Un Rey ha nacido: Cristo el Señor

Un Rey ha nacido: Cristo el Señor

Por el P. Thomas G. Weinandy, OFM, Cap.

El Evangelio de san Lucas ofrece un relato bastante detallado del nacimiento de Jesús. Puesto que María «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón», debió de haber dado a Lucas su testimonio como testigo ocular. Por tanto, no debe ponerse en duda la historicidad de lo que se proclama. En las palabras escritas de Lucas escuchamos las palabras pronunciadas por María.

Así pues, Lucas/María presenta el marco histórico de lo que iba a suceder. César Augusto decretó que se hiciera un censo en todo el Imperio romano. Todos iban a inscribirse a su ciudad de origen. Por eso, «José subió desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, por ser él de la casa y linaje de David, para inscribirse con María, su desposada, que estaba encinta».

El linaje de José es teológicamente significativo. Él es de «la casa de David», y por ello debe inscribirse «en la ciudad de David», Belén. Allí nació David, y allí Dios dijo a Samuel que ungiera a David como rey. «Samuel tomó el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el espíritu del Señor vino con poder sobre David» (1 Samuel 16,13).

Además, Dios declaró más tarde, hablando por medio de Samuel: «Cuando se cumplan tus días [los de David] y reposes con tus padres, suscitaré descendencia tuya después de ti, salida de tus entrañas, y consolidaré su reino. Él edificará una casa a mi nombre, y yo consolidaré el trono de su reino para siempre» (2 Samuel 7,12-13).

Estas promesas proféticas se están cumpliendo ahora mientras José viaja a Belén para empadronarse. El hijo que ha de nacer de María en la ciudad de David es el Ungido del Señor, el que está lleno del Espíritu Santo, pues ha sido concebido por la acción del Espíritu Santo. Él es el rey del reino davídico eterno, y su trono durará para siempre.

Todo esto se funda en el linaje real de José, pues él es de la casa de David. Así, José tiene una importancia teológica fundamental, porque sin él el niño que ha de nacer de María no sería el cumplimiento de las antiguas profecías de Dios. No sería el rey del reino davídico eterno de Dios.

Ahora bien, mientras José y María estaban en Belén, «le llegó el tiempo del parto. Y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada». No hubo nada milagroso en la manera de su nacimiento. Si así hubiera sido, María habría informado a Lucas, y él habría explicado cuál fue la naturaleza del milagro.

Lo que resulta inusual es que, al no encontrar lugar en la posada, María diera a luz a Jesús en un establo, y por eso lo acostara en un pesebre. Aquel que se sentará en el trono real como rey del reino davídico eterno nace en una humilde sencillez y pobreza discreta.

Todo lo anterior está implícito en el contexto del linaje de José como perteneciente a la casa de David. Nadie ha proclamado aún su realeza ni ha hablado de su identidad. Todo hasta este punto en el relato de Lucas es simplemente normal: un niño ha nacido de María en un establo de Belén. Sin embargo, en medio de esta normalidad, ahora se anunciará algo extraordinario.

«En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al raso, velando por turno su rebaño». Esto también es normal. Eso es lo que hacen los pastores. Sin embargo, «se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor».

Lo que ha ocurrido en la tierra puede haber parecido normal, pero el ámbito celestial sabía que no lo era. Uno de los ángeles del Señor, envuelto en la gloria del Señor, se apareció a los pastores. Aunque estos se llenaron de temor al contemplar un espectáculo tan imponente, el ángel les dijo:

No temáis; pues mirad, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor.

En lugar de temer, los pastores han de acoger la buena noticia que el ángel les trae, una noticia que les colmará de gran alegría. Aquella misma noche, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador, y Él es el Cristo ungido por el Espíritu, el Señor divino del cielo y de la tierra.

¿Cómo sabrán los pastores de qué niño se trata? «Y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Obsérvese de nuevo el contraste. Ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor, y sin embargo los pastores lo reconocerán por signos humildes, difícilmente lo que cabría esperar de quien es Cristo el Señor.

En ese momento, una multitud del ejército celestial cantó: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». El Dios trascendente ha de ser glorificado por un acontecimiento tan maravilloso, pues está trayendo la paz a la humanidad con la que Él se complace.

Así pues, los pastores se dirigieron de prisa a Belén. «Y los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho».

Esta Navidad, todos los cristianos están llamados a hacer eco de las palabras del ángel y de los pastores. Estamos llamados a proclamar, para gloria de Dios, que el niño nacido en Belén hace tanto tiempo es el rey davídico del reino eterno de Dios, pues Él es Cristo el Señor, el Hijo encarnado del Padre.

Los pastores no conocían su nombre. Solo le fue impuesto en su circuncisión, ocho días después. Nosotros sí conocemos su nombre: Jesús, YHWH salva. Es a Él a quien profesamos, y es a Él a quien proclamamos esta Navidad, pues no somos salvados por ningún otro nombre sino únicamente por el suyo.

¡Esta es la verdad y la alegría de la Navidad!

 

Sobre el autor

Thomas G. Weinandy, OFM, prolífico escritor y uno de los teólogos vivos más destacados, es exmiembro de la Comisión Teológica Internacional del Vaticano. Su libro más reciente es el tercer volumen de Jesus Becoming Jesus: A Theological Interpretation of the Gospel of John: The Book of Glory and the Passion and Resurrection Narratives.

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