean muy poco pertinentes porque en ellos la unidad de tiempo y lugar del evento no se ha roto, sino que ha sido simplemente adaptada a condiciones específicas, y que el cuarto sencillamente presente una situación en la que es necesario elegir entre hacer un pequeño esfuerzo o preferir la comodidad.

Porque quizás ya se está estableciendo una nueva práctica pseudo-litúrgica.

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(s.m.) Puede ser esclarecedor releer esta intervención de Leonardo Lugaresi en 2011, sobre la crítica cristiana a la sociedad del espectáculo, desde los Padres de la Iglesia hasta Benedicto XVI:

> Actor de teatro, ¡bota la máscara!

En cambio, en relación a la habilidad de Papa Francisco para actualizar el teatro pedagógico jesuita del siglo XVII, se publicó esta nota en “L’Espresso” del 15 de abril de 2016:

> Arriba el telón. Se pone en escena el teatro del Papa