Nuestro admirado Wanderer ha hecho un inventario minucioso —y confieso que en buena medida gozoso— de los pequeños signos de normalidad litúrgica, estética y protocolaria que León XIV ha ido recuperando en apenas unos meses. Y no seré yo quien niegue el alivio espiritual que produce volver a ver una muceta, una faja bordada o una sotana que no transparenta como mortaja de hospital. Hay cosas que, sencillamente, reconcilian con la vista y con la memoria.
El problema no es que esos signos sean irrelevantes. El problema es creer que bastan.
Porque mientras celebramos —con razón— que el Papa vuelve a vestirse como Papa, cuesta no advertir que al mismo tiempo sigue nombrando y sosteniendo obispos abiertamente heréticos, algunos con currículo ideológico impecable y otros con historial pastoral directamente devastador. La muceta está bien; el episcopado que la rodea, no tanto.
Nos alegramos de que la Misa del Gallo haya recuperado una hora sensata, acercando a la medianoche su espesor simbólico, su silencio y su espera. Pero el reloj litúrgico, por muy bien ajustado que esté, no compensa el hecho de que las víctimas de abusos sigan encontrando muros, silencios o biografías oficiales que las retratan poco menos que como un estorbo. La liturgia gana profundidad; la justicia, no.
Celebramos que Castelgandolfo vuelva a tener vida papal, que haya descanso, natación, conciertos y una cierta normalidad humana que Francisco había convertido en sospechosa. Pero ese aire veraniego no disimula que el actual Pontífice haya estampado su firma en uno de los documentos marianos más empobrecedores que se recuerdan, reduciendo a la Virgen a una figura funcional, casi decorativa, cuidadosamente despojada de su papel como Mediadora de todas las gracias.
Es verdad: el escudo pontificio vuelve a estar bordado donde corresponde. Y sin embargo, ese mismo Papa ha equiparado públicamente la pena de muerte con el aborto, colocando en el mismo plano un mal intrínseco absoluto y una cuestión moral compleja ya tratada con precisión por la Tradición. Mucho hilo de oro… y demasiada confusión conceptual.
La sotana, al menos, ya no es transparente. Es más gruesa, más digna, más romana. Lástima que esa densidad textil no se haya trasladado al discurso teológico, donde la corredención de María se diluye hasta casi desaparecer, cuidadosamente minimizada para no incomodar sensibilidades contemporáneas.
Hay gestos que reconfortan: reliquias de mártires de la Cruzada, adoración eucarística con jóvenes, silencio real, rodillas en tierra. Son momentos buenos, auténticos, que uno querría conservar. Pero incluso esos destellos quedan ensombrecidos cuando el mismo pontificado bendice bloques de hielo en clave Agenda 2030, eleva el cambio climático a dogma moral y acoge jubileos identitarios que legitiman, simbólicamente, una antropología incompatible con la fe católica y atraviesan la puerta Santa de san pedro con sus banderas arcoiris.
Sí, el Fiat 500 ha sido aparcado. Ahora hay un coche acorde al rango. Pequeña victoria estética. Pero no hay cambio de vehículo que tape una biografía oficial que ataca vilmente a víctimas de negligencias pasadas, reescribiendo la historia con una frialdad que no se cura con terciopelo rojo ni con madera dorada.
Todo esto no invalida lo que Wanderer señala. Al contrario: lo confirma. Las tradiciones importan. Los signos importan. Los accidentes revelan la sustancia.
El problema empieza cuando los accidentes brillan mientras la sustancia se agrieta.
Agradecemos la muceta. Celebramos la dalmática. Nos alegra el latín, el canto, los candelabros y la cruz central, todavía escorada. Pero la Iglesia no se salva con escenografía, ni con una restauración estética que no va acompañada de claridad doctrinal, justicia moral y verdad sin rebajas.
Con todo el cariño —y precisamente por ese cariño— conviene decirlo claro:
los signos son buenos cuando acompañan a la verdad; cuando la sustituyen, se convierten en coartada.
Y de eso, por desgracia, ya tenemos demasiada experiencia.

