Imitar a la Sagrada Familia

Imitar a la Sagrada Familia

Por el P. Paul D. Scalia

La oración colecta de la fiesta de hoy reza: «Oh Dios, que te dignaste darnos el ejemplo de la Sagrada Familia, concédenos benignamente que podamos imitarla». Ahora bien, eso es pedir mucho. Al fin y al cabo, la Sagrada Familia fue excepcional. Inimitable, podría decirse. José y María estaban ciertamente casados, pero su matrimonio no fue como ningún otro. Jesús era verdaderamente su Hijo… pero no en el sentido habitual.

Sin embargo, esta colecta y la intuición de los fieles a lo largo de la historia indican que, de hecho, hay algo aquí que puede imitarse y que es capaz de ser imitado. Ahora bien, eso no significa rebajar a la Sagrada Familia a nuestro nivel. Más bien, lo que encontramos en ella de modo único e irrepetible revela lo que es verdadero para toda familia.

En primer lugar, la Sagrada Familia comienza con el amor de José y María. Muchos cristianos podrían ver su matrimonio como una especie de ficción. María iba a tener un hijo y hacía falta un marido/padre en escena. De ahí las representaciones de un José anciano y torpe intentando seguir el ritmo de Jesús y María.

Pero Dios no opera con ficciones. José y María se amaron con un auténtico amor esponsal, aunque vivido de un modo único. Ella se confió a él, junto con su virginidad consagrada, para que la protegiera. Él se entregó por amor como su esposo y custodio. Lo que cada uno deseaba para el otro era la santidad a la que Dios los llamaba. La santidad de ella inspiró su respuesta generosa a Dios, y la protección de él hizo posible la de ella.

Así también, la santidad de una familia comienza con el amor de los esposos. No se trata de la teoría romantizada del soulmate, que irónicamente conduce a la infidelidad y a familias rotas. No: es el sencillo amor conyugal discernido por una novia y un novio lo que los lleva a prometer permanencia, fidelidad y apertura a los hijos. Es la elección diaria de amarse lo que no solo mantiene esos votos, sino que los profundiza.

En segundo lugar, aunque José y María nunca tuvieron relaciones conyugales, estuvieron, no obstante, abiertos a la vida, obviamente de un modo excepcional. El Niño nacido de María es el fruto de su unión. Su matrimonio ya existía en el momento de la concepción de Cristo. Fue dentro de su matrimonio donde Él fue concebido. No solo por la fe de María en Dios, sino también por su confianza en José, pudo ella decir Sí al ángel. Esta singular apertura a la vida trajo al Señor de la Vida al mundo.

«Sed fecundos y multiplicaos». Este es el primer mandato de Dios y, por tanto, el más fundamental. Como todos sus mandamientos, es para nuestro bien, y despreciarlo solo nos trae tristeza. La apertura de un matrimonio a los hijos —y, mejor aún, su generosidad al acogerlos— indica confianza en la providencia de Dios y disposición a dejarse ensanchar en la entrega de sí. Esa apertura y generosidad se convierten, a su vez, en un medio de santificación, de crecimiento en la confianza y en el don de sí. Los sacrificios ordinarios de madres y padres han sido tejidos en la trama de la santidad cristiana.

En tercer lugar, la Sagrada Familia tenía un propósito claro, es decir, una misión. Cristo había sido confiado al matrimonio de José y María. Su amor mutuo estableció el hogar donde Él fue acogido y donde «crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lucas 2,52). En pocas palabras, su propósito era Jesús. Todo en su amor y en su hogar estaba ordenado hacia Él y su misión.

Toda familia tiene una misión y un propósito. En el plano natural, la familia aporta muchos beneficios a la sociedad (y, a medida que la familia se desintegra, vamos descubriendo tristemente cuántos de esos beneficios se pierden). Pero el propósito último de la familia va más allá de este mundo. En efecto, como en la Sagrada Familia, el propósito de toda familia es Jesucristo: darle un lugar donde habitar en el hogar, entre sus miembros; crecer en el conocimiento y el amor hacia Él; aumentar la capacidad de imitarlo.

Por último, la Sagrada Familia rezaba. Dada la presencia del Verbo encarnado y de la Inmaculada Concepción en su hogar, su oración fue única. Pero, en otro sentido, fue ordinaria. Rezaban como rezaba su pueblo. Se sabían miembros del Pueblo de Dios y oraban según los tiempos, las estaciones, los textos y los ritos que les habían sido transmitidos. Su oración era ordinaria también en el sentido de que estaba sencillamente entretejida en su vida diaria. Hablar con Dios era tan natural como respirar.

Toda familia está llamada a la oración. El famoso adagio del padre Peyton sigue siendo válido: «La familia que reza unida permanece unida». Pero la oración aporta más que la simple permanencia. La oración en el hogar —comenzando por los esposos— trae santificación. Hace a la familia más atenta a la presencia de Dios y le da más espacio para actuar en sus vidas.

Como la Sagrada Familia, la oración de toda familia debe ser ordinaria. En un primer sentido, porque se realiza según los tiempos, las estaciones, los textos y los ritos de la Iglesia. La Iglesia doméstica debe ser el lugar donde arraiguen las doctrinas y la liturgia de la Iglesia. La oración familiar debe ser ordinaria también en un segundo sentido: que no tenga nada de extraño o excepcional. Lo ordinario en una familia debería ser estar consciente de la presencia de Dios: inclinar la cabeza en oración, dar gracias y alabar a Aquel de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra (Efesios 3,15).

 

Sobre el autor

El P. Paul Scalia es sacerdote de la diócesis de Arlington, Virginia, donde sirve como vicario episcopal para el clero y párroco de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.

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