Durante días hemos asistido a un espectáculo ya demasiado conocido: obispos, comentaristas y opinadores eclesiales hablando de Nigeria, de Trump y de la violencia yihadista con un lenguaje cargado de emociones selectivas, de indignación asimétrica y de una moral gaseosa que se disuelve justo cuando debería volverse firme. Mucha apelación al “espíritu de la Navidad”, mucha invocación genérica a la paz, pero muy poca doctrina, muy poco magisterio y, sobre todo, muy poca atención a la realidad concreta de los cristianos que están siendo masacrados desde hace años.
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Por eso resulta casi un alivio intelectual —y moral— escuchar al padre Javier Olivera Ravasi explicar lo ocurrido en Nigeria sin tamices ideológicos, sin antipatías personales y sin ese pacifismo sentimental que se ha infiltrado peligrosamente en el discurso eclesial contemporáneo. Ravasi no defiende a Trump ni lo canoniza. Hace algo mucho más incómodo para muchos: analiza los hechos a la luz de la doctrina social de la Iglesia, no a la luz de simpatías políticas o fobias culturales.
Y ese es el punto de partida que otros han rehuido deliberadamente.
Ravasi recuerda un dato esencial que demasiados comentaristas han omitido o minimizado: la intervención estadounidense se produce a petición expresa del gobierno nigeriano, desbordado desde hace años por la violencia sistemática de grupos yihadistas contra comunidades cristianas, tanto católicas como protestantes. No se trata de una injerencia caprichosa ni de una cruzada improvisada, sino de una ayuda solicitada por un Estado incapaz de proteger a su población frente a un mal grave, cierto y prolongado en el tiempo .
A partir de ahí, Ravasi hace lo que hoy parece casi revolucionario: abre el Catecismo de la Iglesia Católica. No improvisa teología, no cita eslóganes, no reduce el Evangelio a consignas. Va directamente a los principios clásicos de la legítima defensa y de la guerra justa, desarrollados desde san Agustín, sistematizados por santo Tomás de Aquino y recogidos con claridad en los números 2265 y 2309 del Catecismo .
La Iglesia —recuerda Ravasi— no es pacifista en el sentido ideológico del término. La Iglesia ama la paz, pero no a cualquier precio. El irenismo, es decir, el pacifismo que acepta el mal con tal de evitar el conflicto, ha sido condenado reiteradamente. Hay situaciones en las que no solo es lícito defenderse, sino moralmente obligatorio, especialmente cuando se es responsable de la vida de otros. Defender al inocente no es una concesión al belicismo, sino una exigencia de la caridad.
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Aplicados al caso de Nigeria, los criterios son claros. Existe un daño grave, cierto y duradero: asesinatos masivos, secuestros, limpieza étnica y ataques sistemáticos contra civiles cristianos desde hace años, constatados no solo por informes internacionales sino por el testimonio directo de sacerdotes y obispos nigerianos en contacto permanente con Ravasi . Han fracasado los medios pacíficos: negociaciones, intentos de contención y medidas internas no han logrado frenar la violencia. Hay, además, una probabilidad fundada de éxito gracias al apoyo militar solicitado. Y, finalmente, las operaciones descritas no constituyen una guerra total ni un castigo indiscriminado, sino acciones limitadas contra grupos armados concretos, atendiendo al principio de proporcionalidad.
Nada de esto es una opinión extravagante. Es doctrina católica elemental. Lo que Ravasi hace es recordarla cuando otros prefieren olvidarla.
Frente a los discursos que juzgan intenciones ocultas, él insiste en algo profundamente católico: la moral juzga actos, no almas. Trump no es católico, no tiene obligación de conocer el Catecismo ni de ajustar su retórica a la sensibilidad eclesial europea. Lo que puede y debe evaluarse es el hecho concreto: una ayuda militar solicitada para detener una matanza. Todo lo demás —sus defectos personales, su estilo, sus otras políticas— es irrelevante para este juicio moral concreto .
Particularmente revelador es que Ravasi no habla desde un despacho europeo ni desde una tribuna mediática, sino apoyándose en voces eclesiales nigerianas. Sacerdotes y obispos del país han descrito la intervención como “la mejor noticia en veinte años”, una señal de que el mundo no ha olvidado su sufrimiento y una esperanza real frente a una violencia que parecía no tener fin . No son halcones de Washington: son pastores que entierran a sus fieles.
Aquí se hace visible el contraste más incómodo. Mientras algunos obispos occidentales se apresuran a reprender desde la abstracción moral, quienes viven sobre el terreno agradecen que alguien, por fin, haya hecho algo. Esa distancia entre el discurso y la sangre derramada es la que Ravasi se niega a aceptar.
Su explicación no glorifica la guerra ni niega los riesgos, abusos o pecados que pueden darse en cualquier conflicto armado. Pero tampoco cae en la cobardía moral de condenar automáticamente toda acción defensiva por miedo a parecer “poco evangélico”. Al contrario: recuerda que no hay nada evangélico en permitir que el inocente sea masacrado mientras se predica una paz puramente retórica.
Por eso la intervención de Olivera Ravasi destaca tanto en medio del ruido. No porque sea estridente, sino porque es sobria. No porque sea partidista, sino porque es doctrinal. No porque busque aplauso ideológico, sino porque se somete —con humildad y claridad— a lo que la Iglesia realmente enseña.
En tiempos de confusión moral, escuchar a un sacerdote que razona con el Catecismo en la mano y con los ojos puestos en las víctimas reales es, sencillamente, un acto de higiene intelectual. Y quizá también de justicia cristiana.
