Irenismo: la falsa unidad que nace del miedo a la verdad

Irenismo: la falsa unidad que nace del miedo a la verdad

En la Iglesia se habla mucho de unidad. Se invoca constantemente el diálogo, la concordia, el entendimiento. Son palabras nobles, profundamente cristianas, pero también peligrosas cuando se usan sin precisión. Porque no toda paz es verdadera, ni toda unidad es católica. La historia de la Iglesia conoce bien una tentación recurrente: sacrificar la verdad en nombre de la armonía. A eso se le ha llamado, con toda claridad, irenismo.

Conviene decirlo desde el principio, sin eufemismos. El irenismo no es caridad. Tampoco es prudencia pastoral. Es el intento de resolver los conflictos doctrinales mirando hacia otro lado, como si las diferencias reales fueran malentendidos secundarios. Y cuando ese enfoque se instala, la fe deja de ser algo que se transmite para convertirse en algo que se administra con cautela, casi con vergüenza.

Qué entiende la Iglesia por irenismo

La Iglesia no condena el deseo de paz. Al contrario. Lo que rechaza es la idea de que la paz se logre rebajando el contenido de la fe. Pío XII lo denunció con lucidez en Humani generis: existe un irenismo imprudente que, movido por un falso afán conciliador, pretende reconciliar incluso lo irreconciliable en el terreno dogmático. No se trata de una cuestión de tono, sino de fidelidad.

Décadas antes, Pío XI ya había advertido en Mortalium animos contra los proyectos de unidad cristiana construidos sobre fórmulas vagas, en las que cada uno mantiene lo suyo mientras se finge una comunión inexistente. Para el Papa, esa falsa unidad no fortalece a la Iglesia, sino que la debilita desde dentro.

La razón es sencilla: la verdad revelada no es una materia opinable. No puede adaptarse según el clima cultural ni negociarse para evitar tensiones.

Unidad cristiana y verdad revelada

Uno de los errores más frecuentes del irenismo es tratar la unidad de la Iglesia como si fuera un acuerdo humano. Pero la unidad no se fabrica. Se recibe. Cristo la confió a su Iglesia junto con una fe concreta, unos sacramentos concretos y una estructura concreta. Separar la unidad de la verdad es vaciarla de contenido.

El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica con serenidad: la Iglesia es una y esa unidad se manifiesta visiblemente en la confesión de una misma fe, en la celebración común del culto y en la comunión jerárquica. Al mismo tiempo, reconoce que las divisiones históricas han herido esa unidad y que fuera de los límites visibles de la Iglesia católica existen auténticos elementos de santificación y de verdad.

Pero aquí está el punto que el irenismo suele borrar: reconocer elementos de verdad fuera de la Iglesia no equivale a afirmar que todas las posiciones son igualmente válidas ni que las diferencias doctrinales carecen de importancia. La caridad no exige mentir, ni el respeto obliga a callar.

Vaticano II y el rechazo del “falso irenismo”

El propio Concilio advierte expresamente contra el “falso irenismo”. Unitatis redintegratio lo dice sin rodeos: nada es tan ajeno al ecumenismo auténtico como deformar o diluir la doctrina católica para facilitar acuerdos.

El diálogo ecuménico, tal como lo entiende la Iglesia, exige claridad, fidelidad y profundidad. No consiste en esconder lo que divide, sino en explicar con mayor precisión aquello que la Iglesia cree y vive. Cuando el diálogo se convierte en un ejercicio diplomático para evitar conflictos, deja de ser camino hacia la unidad y se transforma en una estrategia de evasión.

Irenismo y pastoral: un error frecuente

Hoy el irenismo no suele presentarse como teoría teológica, sino como consigna pastoral. Se oye con frecuencia que “la doctrina divide”, que “no es el momento de hablar de ciertas verdades”, que lo importante es no incomodar. Poco a poco, el anuncio se debilita y la misión se diluye en un diálogo permanente que no conduce a nada.

La declaración Dominus Iesus recordó algo que hoy parece molesto decir: el diálogo no sustituye a la evangelización. No se dialoga para callar a Cristo, sino para anunciarlo con caridad y verdad. Cuando el diálogo se convierte en excusa para no proclamar lo que la Iglesia cree, el irenismo ya ha hecho su trabajo.

Confundir paz con pacifismo

Las consecuencias del irenismo no son teóricas. Se hacen visibles cuando la Iglesia, por miedo a incomodar, deja de nombrar el mal allí donde se manifiesta con crudeza. El caso de la persecución de los cristianos en Nigeria es un ejemplo doloroso y actual. Miles de fieles —católicos y de otras confesiones cristianas— han sido asesinados o expulsados de sus tierras por grupos yihadistas, mientras gran parte de Occidente prefiere hablar de “conflictos intercomunitarios” o “violencia generalizada”, evitando cuidadosamente mencionar la motivación religiosa.

Aquí el irenismo opera como anestesia moral. En nombre del diálogo interreligioso, se rebaja el lenguaje, se diluyen las causas y se evita denunciar con claridad una persecución sistemática contra cristianos. No es prudencia diplomática: es negativa a llamar a las cosas por su nombre.

La tradición católica nunca ha enseñado que la paz se preserve a costa de las víctimas. La doctrina de la guerra justa —desde san Agustín hasta el Catecismo— no glorifica la violencia, pero reconoce la legítima defensa y que, en un mundo herido por el pecado, la pasividad ante el agresor puede ser una forma de injusticia. Negar esta enseñanza por miedo a parecer “duros” no es compasión, es cobardía.

La paz cristiana no es una paz vacía

La Iglesia está llamada a la unidad, pero a la unidad en la verdad. La paz que Cristo ofrece no es el silencio cómodo, sino la comunión que nace de la fidelidad. Cada vez que la Iglesia ha intentado comprar la paz rebajando la claridad doctrinal, el resultado ha sido el mismo: confusión entre los fieles y esterilidad pastoral.

La caridad sin verdad se convierte en sentimentalismo. La verdad sin caridad, en dureza. El irenismo rompe ese equilibrio y acaba traicionando ambas cosas. Por eso no es una opción inocente, sino una tentación constante que exige discernimiento y firmeza.

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